La casa de la meseta

"…Saliendo de la casa observó hacia el Oeste donde a la distancia refulgía un aparentemente tranquilo Paraná, brillando al sol casi crepuscular como una cinta de plata recién bruñida y se dijo que al día siguiente iría a conocer de alguna manera el tan mentado “Teyú cuare”. .. "
domingo 02 de octubre de 2022 | 6:00hs.
La casa de la meseta
La casa de la meseta

La siesta se derramaba candente y soleada sobre la población paranasera y el calor parece sentirse mucho más en la solitaria avenida de tierra con dos manos que separa un cantero central que mal sombrean varios árboles añosos sufriendo el embate de la sequía y el verano; la verde alfombra de gramilla de ese jardín -entre la que algunos rosales y margaritas apenas soportan la crueldad del astro rey-, se ha marchitado y amarillenta, añora las lluvias del otoño pasado. En el inicio de la cuadra un aljibe, celeste y blanco -simbólica presencia pues está seco, algo habitual en los veranos -, se ofrece generoso a los caminantes recién venidos que llegan a él y que descubren así que esa fuente y su brocal pasaron a ser un engaño para los sedientos que arrojaban el balde a las profundidades del pozo sin lograr agua.

Ahora, en una siesta de viento norte, era sólo el soporte u oculto refugio vespertino para parejas de amantes o novios y a veces, como ahora para algún viandante, el respaldo para su cansancio, aunque sólo fuera un seco recuerdo de no muy lejanas jornadas. El viajero vio allí a un hombre que en ese momento ocupaba la escueta sombra del aljibe y la mínima ofrenda de un viejo árbol, poniendo todo su tiempo y su atención en trozar con un pequeño cuchillo la cuerda de negro tabaco que comenzaría a mascar enseguida, más antes que eso ocurra, detuvo su labor, oyendo que el recién llegado le preguntó donde había un almacén.

Un “allá”, simple y lacónica respuesta y una señal con la mano hacia el oeste, por la avenida, sirvió para enterar al visitante de que a un par de cuadras en un edificio pequeño y blanco se hallaba la Terminal de Ómnibus. Su vista le hizo soñar repentinamente con una milanesa, un bife encebollado o un plato de guiso caliente. Y tal vez una cerveza. ”Ya no queda nada para comer “, anunció la joven mujer que atendía el bar.

“Pero… ” – (creí que habría alguna otra opción pensó el hombre). La señora le indicó que enfrente tenía el Almacén de Ramos Generales. Allí el caminante se proveyó de un pan y una lata de guiso de mondongo Swift que la mujer de la terminal abrió y volcó el contenido en una ollita negra para calentarlo.

Mientras aguardaba el inesperado almuerzo y con un agradecido sentimiento por el espontáneo y además gratuito gesto, el forastero bebió unos tragos de cerveza y hojeó un diario del día anterior. “San Ignacio, tierra de mora y magia; de misterios y de poesía” era el título más destacado de la portada de un suplemento con comentarios de localidades misioneras y luego la nota hacía mención de un aniversario de algo que, no pudo leer ya que sobre su mesa estaba ya el fragante potaje desenlatado.

Después de comer y beber “como un hambriento”, ¡que lo estaba!, y también sediento, vació la cerveza, sacó de su morral ese librito de poemas que hallara hacía unos años viajando en ómnibus hacia Iguazú. Leyó y lo impresionó – cómo siempre lo hacía -, uno acerca de “la casa de la meseta”, firmado por Aledo Luis Meloni, poeta de Resistencia, Chaco.

Se lo mostró a la mesera y ella le indicó la calle que lo llevaría “derechito a esa casa, que fue la de un hombre extraño, barbado y que andaba por el pueblo en bicicleta y sacando fotos”, (“Según comentaba mi abuela”, aclaró la joven señora del bar).

Tras una rápida despedida, el viajero caminó por la calle bordeada de casas a su izquierda y de pastos altos, arbustos de malva y carqueja, pata de buey y tártago, plantas de guayaba, nísperos a su derecha. Sin prestar atención a la capuera, ni a la blanca silueta de una escuela y el hospital del lugar ni a los enormes mangales o a los ciclópeos lapachos, inciensos, caña fístula, guayaybí, timbó, entre otros árboles, se apresuró a llegar antes de que el atardecer cubriera con el crepúsculo el paisaje.

Buscaba algo relacionado con eso de tierra de “mora y misterios” o con la casa de la meseta que estaba pero no pudo verla sin antes atravesar un enorme y tupido cañaveral, que rodeaba lo que supuso sería el predio donde culminaría su búsqueda y afrontó el cruce del verde y movedizo bambusal, inquieto por efectos del viento. Y con el terror de toparse con un nido de avispas coloradas, que al clavar su aguijón causan ardores y un gran dolor y a veces mucha fiebre en el humano. O de que apareciera de pronto uno de los enormes felinos que le habían contado, abundaban por esos lares.

En cambio lo que de pronto surgió ante él, fue una alta y alba figura cuasi humana. El viajero, entre los chirridos del tacuaral agitado a su paso, los molestos zancudos, mbariguís, el miedo a las avispas y de “quien sabe que otra alimaña habrá en ese universo vegetal”, oyó o creyó oír que la figura de hombre… inmaculada, misteriosa, increíblemente blanca le preguntaba quién era con áspera voz, “que hace entrando a mi propiedad como Pedro por su casa”. La extraña sensación de estar profanando un templo se instaló en el curioso viandante. Y recordó eso de “mora y misterios” influjo de lo cual se habría dado esa extraña forma de llegar y hablar con… ¿una estatua?

Un batir de alas lo sacó de sus deducciones y por el imprevisto vuelo de un ave, se hizo un poco de luz entre las cañas y en su mente, dándose cuenta recién que estaba frente a eso… una estatua. Un busto masculino trabajado en cemento y pintado de color blanco níveo que resaltaba en el ámbito verdinegro y obscuro del bambusal.

“Cosas que vislumbra la imaginación de uno”, se dijo, ya sin ese efímero terror que lo había asaltado. Detrás del monumento, una casa de material y techo de tejas resguardada en ella una motocicleta antigua, un tocadiscos de aquellos con bocina y en los cuadros el mismo nombre que leyera en el busto casi oculto en la espesura del cañar: Horacio Silvestre Quiroga.

Entonces rememoró la lectura de “Las medias de los flamencos”, “La abeja haragana”, y tantas otras aventuras narradas en el libro Cuentos de la Selva y que él descubriera en la revista Billiken en su infancia.

Se dio cuenta que estaba donde quería estar, en la casa de la meseta que figura en el libro de poemas y coplas del vate chaqueño. Saliendo de la casa observó hacia el Oeste donde a la distancia refulgía un aparentemente tranquilo Paraná, brillando al sol casi crepuscular como una cinta de plata recién bruñida y se dijo que al día siguiente iría a conocer de alguna manera el tan mentado “Teyú cuare”.

Tomó algunas fotos de la casa de piedra y la casa nueva y todos esos relictos de la quiroguiana presencia y de los árboles, mudos testigos de esa vida, y en tanto se fue dando cuenta que al llegar a “la casa de la meseta” había encontrado la usina de los misterios que desde San Ignacio volaban, como palomas sueltas de la mano de Quiroga, hacia el mundo.

Intuyó que cada libro del vate nacido en el Uruguay un 31 de diciembre, era revelador de un misterio, un cuento sí, pero muy cercano cada uno a momentos reales o imaginarios de la vida del escritor no siempre felices sino en muchas ocasiones teñidos del fúnebre color de las tragedias.

“¡Ah!”, exclamó el viajero -ya repuesto de su sorpresa y el susto por lo sucedido-, “esta es la casa y eso de “mora… mora y misterios en la tierra de San Ignacio” debe ser por la famosa piedra mora, llamada así por su color y textura y que en San Ignacio existe en cantidades. Piedras, como las históricas con que fueron construidas la Iglesia, las casas de los frailes y las de los nativos, la piedra mora, de las Reducciones Jesuíticas. Y la magia, la que se perenniza mientras San Ignacio continúe reverenciando al lírico poeta barbado, el habitante de la Casa de la Meseta (*)

Esteban Abad

(*) Horacio Silvestre Quiroga fue un cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo. Fue el maestro del cuento latinoamericano, de prosa vívida, naturalista y modernista. Fue comparado con el estadounidense Edgar Allan Poe. La vida de Quiroga, marcada por la tragedia, los accidentes y los suicidios, culminó por decisión propia, cuando bebió un vaso de cianuro en el Hospital de Clínicas de Buenos Aires. Abad fue periodista, ha publicado varios libros y participado de muchas antologías. Fue presidente de la Sade Misiones. Falleció en junio pasado.
Ilustración: Fotografía tomada desde la casa de Quiroga por el autor

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