Madre

domingo 09 de octubre de 2022 | 6:00hs.
Madre
Madre

Mazzanedo y Alava bebían despaciosamente. El salón estaba casi desierto. Afuera, ramalazos de lluvia golpeaban el pavimento, haciendo saltar el agua despedazada en minúsculos trozos de vidrio. El viento doblaba a veces los árboles de la plaza y entonces la abundante lluvia, trazaba líneas casi horizontales.

Los amigos no hablaban. Parecía que el día tuviera correspondencia con su estado de ánimo. Romero empeoraba y el vaticinio de Alava se había cumplido. La bronconeumonía clavaba sus garras despiadadamente, tratando de ahogar una vida joven y vigorosa. El temor a la muerte parecía flotar frente a los amigos como algo pronto a introducir el espanto. Mazzanedo sacudió espasmódicamente sus hombros, con su risa desagradable, mientras señalaba al gordo el paso de una mujer opulenta, frente a la puerta:

-¡Mirá. La gran flauta, me quedé bizco!

-Hace rato que andás. No hacés otra cosa que mirar la grupa de las mujeres.

—¿Qué otra cosa se puede hacer? Eso y tomarse unas copas. ¿O crees que debo tratar de hacerme intelectual como García?

-¿Vos intelectual? — Alava se sonrió ante la idea y se encogió de hombros.

Mazzanedo empezó a ponerse de mal humor. El gordo estaba tomando aires de superioridad y, últimamente, los había extendido a los amigos. Francamente la cosa estaba pasando del color castaño...

La cara descarnada y los gruesos anteojos de García, asomaron a la puerta. El flaco cuello emergía del raído impermeable, empapado totalmente. Unos papeles medio mojados, sobresalían un poco del bolsillo interior. Sin muchas ganas se dirigió a la mesa ocupada por los amigos:

-¿Qué tal?

-Bien - contestó Alava mirando para otro lado.

-¿Qué decíÈ™, Martín Fierro? - dijo Mazzanedo.

Se sentó sin decir nada. La acogida fría e insultante, despertaba su rencor. Siempre tuvo que soportar las injurias de los demás y el más infeliz se creía con derecho a insultarlo, porque todo el mundo parecía adivinar su cobardía, que no podía disimular con un desplante que hubiera hecho reír. Por eso había ido creciendo envenenado. Despreciando a la gente y odiándola. Sabía a su vez que sus mismos amigos lo detestaban y que, en el fondo, lo envidiaban... Con qué gusto le cruzaría el hocico al gordinflón y con qué placer restregaría el taco del zapato en la asquerosa boca del gringo, de grandes labios sensuales y dientes separados, sucios de tabaco y sarro...

Encendió un cigarrillo. La llama oscilaba con el temblor de su mano que se esforzaba en ocultar... Los otros hablaban de fútbol y se declaraban fanáticos de equipos de la capital, que nunca veían jugar...

-¡A ustedes no los levanta ni un guinche! — sonrió despectivamente Alava.

—¡Si nosotros tuviéramos ese “tarro”! — masculló furioso Mazzanedo.

Quedaron los tres en silencio. García escuchaba el rumor de las conversaciones de las mesas vecinas... Frente a él un italiano todavía joven, lucía una estridente camisa de seda, de la que emergía el cuello poderoso y la cuadrada mandíbula, que denotaban su origen campesino. Oyó que decía a su acompañante:

.-¡Eh!, sono cuatrochiento mile e pico de peso que me produzío lo lapacho, en dó mese...

Aunque nunca le importaran los lapachos, sintió un desgarrón, como si fuera su carne la que arrancaran a tirones para venderla al mejor postor. Se escuchó musitar: cuatro chiento mile... e pico...

Tuvo ganas de reírse. Levantó la vista y vio a sus compañeros que denotaban haber perdido su reciente y fanático interés. Alava levantó la regordeta mano y llamó al mozo:

-Ché, traete tres ginebras.

— García y Mazzanedo prestaron su asentimiento con un gesto.

Pasó un rato mientras bebían. García quería hacer una pregunta, pero sentía temor. Al fin apuntó, mientras miraba el líquido transparente de su copa:

—¿Y Romero, como sigue?

-Bien embromado – Alava, mientras lo miraba a los ojos, añadió:

-¿Desde cuándo te interesan los amigos? ¿O es que ya has dejado de ser inteligente, para convertirte en un hombre común?

-Estás equivocado. Soy amigo de Mario como vos o como éste -señaló a Mazzanedo-, pero ustedes saben lo que pasó la noche del corso. Cualquiera se calienta...

-No digás tonterías. Cuando se es amigo y pasa una cosa así, no puede tomarse en cuenta una discusión en que todos estábamos medio borrachos. Pero vos tenés sensibilidad de genio...

-¿Qué hubieras pensado si te hubieran dicho a vos lo que a mí?

-No seas idiota. ¡No hay un macho en el pueblo que me lo diga!

García calló abatido. Siempre el mismo desprecio. ¡Si tuviera un día la valentía de romperle la cara a alguno!... La desolación más viva se pintó en su escuálido rostro. Mazzanedo intervino:

-Bueno che, hay que terminarla de una vez. Al petiso no lo dejan tranquilo... ¿Por qué no vamos los tres a verlo a Mario? Yo creo que en el fondo García le gusta...

-Podríamos aprovechar este claro. ¿Vamos?

-Vamos - contestó García levantándose.

Salieron a la calle, recibiendo en pleno rostro las turbonadas del aire fresco de tormenta. La pequeña llovizna que arrastraba el viento, les hacía agachar las cabezas para protegerse con el ala del sombrero. Llegaron a la plaza San Martín y momentos después la sirvienta los introducía en la sala, llena ahora de sombras...

Doña Ángela les sonrió desde la puerta. Su cara estaba animada y presentaba un aspecto muy distinto del de días anteriores:

-Buenos días hijos míos. Miró a García con sus ojos tristes, esperando. El muchacho se adelantó:

-¿Cómo está usted señora? Hasta ahora no vine a verlo a Mario...

-Está bien, hijo. Yo sé que ustedes se pelean, pero en el fondo se quieren.

-¿Cómo se encuentra ahora?’

-Parece que gracias a Dios, ha mejorado. El médico dice que no es imposible que se reponga. Era esa una esperanza que ya había perdido...

-No diga eso doña Ángela...

Los envolvió a los tres con su mirada serena y triste y señalando el dormitorio, les dijo:

-Pasen muchachos. Ahora está despierto.

Romero estaba incorporado en el lecho, sobre blancas almohadas. Recién afeitado, su rostro aunque flaco, parecía más lleno que el que los amigos vieran días atrás. La fatiga había disminuido sensiblemente. Cubriendo su torso desnudo, tenía un pijama de colores vivos. Estrechó la mano de los tres, mientras le decía:

-Sientensé muchachos. Les agradezco la visita. No saben lo jodido que es estar acá sin poder moverse. Pero estoy mejor...

-Mucho mejor de lo que te imaginás -terció Alava, en cómica postura doctoral,

-Si querés reponerte pronto, te mando varias toneladas de vitaminas. Todas las vitaminas de Eldorado, que el viejo se compró — dijo Mazzanedo.

El enfermo sonrió. Después se dio vuelta, dirigiéndose a García:

—¿Y vos cómo estás? Tenía ganas de verte y de decirte que no tomes en cuenta lo que te dije en el corso.

-Ya lo tenía olvidado.

-Gracias. Aunque estés un poco loco, eres un buen tipo y además, —Romero señaló la frente con el índice— tienes algo en el mate. ¿Siempre escribís?

-Algo hago — dijo García enrojeciendo.

Romero envolvió a los jóvenes con una mirada. Allí estaban sus amigos... Llenos de vicios y de defectos, pero mostrando en sus gestos y sus miradas, el cariño fraternal que a veces une a los hombres por toda la vida... Se sintió reconfortado y respiró profundamente...

Mazzanedo, con grandes aspavientos e imitando el decir de los protagonistas, relataba algo sucedido entre dirigentes obreros de distintas fracciones, en una reunión sindical:

-...Y entonces, el gallego se levantó y cuando le permitieron usar de la palabra, dijo con énfasis, dirigiéndose al presidente: “lo que pasa señores, es que en este país, cualquier extranjero de mierda se cree con derecho a meterse en política...”.

Una carcajada general acogió las palabras de Mazzanedo, cuyos ojos brillaban de felicidad.

Después de un rato apareció doña Ángela; dirigió una amorosa mirada a su hijo y sonriendo, dijo a los amigos:

-Muchachos, hay que dejar descansar a Mario. ¡Ahora es la mar de regalón!

-Tiene razón señora — expresó García levantándose.

Se despidieron y salieron a la calle. Mazzanedo silbaba y Alava semejaba un orondo y colorado pato. García admiró el verde limpio de los árboles lavados y las nubes grises que el viento desgarraba.

Al llegar a la esquina se despidió:

-Chau, muchachos.

-Chau poeta — rezongó Mazzanedo.

-Adiós Lugones – dijo Alava, mientras le golpeaba afectuosamente el hombro y se alejaba...

García siguió su camino sonriendo.

Romero mejoraba rápidamente. Su naturaleza robusta vencía el trastorno orgánico producido por la herida. Recobró el apetito y el color empezó a teñir sus mejillas. Sentía circular nuevamente la sangre en oleadas tibias, que calentaban y fortalecían sus miembros, hasta hace poco débiles y apáticos. Una nueva ansia de vivir se apoderó de él y empezó -como todo fuerte que se debilita- a sentir emociones y ternuras desconocidas. El rosado lapacho que alcanzaba a ver tendido en su cama, en la plaza, le producía gran admiración y no podía comprender cómo no lo viera antes. Verdaderamente estuvo ciego para muchas cosas. Siempre fue un egoísta, que hizo girar la vida familiar alrededor de sus deseos, pero ahora consideraría a los demás y sobre todo a doña Ángela, que vivió por su culpa una tragedia y que le rodeó con la coraza protectora de su amor maternal... ¡Quién sabe si no fue eso lo que lo hizo sanar!... Y ella no andaba bien. Pareciera como si la salud que el hijo recuperaba, fuera restada a la vida de la madre. Se veía sensiblemente desmejorada y recordaba que el día anterior la contempló de perfil, mientras ella miraba distraídamente el polvo dorado que flotaba en un rayo de sol... La cara se había afinado y la nariz y los ojos se agrandaron...

Vio esta figura de su madre casi irreal y sintió miedo. El mismo miedo que sintiera de niño, ante la posibilidad de quedar solo y desamparado... Le pareció que estaba muerta y que era transparente como una aparición... ¡La pobre!... También, con los hijos que tenía... Él, que vivía con ella, en este lío, y los otros -Augusto y José.- sólo escribían para pedir plata... Él era el mimado de la madre y a él le correspondía rodearla de cariño, devolviéndole lo mucho que recibiera...

¡Qué bien se sentía! La opresión del pecho era sólo un feo recuerdo y el miedo a morir también se había ido. Recordaba haber mirado la radiografía, que mostraba la cicatrización de la herida, con un interés muy grande; de modo que esa pequeña mancha, que apenas sombreaba un poco más las sombras de la placa, era lo que hubiera podido decretar su muerte!... Bueno, otra puñalada no le pegaban. Era ridículo, el que por una sucia así pudiera haber muerto. Recordó a un amigo de su hermano muy mujeriego, que había sido asesinado por una hembra de esas... La gente se reía en el entierro, porque aparecieron dos mujerzuelas lamentándose a gritos... Una verdadera porquería...

Hoy se levantaba por fin. Hacía un mes que estaba acostado y ello era algo espléndido. Llamó a la mucama:

-Carmen...

-Señor - contestó la mujer apareciendo en la puerta.

-Tráeme la ropa, me voy a vestir.

-¿No va a esperar que vuelva la señora?

-¿Adónde fue?

-No sé, señor - dijo la sirvienta mientras le alcanzaba la ropa y se retiraba.

Se vistió silbando. Todavía sentía una pequeña molestia en el brazo derecho, posiblemente por el tiempo que estuvo inmovilizado. Se encontró un poco más flaco, pero le pareció mejor y sonrió a su figura en el espejo.

La mujer apareció nuevamente:

-Señor, vienen sus amigos.

-Que pasen.

Primero, casi corriendo, llegó Mazzanedo. Sin afeitar y bastante sucio, agitaba sus flacos brazos y sus huesudas manos manchadas de tabaco. Detrás venía García, más pálido y más cegatón, con una ancha sonrisa, que cortaba dolorosamente su descarnado rostro. Romero se volvió para recibirlos:

-¿Qué tal muchachos?

Los dos lo rodearon. Por un momento fue un abrazo triple que los unió.

Mazzanedo se apartó y observó al amigo. Después dijo sentenciosamente:

-Mirá, francamente quedaste mejor. Yo que vos, me haría dar una puñalada cada tanto.

-Sos loco - musitó García.

-Bueno, -dijo Romero-, esto hay que festejarlo. Todo el tiempo que estuve en cama me dejó flojo y precisamente por eso, tomaremos una copa.

-¿No te hará mal? - observó García.

-¡Mal una copa a mí!

-Estos literatos siempre se equivocan -apunto Mazzanedo.

Se sentaron alrededor de la pequeña mesita y la sirvienta trajo las copas y una botella de vino viejo y dulce. Romero comentó:

-Es lo único que hay en casa.

La conversación giraba locamente. Los tres estaban excitados con la tragedia que había rozado, directa o indirectamente, sus vidas. Se quitaban unos a otros la palabra, para dar su punto de vista y hablaban a la vez y a gritos. Recordaban al gordo Alava, que debió partir a proseguir sus estudios. Los chismes políticos locales y algunas suciedades de negocios y polleras, flotaban en el espeso humo de los cigarrillos.

La ancha habitación era fresca, mientras afuera un sol que parecía oro derretido, hacía calcinar la calle en esa hora del mediodía de Misiones. El cielo era blanco y un vapor que parecía una niebla de luz, mordía los contornos de las cosas.

Empezaba a languidecer la conversación. Romero había retenido a García, sirviéndole otra copa. Estaban un poco achispados y el entusiasmo primero, dejó lugar a una languidez producida a medias por el alcohol y por el aire caliente que empezaba a sentirse. Una llamada fuerte en el aldabón de la puerta, les hizo levantar la vista. Romero malhumorado, exclamó:

-¡Brutos de porquería! No pueden golpear como la gente...

Atendió la sirvienta. Se oía alguna exclamación contenida. Al poco apareció en la puerta. Venía demudada y su color tierra oscura, tenía una extraña palidez. Las manos apretadas convulsivamente, parecían no tener sangre.

-¿Qué pasa? ¿Por qué andan jodiendo?

-Señor... —- La mujer movía los labios sin poder hablar.

-¡Hablá de una vez, carajo!

-¡Se murió la señora!

Los tres se pararon como empujados por un resorte. Romero la miró con la mandíbula inferior colgante, los ojos desorbitados, el rostro del color del papel de un blanco sucio. Tenía el cuerpo en tensión, con las manos crispadas, y pareciera que hiciera esfuerzos para no saltar sobre la mujer y estrangularla. Mazzanedo y García, muy pálidos también, lo agarraron de ambos brazos. Se oían nítidamente volar dos o tres moscas y los ruidos de la calle parecían llegar de muy lejos, a sus oídos asombrados por la noticia brutal.

-¿Quién lo dijo? - articuló con voz ronca...

La mujer lloraba en silencio, mientras seguía retorciéndose las manos. Tragando lágrimas, pudo articular:

-Fue la Mercedes, señor. La que trabaja en lo de Aguilar. Dice que la señora estaba visitando a su patrona. Que se despidió para venirse y entonces, se puso mala y se cayó, por el suelo...

-¿Pero llamaron al médico?

-Sí. Llamaron al doctor Martínez, que vive cerquita, y él dijo que la señora se murió del corazón...

La cabeza le daba vueltas. Sentía una gran angustia que le apretaba la garganta. Tenía miedo de caerse y tuvo que hacer un esfuerzo de voluntad para no aparecer débil:

-¡Vamos! Los dos amigos lo llevaban del brazo. Le sorprendió sobremanera que hubiera tanta luz y miraba ese sol calcinante, que de pronto había perdido su poder con él. No sentía en absoluto calor y le extrañaba al ver a la gente, con evidentes signos de las molestias de una temperatura elevada.

Llegaron rápidamente a la casa del matrimonio Aguilera. Estaba sobre una calle desde la que se veía el río y donde los baldíos eran grandes manchas verdes.

Don Armando Aguilera, viejo amigo de su padre, apareció en el marco de la puerta; enjuto, encorvado, los ojos tristes, cansados... Abrazando al muchacho le dijo:

-Es la voluntad de Dios, hijo. Los hombres deben aguantar.

-¡Gracias don Armando! Los ojos le escocían y se le llenaban de agua.

Lo hicieron pasar a la alcoba en penumbra. Tendida en la cama, como dormida, en actitud natural, reposaba el cuerpo de su madre. Una sonrisa parecía querer brotar de sus labios entreabiertos.

Sintió que le subía hasta la garganta un grito ronco, que sonó extrañamente en sus oídos. Era un grito inarticulado, de dolor animal, que le salía de las entrañas. Se arrodilló a los pies de la cama y se abrazó al cuerpo tibio de la madre, mientras lo sacudían los sollozos...

Mazzanedo y García se retiraron lentamente. El primero comentó:

-¡Esta vida es una porquería!

Zumbaban los insectos en el ambiente dorado y cálido. Un chico vendedor, pregonaba su mercancía con voz aguda...

Romero quedó solo en la penumbra, arrodillado al lado de la cama, con la mano izquierda de su madre entre las suyas... Le parecía que era mentira que se hubiera muerto y que en cualquier momento iba a volver la cabeza y a mirarlo, con el cariño rebosando de sus bellos ojos castaños; y que oiría su voz aconsejándole que tuviera cuidado con los hombres, con las mujeres, con el alcohol, con todo... ¡Estaba muerta!... La idea volvió a introducirse en su cerebro. Su madre estaba muerta y él se sentía como un niño extraviado en una noche oscura... ¡Sin su madre estaba perdido!... Nadie sabía que su angustia sólo se calmaba ante la mirada transparente de doña Ángela...

Apoyó la mano de la muerta contra su mejilla y volvió a sollozar, tirado sobre la cama, abrazado a ella, como cuando era chico y se sentía asustado... Oyó su propia voz decir quedamente:

-¿Qué hago ahora que no estás vos!... Una mano se posó sobre su hombro y Aguilera dijo:

-Venga conmigo Mario. Las mujeres deben arreglar a su mamá.

Siguió dócilmente al viejo y con él se sentó en la sala. Miraba fijamente el rojo mosaico del suelo y se extrañaba de no sentir un dolor intenso y que todos los ruidos le llegaban de muy lejos.



En el coche de duelo, con las cortinillas bajas, volvía del cementerio. Mazzanedo intentaba distraerlo hablando con fingida indiferencia. García miraba hacia arriba, como si le interesara el ángulo de la capota...

Fumaba un cigarrillo, indiferente a todo. Se esforzaba por recordar a doña Ángela y sentir el dolor de su desaparición, pero su cerebro le presentaba escenas del velatorio, ajenas al drama en que vivía... Veía a Montes hartándose de alcohol con cara compungida, mientras buscaba lugares apartados para contar sus chistes y a Solari a su lado, con sus ojos de batracio... Y el espléndido busto de su vecina Muñeca Maidana, la primera de la fila en la sala de las mujeres, que sintiéndose observada ávidamente por los hombres, dirigía rápidas miradas hacia donde éstos estaban...

Su voz resonó extrañamente, haciendo que sus amigos lo miraran:

-¡Está muy buena la Muñeca..

El coche rodaba en la calle de tierra, levantando una pequeña nube roja. Romero descendió el primero y rodeado de sus amigos penetró en la sala. La frescura de la habitación, pareció despertar su sensibilidad embotada. Una angustia suave le oprimía el corazón y las lágrimas resbalaban silenciosamente, poniendo sabor de sal en sus labios resecos...

Juan Mariano Areu Crespo

Fragmento (capítulos XVI y XVII) de la novela Bajada Vieja. Areu Crespo fue pintor, grabador, escritor y escribano. Nació el 20 de mayo de 1909 en Totana, Murcia, España y falleció en Buenos Aires el 2 de febrero de 1989.

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