El boliche del Canal Torto

lunes 19 de septiembre de 2022 | 6:00hs.

Por Ramón Claudio Chávez Ex juez federal

Las sierras de Misiones se ubican en el centro de la provincia, hacen una divisoria de aguas entre el Paraná y el Uruguay; cerca de Bernardo de Irigoyen alcanzan una altura de 843 metros sobre el nivel del mar. A los pobladores se los suele identificar con el apelativo de “serranos”, podemos encontrar argentinos, brasileños, paraguayos y europeos.

La característica geográfica del lugar no ha constituido impedimento para la siembra y cultivos de distintas especies.

No sin razón se ha dicho con frecuencia que es la zona más olvidada de la provincia, aunque el empuje de sus habitantes ha permitido el progreso sostenido de estos lugares.

Era común, hasta hace un tiempo, ver la yunta de bueyes conocida como canga tirando un carro por las calles de los poblados. Realizaban las tareas agrícolas con sus dueños e iban al pueblo para surtirse en los almacenes.

Toda la zona del Alto Uruguay se fue poblando con los nativos de la tierra y los extranjeros que vinieron a buscar mejor fortuna. Entre ellos se destacaron los brasileños de Río Grande do Sul, conocidos como ‘alemao’ por su color de piel.

Construían sus casas en las laderas de los cerros y trabajaban la tierra, plantando caña de azúcar, maíz, mandioca, legumbres. Tenían su propio malacate para elaborar miel de caña o rapadura que luego comercializaban.

El Estado provincial creo en San Javier el Ingenio Azucarero donde los colonos entregaban sus productos y generaban un importante respaldo económico para toda la zona. Hace algunos años la Nación brindaba préstamos blandos para que los agricultores pudiesen comprar su yunta de bueyes; en un momento determinado decidió suspenderlo porque había que dejar de realizar tareas con tracción animal. Funcionarios de la zona viajaron a la metrópoli a explicar que por la característica del terreno no se podía trabajar de otra manera. Lo mismo ocurrió al suspenderse el uso de herbicidas en la siembra de caña de azúcar, por lo que se dispuso el carpido con azada; no eran tiempos de motoguadañas, desmalezadoras, las que habían eran inalcanzables al presupuesto familiar de los colonos.

Geraldo, un alemao emprendedor, tenía en las inmediaciones del arroyo Canal Torto un almacén de ramos generales al que todos llamaban “El boliche de Geraldo”. Se había instalado en la zona y por su habilidad comercial entendió que era más redituable poner un negocio para venderles a los pobladores que laborar la tierra.

Geraldo comprendía muy bien los usos y costumbres de sus compatriotas, y aprendió rápidamente los hábitos de los demás agricultores. Desde muy temprano abría el boliche, ubicado en las cercanías de Santa Rita y atendía de corrido. Al mediodía dejaba entreabierta una ventana, donde los clientes con un golpe de manos alertaban al dueño del negocio, que los atendía con alegría.

Así todos los días, a excepción de los sábados, que tenían otro color. Ese día el lugareño venía a realizar las comprar para toda la semana, y buena parte del mes, tenía tiempo y lo utilizaba.

Uno de ellos, Vanderlei, a las 7 de la mañana se acercó al boliche justo cuando Geraldo iniciaba la jornada, el saludo como era de estilo enmarcado en el regionalismo del portuñol. Ese dialecto que utilizaban los habitantes de la Triple Frontera, que podrá definirse como una mezcla informal de elementos lingüísticos provenientes del portugués y del español. Una composición de un entorno comunicativo amplio y muy maleable, no imbuido de un marco unificado, ni reglas claras y definitivas. La gente se entendía.

Con todo el tiempo del mundo Vanderlei se sentó en una silla de las mesas del boliche y pidió como para desayunar una botella de cerveza.

–¿Cómo vai, rapai? -preguntó.

–¡Muito contento, trabalhando! –agregó Geraldo.

El dueño del boliche sabía que el hombre vino a realizar compras mientras Isolina, su mujer, se ocupaba de las tareas del hogar en compañía de los niños; el cliente tenía sus tiempos y el vendedor su paciencia. Como a la media hora, cuando la botella estaba por la mitad, le solicitó un sándwich de “galleta y mortadela”, le explicó que estuvo haciendo un rozado durante la semana mientras el vendedor le prestaba atención antes de prepararle el pedido.

Vanderlei era el típico alemao, descendiente de los alemanes del sur del Brasil, guapo para el trabajo y de sonrisa fácil. Geraldo era como un actor de teatro: festejaba los dichos al recién llegado y guardaba cierto silencio con los que hablaban poco.

Antes de terminar el contenido de la bebida espumante le requirió otra botella mientras pausadamente completaba el surtido. Harina, azúcar, sal, fideos, arroz, esencia. Llegaron otras personas, conocidos entre ellos, intercambiaron saludos y adoptaron la misma posición que Vanderlei. El comerciante sabía que el cliente siempre tiene razón y la permanencia en el local le agregaría un plus en las ventas.

Los brasileños tienen nombres y apellidos largos, pero como en el fútbol, son conocidos por su apodo: Pelé, Vinicius, Ronaldo, Mosquito. Luego de unos tragos, el ambiente del negocio se termina convirtiendo en una feria, todos hablan, todos se ríen, disfrutando el momento de encuentro.

El bolichero anota en un cuaderno las mercaderías que van entregando a cada uno, no les cobra porque saben que no es el momento de retirarse, y comienza a ejercer su habilidad para la venta, saliendo del rubro de los comestibles para ingresar en la vestimenta.

–¡Tein casaca pra voce! -y le exhibe.

Siempre le compran un vestido para la doña de la casa y para los más pequeños.

Para contrarrestar la cuarta cerveza, Vanderlei pide otro sándwich de galleta y mortadela, los demás lo imitan y con aire sobrador el dueño del boliche inquiere:

–¡Voces seu meus amigos, eu quero servi-los o melhor! –

–¡Valeu! Un brindis entre todos.

A las 11.30 en el boliche del Canal Torto hasta frazadas se vendieron y la cita no termina, tampoco la cerveza compartida, mientras se acercan otros clientes que vienen a buscar algo específico y se retiran.

Las charlas en voz alta giran en torno al clima, a las crianzas que van creciendo, a los trabajos y la ausencia de algún vecino enfermo. Se ofrecen para ayudar en la carpida mientras el hombre mejora su salud; son las reuniones sociales del boliche las que suplen el esforzado trabajo semanal realizado en soledad o acompañado por los hijos más grandes.

Geraldo entiende que estas personas no sólo le dejan un rédito económico, él también es parte del entorno y les retribuye la fidelidad que los agricultores semanalmente le prestan. Pasado en el mediodía retornan a sus hogares con los enseres a cuestas, felices con lo mucho o poco que tienen.

Ya vendrá el lunes para tomar las herramientas de trabajo, el malacate o la azada para la carpida, con la esperanza al menos de que la vida les retribuya tanto esfuerzo.

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