Se fueron muy lejos...

domingo 02 de octubre de 2022 | 6:00hs.
Se fueron muy lejos...
Se fueron muy lejos...

Quizá sea Emiliano Barrios, el criollo más inteligente que he hallado en los diez años que llevo vividos en el Alto Paraná. Trigueño, de ojos oblicuos, figura un poco mongólica; no fue nunca a la escuela; pero lee a Jenofonte, a Platón, y admira a Sócrates; es comunista, científico, conoce a fondo el sistema ideado por Lenín, y perdona el implantado por Stalin; estudia “El Capital”, de Carlos Marx, y se ríe de André Gide. Vive en el fondo de la ensenada, en un ranchito cerca de la costa, a unos quinientos metros de Tanirá; es cuidador de las plantaciones del francés Lenoble.

Cuando viene al boliche suele quedarse horas conversando. Sabe muchas cosas y trata de aprender todo lo que puede. Me gustan sus relatos de episodios ocurridos en los yerbales y obrajes del norte, allá donde la vida del mensú vale unos pocos pesos; donde nadie protesta; donde se aprende a soportar el calor, la lluvia y el cansancio; donde el patrón representa la fuerza bruta, y adonde van muchos y vuelven pocos. Es así el comienzo de los poblados en las selvas desiertas de Misiones y de todo el Alto Paraná. Parece que nuestra estúpida civilización sólo sabe conquistar con sangre. Quizá porque ha de estar condenada a morir también así.

Uno de esos relatos refiere lo que le ocurrió en un obraje de Puerto Victoria.

-….-

-¡Eh! ¡Osuna! –gritó desde la puerta de su rancho el dueño del obraje-, ¡Osuna!... ¿Dónde se habrá metido ese animal?

Y volvió a su mesa para seguir observando, con gestos de impaciencia, un papel lleno de nombres y cifras.

A poco apareció en el marco de la puerta un hombre alto, robusto, de pequeños ojos descoloridos y encapotados, la tez tostada y ajada por el sol ardiente del cenit y el viento fresco de la madrugada, y las manos cubiertas de los puntitos negros que deja el mbarigüí.

-¿Patrón?

-Faltan cinco peones en la lista -exclamó don Joaquín en tono de rabia–, y son los cinco que más deben en la proveeduría. Vaya a ver qué pasa.

El capataz Osuna salió refunfuñando; ya adivinaba la jugada que le habían hecho esos mensúes.

-Seguro que se escaparon -iba pensando, mientras con paso lento se dirigía a los ranchos de la peonada–. Y se escaparon ayer, cuando estaba despachando la jangada.

Averiguó cuanto pudo y regresó con la noticia:

-Se escaparon; agarraron la picada de Barracón; van capitaneados por el tuerto Ramírez; éste lleva armas, los otros tienen machete. Van con un día de ventaja.

-Bueno, es necesario ir a traerlos; que lo acompañe el peón Barrios.

Osuna se acomodó el revólver en el cinto, se restregó las manos y fue en busca del peón.

Al día siguiente, de madrugada, el capitán Osuna y el peón Barrios, montados en mulas, abandonaron Puerto Victoria y entraron al trote en la picada que va a Barracón. Esta picada cruza de este a oeste el territorio de Misiones, pasando sobre las sierras centrales, y en todo su trayecto está bordeada por la alta, espesa y sombría selva característica de la región norte. El fresco de la mañana, húmeda de rocío, permitía a las cabalgaduras correr sin cansarse.

Osuna observaba los rastros en las manchas rojas de tierra desnuda; Barrios, en cambio, los seguía sin interrupción a lo largo de la picada, a través del enmarañado yuyal.

- ¡Qué zonzos! –iba pensando éste con la vista fija en el suelo-. No van a andar mucho... Se hubieran ido al Paraguay, que está más cerca... No habrán conseguido chalana.

Mientras que el capataz, taciturno, murmuraba:

-Ese tuerto... tiene puntería... y es una bestia, tendré que madrugarlo.

El sol, límpido, secó el camino y empezó a mojarles de sudor la camisa y la cara. A ambos lados de la sucia picada se levantaban como reyes de leyenda los lapachos y los ivirapytás, ahogados por la vegetación tropical. De vez en vez, la súbita disparada de un venado rompiendo ramas entre la maleza espantaba a las mulas. Y por el pequeño espacio de cielo limpio se veía pasar la pesada yacutinga entumecida aún por la inercia de la noche.

-¡Yaguareté, añá membuí! -exclamó el peón, mirando atentamente la huella neta que la amplia garra de un jaguar había dejado en la tierra blanda.

Continuaron su camino en silencio. Pasaron los pantanos del arroyo Ipinta, y dos horas más tarde llegaron al yerbal del colono Schweis, la última población de Puerto Victoria.

-¿No tiene usted nuevos peones? -preguntó Osuna al alemán.

-Sí, ayer tomé cinco peones que venían de abajo, pero hoy se fue uno, uno que era tuerto. Los otros están en las hectáreas, están carpiendo. Tengo veinte hombres carpiendo.

-¿Me permite verlos, don Schweis? -Bájese, no más...

Osuna y Barrios desmontaron y se dirigieron al yerbal, donde los veinte peones estaban doblados bajo el sol. No tardaron en encontrar a los cuatro que buscaban y los reunieron aparte.

-¡Pero, che amigos! ¿Por qué se escaparon? -les dijo suavemente y en tono persuasivo el capataz ¡No se hace eso, amigos! ¿Qué les cuesta trabajar un poquito más y cumplir con su deber? Les digo por su bien; no les conviene quedar mal con el patrón. Pero todavía están a tiempo; ahora vengan conmigo, vuelvan al obraje; trabajan un poquito más y estarán libres.

Los mensúes se miraron indecisos, pero cuando el capataz echó a andar, ellos lo siguieron automáticamente. Después empaquetaron y embolsaron sus ropas y otras cosas que cargaron al hombro (uno de ellos cargó con un pequeño baúl), y emprendieron el regreso seguidos por Osuna y Barrios.

Eran más de las doce y nuestros hombres se acordaban de su estómago; habían pasado ya muchas horas sin comer ni beber. El sol era de fuego y la reverberación enceguecía. Arriba, muy arriba, el follaje se balanceaba levemente; pero abajo, el aire, encajonado, era una masa cálida cargada de vapores, inerte, pesada y consistente. El zumbido monótono e interminable de millares y millares de moscas y otros insectos comunicaba un poco de vida a aquella quietud tórrida; sólo de cuando en cuando algún agutí, vacilante, cruzaba el camino.

-Che, Barrios, así no vamos a llegar nunca; tomá la cuerda, atámelos a estos perros.

Y el peón, revólver en mano, ordenó a su vez:

-Vos, Benítez, agarrá la piola y acollará a los otros.

El mensú observó un segundo el caño del arma y empezó la tarea con gran habilidad. En pocos minutos quedaron los tres mensúes con la soga anudada al cuello, en fila, y a dos metros uno de otro.

-Ahora atate vos -volvió a ordenar Barrios. Luego ató éste el extremo de la cuerda a la cincha Osuna apretó el paso, y los mensúes, acollarados de la mula del capataz, y reanudaron la marcha de a uno en fondo y con sus fardos al hombro, hubieron de apurarse también, porque la soga se les hundía en la nuca.

Osuna sentía hambre y sed, y el sudor le escocía los ojos. Y empezó a juntar mal humor. Hasta que un kilómetro más adelante, de un rebencazo, puso la mula al trote, y los mensúes tuvieron que correr, jadeando desesperadamente, envueltos en ese hálito cálido y sofocante de la selva aplastada por el sol. Y el silencio que acompañaba a la carrera forzada de los mensúes, los que ya no parecían seres humanos, hacía más horrible aun ese espectáculo de miseria, de fatiga y de sudor. A veces caía uno de ellos tropezando en sus propias piernas, agotado de cansancio, y era arrastrado algunos metros sobre la tierra dura de la huella.

-Levántate, añá menbuí! -gritaba entonces el capataz, y de nuevo ponía la mula al trote.

Los hombres corrían y la soga siempre tirante se les incrustaba cada vez más en la nuca; sus caras cetrinas, desencajadas, estaban surcadas por el sudor sucio. Sol, calor, polvo, yuyos, fatiga forzada, sed... Osuna consideraba todo esto con el ceño fruncido y continuaba la marcha en silencio.

Hasta que llegaron al arroyo cenagoso de mitad del camino. Allí las mulas hundieron sus patas, y los mensúes cayeron enredados entre la soga y los bultos que llevaban; pero arrastrándose en el barro y ayudados por la mula que tiraba siempre, alcanzaron el centro del cauce, donde el agua límpida y de rápida corriente les llegaba a la cintura.

-¡No se puede seguir!... Estos tipos... ¡Bah!

Hubo un momento de indecisión, el capataz vaciló, y los ojos de Barrios se abrieron desmesuradamente al adivinar la idea que se agitaba en el diabólico cerebro de Osuna; pero del silencio dependía su propia vida, y calló. Osuna sacó el revólver e hizo fuego sobre los cuatro hombres; después cortó la cuerda y la corriente se llevó hacia el Paraná ese sucio montón de bártulos y hombres envueltos en barro y sangre.

Al atardecer llegó Osuna a Puerto Victoria.

-¿Y?... -preguntó furioso don Joaquín-. ¿Dónde están los mensúes?

-No están, patrón -contestó tímidamente el capataz- ¡Se fueron muy lejos!

Pero esa noche se escapó otro peón del obraje. Y Osuna fue encontrado en el Paraná, aguas abajo, flotando a la deriva, con un machetazo en la frente.

Germán Dras

El relato es parte del libro Aguas Turbias. Dras publicó Alto Paraná y Apuntes del Alto Paraná (1939); Tras la loca fortuna (1940). Germán Laferrere, su nombre verdadero, residió en la zona San Ignacio varios años. Ilustración: Foto de la película Las aguas bajan turbias de Hugo del Carril. Fuente: Museo del Cine

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