Muro de viento

domingo 18 de septiembre de 2022 | 6:00hs.
Muro de viento
Muro de viento

Acomodamos tres hileras de bancos, esos largos de madera que guardábamos en el lavadero para las fiestas de cumpleaños. Detrás, las sillas para los grandes. Antes de buscar el último banco, mi hermano se puso los anteojos e hizo un círculo con la birome en el almanaque de la cocina. Lo enderezó en el clavo y con el dedo sacó una telaraña. Leí: 20 de julio de 1969. En uno de los bordes, arriba de los números, una fotografía borrosa tenía un nombre que me costó deletrear: Werner Von Braun. Sin hacernos rogar arreglamos la sala en donde ya estaba instalado el televisor, sobre una mesita alta, de metal, que largaba destellos plateados cuando le daba el sol. Tenía ruedas para trasladar la tv de una habitación a la otra, aunque por el momento nadie tocaba nada, excepto papá. Pasábamos delante del aparato y nos deteníamos a mirarlo; el televisor permanecía apagado y con una funda por encima. En un acto de arrojo le saqué la funda, lo acaricié y miré por dónde salían la antena y el enchufe. Papá lo había traído hacía dos días para ver el alunizaje. Prohibió a la familia que le pusiera un dedo encima, no fuese a pasar que se descompusiera y no pudiésemos ver cómo el hombre pisaba la luna.

Papá era astrónomo aficionado y cada madrugada en la terraza intentaba descifrar esa inmensidad oscura, la bóveda celeste, que no tenía nada de celeste a esa hora de la noche, y enfocaba a las estrellas con el telescopio. Anotaba números y signos en unas libretas chiquitas de tapa dura, levantaba los ojos y se quedaba perdido por largo rato en algún punto del vacío; cuando murió, cuatro inviernos después, las libretitas anduvieron deambulando por la casa, de un cajón a otro, hasta desaparecer. Ese día agradecí al cielo, y a quien mi padre buscaba en ese sitio, que el hombre llegara a la luna. Estábamos cansados de ir por las tardes a la casa de Ricardito Romañoli para ver Jim West. Mirábamos la serie sin respirar, capítulo tras capítulo, poseídos por la historia. ¡Por fin estrenábamos nuestro propio televisor! Con mi hermano salimos rápidamente a contarlo al vecindario. Nos paramos en la esquina, como quien no quiere la cosa, él con un pie apoyado contra la pared del baldío se acomodaba los anteojos, yo mirando hacia todos lados para ver si aparecían los chicos. Siempre llegaba alguno, entonces sacábamos el tema; mi hermano levantaba una ceja y decía mirando hacia lo lejos:

-Compramos el televisor más caro y más grande que se consigue. Impostaba la voz que, a veces, le salía de pito. Luego carraspeaba como si las migas de una tostada le raspasen la garganta. Tenía cabeza chica, rulos que mamá le cortaba al ras y anteojos como Clark Kent; sus orejas eran enormes y en vez de pegarse a la cabeza sobresalían hacia los costados. Cuando peleaba con alguno de los chicos le gritaban, ¡Pantalla!, pero él hacía como que no escuchaba.

Para el alunizaje mi hermano se armó una escafandra con una caja de cartón medio húmeda que había subido desde el sótano y que secó al sol. Le recortó la parte delantera y le pegó un papel celofán para mirar desde allí. Decía que era Neil Armstrong, el jefe de la expedición y que a mí, por ser el más chico, me correspondía ser Aldrin, el segundo piloto del módulo lunar.

II

La cocina de nuestra casa estaba separada de la parte principal por un largo pasillo que en la mitad tenía una hendidura de metro y medio: allí mi abuela colocó la heladera. Disimulaba, en uno de sus costados, la puerta que daba al sótano, al que teníamos prohibido bajar. La empleada lo hacía, de tanto en tanto, llevando cosas que ya no se usaban en la casa pero que mi abuela no quería tirar. Con mi hermano le sacamos la llave sin que se diera cuenta y la escondimos dentro de una zapatilla que guardábamos al fondo del ropero. En el sótano había botellas vacías de whisky, gin y coñac (algunas rotas), del tiempo en que mi abuelo vivía; diarios mal apilados contra una de las paredes, carpetas en desuso, latas con tuercas, clavos y tornillos oxidados, una mesita a la que le faltaba una pata, dos sillas sin asientos, ollas sin mangos, un colchón con los resortes para afuera y un respaldo de cama. Las telarañas descendían desde el techo hasta el pico de las botellas, Abríamos la puerta y un olor agrio, húmedo y frío, comenzaba a envolvernos. A mí me daban ganas de vomitar, pero no decía ni mu. En las siestas de verano, mientras los grandes dormían, era el mejor momento para bajar. Algunos peldaños estaban podridos y cuando prendíamos el foco, sucio de tierra y de cagadas de moscas, oscilaba ligeramente y parecía querer apagarse; el corazón se me desbocaba pensando en que la puerta se cerraría de golpe y nos quedaríamos prisioneros para siempre, muertos de hambre y de sed. Una vez, encontramos una revista con mujeres desnudas. Se la mostramos a los chicos del barrio, pero antes les cobramos cincuenta centavos al que quería verlas. Mi hermano subió del sótano la caja para hacerse la escafandra. No me dejó ayudarlo ni permitió que buscara una para mí, decía que los segundos debían arreglarse con algo inferior; me tuve que conformar con una de zapatos que me cubría la mitad de la cabeza.

III

Papá estaba desconocido: siempre había sido callado, taciturno, como ido del mundo. Cuando mamá le tiraba de la manga para que la escuchase me daba cuenta de que ni siquiera aterrizaba, sólo nos miraba sin reconocernos desde el fondo de sus ojos de agua. Luego de un rato caía en la cuenta de que estaba con la familia y de manera torpe, indecisa, se acoplaba a la conversación. Pero había cambiado radicalmente, se levantaba eufórico y tarareaba una melodía que había escuchado por la radio. A la noche, en la terraza, alumbrado por una lámpara, escribía signos, rayas y números, en sus libretas de tapa dura. Me invitó a subir, me permitió mirar por el telescopio y me explicó que en noches oscuras como esa podíamos ver miles de estrellas brillando ante nuestros ojos. Si pudiésemos flotar en el espacio, como un astronauta, divisaríamos tres mil más, me dijo, el horizonte no nos taparía el resto del cielo como en la superficie de la tierra; éramos privilegiados, y agregó: veíamos constelaciones que sólo pueden contemplarse desde América del Sur. Quizá, decía, era el azar el que dispuso las estrellas de tal forma en el firmamento boreal, ¿quién podía saberlo? Me mostró: Venus, Sirius, Rigel y la Osa Mayor. También la Estrella Polar y la Constelación de Orión. Dijo que hubiese querido flotar y flotar en el espacio para comprender el significado de todo —creo que dijo el todo, pero que había nacido fuera de época. Fue la vez que más escuché hablar a papá. Se había convertido, en cada una de nuestras cenas, en el centro de la conversación. Agitaba las manos para expresarse y relucía en su anular el anillo de sello que tenía calado en oro la primera letra de nuestro apellido. Repetía, una y otra vez, mientras devoraba la torta de naranja que había hecho la abuela, lo que veríamos por televisión. Con mínimos detalles describía al módulo Águila, su descenso sobre la superficie de la luna en la zona que llamaban Mar de la Tranquilidad; ensalzaba a Werner Von Braun y creo que hasta se peinaba como él; nos contaba precisiones de los trajes de los astronautas, la presión de la cabina, la falta de gravedad y el combustible que se usaría en la misión Apolo 11; la velocidad para salir de la órbita terrestre y hasta cómo podrían orinar los astronautas dentro del traje. Nosotros corríamos a la esquina y se lo repetíamos a los chicos; para esos días ya esperaban ansiosos a que llegáramos, sobre todo Ricardito Romañoli, que nos miraba con los ojos grandes y la boca abierta. La noche previa al alunizaje, papá no se acostó: caminó todo el tiempo de una habitación a la otra. De tanto en tanto se le caía un lápiz o alguna de sus libretas, que resonaban en el silencio de la casa en forma difusa al igual que sus pisadas crujiendo sobre el parqué. Al mediodía la platea estaba lista. Él, cada hora, prendía el televisor, controlaba la imagen, lo apagaba, y volvía a colocarle la funda.

Pidió desayunar tocino con puré de manzanas, lo mismo que los astronautas antes de pisar el suelo lunar. Mi abuela se enojó: no conseguía el tocino por ningún lado y tuvo que encargárselo al verdulero que se lo cobró un ojo de la cara. Mi papá, como nunca antes lo había hecho, metió la mano en el bolsillo y sacó unos cuantos billetes; la abuela se los guardó rápidamente en el delantal. Todavía no había llegado a casa el televisor cuando los astronautas, en cuarentena, dieron la conferencia de prensa. Nos contó con suma precisión lo que la NASA había inventado: un muro de viento. Era para impedir que los tres hombres se contaminaran con las bacterias que andaban por ahí. Papá sopló fuerte —moviendo las manos y los brazos como aspas de molino para imitar la brisa que rodeaba a los astronautas mientras daban la conferencia dentro de una jaula, envueltos en esas corrientes de aire. Se me pararon los pelitos de los brazos pensando en ese frío y un repentino vacío en el estómago me puso un poco triste. Después del desayuno papá dijo que le había caído mal el tocino y le pidió a mamá que le trajese el bicarbonato de sodio que la abuela usaba para las tortas. Se sentó en el sillón rojo y agachó la cabeza entre las piernas. A la tarde comenzó a cerrar ventanas y puertas para probar la oscuridad, aunque no hacía falta pues se venía la noche. El que quiera comer que vaya a la cocina, nos advirtió mientras prendía el televisor. La imagen se vio con una fuerte lluvia; comenzó a tocar botones, sacar y correr enchufes, reorientar la antena; lo veía transpirar, con el pañuelo arrugado se enjugaba la frente, después se detenía a pensar y comenzaba de nuevo todo el recorrido de enchufes, cables y uniones. Cuando logró nitidez en el blanco y negro respiró profundo y sus ojos claros, hipnotizados, se prendieron a la pantalla. Nos indicó nuestros lugares y que hiciéramos silencio, silencio absoluto, era éste un momento histórico. Y trajo la Nikon para fotografiar lo que pudiese. Las vecinas se sentaron en la primera línea de bancos, los amigos que no tenían tele en la segunda, y mi hermano y yo en la tercera. Mamá, la abuela, la empleada y papá en las sillas. Mi hermano trajo la escafandra de cartón y se la probaba a cada rato. Los ojos no llegaban a mirar por el celofán y estornudaba por culpa del moho que no había podido quitar. Mamá apareció con bebidas y galletitas, pero papá se las hizo llevar de vuelta: el que tuviese ganas de comer que se fuera a otro lado.

-En este sitio hay que concentrarse. La abuela había cobrado la pensión, y como todos los meses, pasó por Bonafide y trajo obleas bañadas en chocolate. Agregó bombones y caramelos de miel. Desenvolvió uno y nos pasó la bolsita, pero papá le pegó un grito tan fuerte que no logró metérselo en la boca. Aproveché el nerviosismo de la sala para bajar al sótano. Por la tarde había preparado el terreno. Me llevé la linterna de papá, puse una traba en la puerta y descendí con cuidado. Busqué la botella petisa, gorda y de pico grueso y la guardé en la cocina junto a la sábana rota que había sacado de la pieza de planchar. En la sala, mi hermano se estaba mandando la parte con los amigos de la segunda fila. Se le había dado por hablar con los términos que usaban en la misión Apolo, y en ese momento decía maniobras de aproximación.

Papá controló que la puerta que daba al patio no estuviese abierta. Por el patio se subía a la terraza en donde él miraba las estrellas. La noche cerrada y el silencio de la ciudad, ese 20 de julio, nos unía con un manto de asombro. Era difícil de creer, parecía una película. En el comienzo del alunizaje no voló ni una mosca, ni siquiera movimos la cabeza. Desde ese cuadrado mágico, a cuatrocientos mil kilómetros de la tierra, dos hombres se movían con dificultad por la superficie del ojo redondo y blanco que nos alumbraba por las noches. Empecé a bostezar. Demasiadas emociones fuertes. Mi hermano hacía ruidos con la boca. Armstrong caminaba con pequeños saltitos sobre el polvo lunar y, con breves interrupciones, a través de la estática, repetía. Este es un paso pequeño para el hombre y un salto gigantesco para la humanidad. Papá comenzó a aplaudir y nosotros lo imitamos. Me di vuelta y pude ver cómo le brillaban los ojos. Por la nariz le salían unos sonidos acuosos, como soplidos, y la mirada se le ensanchó al reflejo de la pantalla. Mi hermano quería ponerse la escafandra, pero no le entraba. Hacía esfuerzos ensanchando los costados de la caja. Interfería la visión del alunizaje y nos empezamos a desconcentrar. Papá le sacó la escafandra de un tirón y se la hizo volar hacia atrás. Quedó dada vuelta entre las sillas y la puerta del patio. Por un rato nos quedamos quietos, pero luego mi hermano se agachó y en cuatro patas salió de la fila. Yo lo seguí. Busqué la sábana rota y me la puse imitando el traje de Aldrin, la caja de zapatos sobre la cabeza, y en una mano la botella petisa y gorda de pico ancho. Me paré detrás de la platea y por delante de la puerta del patio. Mi hermano recogió su escafandra y empezamos a caminar a los saltitos como los astronautas sobre el suelo lunar. Me levanté la sábana y oriné en la botella, pero no pude embocarle por completo y le mojé las zapatillas. Gritó. La mano de papá se levantó hacia lo alto, me agaché, y pasó como un huracán hacia la frente de mi hermano. Trastabilló y cayó de espaldas sobre la puerta. En un segundo una montaña oscura le creció encima de la ceja; la primera letra de nuestro apellido se leía clarita sobre la carne hinchada. La puerta se abrió de golpe con la caída y una bocanada de frío se desparramó entre los bancos. Y por si esto fuera poco, cuando se levantó, pisó un petardo que yo guardaba para festejar y que se me había caído del bolsillo. Aunque parezca extraño no recuerdo el estallido ni el ruido de las sillas al caer, pero sí tengo presente el sonido de lluvia que hizo el televisor al perderse la conexión. El frío de la noche trajo olor a pólvora, a cenizas de fogata. El viento irrumpió de golpe y nos desacomodó.

IV

Me escondí en el sótano. Paralizado en el primer peldaño no podía parar de temblar. Los pasos iban y venían de la sala a la cocina. Por mucho tiempo los escuché hasta que cesaron, entonces me fui derecho a la habitación. Los anteojos de mi hermano, sobre la cómoda, eran un montoncito de escombros. Se sostenía con las dos manos una bolsa de hielo sobre la frente y una venda empastada en algo grasiento y marrón le envolvía el pie izquierdo. Nunca había visto un animal acorralado, pero en ese momento supe cómo era y qué sentía. En la penumbra, hecho un ovillo sobre la cama, el brillo de los ojos de mi hermano taladraba los metros que nos separaban.

V

Al otro día, cuando me animé a salir de la habitación, vi que papá ya no llevaba el anillo. Siguió inclinado sobre sus libretas de tapa dura, escribiendo números y signos indescifrables.

VI

Después de esa noche mi hermano tomó distancia. Supongo que como no podía enojarse con papá se enojó conmigo. Empezó a juntarse con chicos más grandes y me dejó de lado. Ya no bajábamos al sótano ni íbamos de Ricardito Romañoli. Pegó un estirón y mamá dijo que se parecía a Mahatma Gandhi. Se miraba en el espejo la pelusita que le estaba saliendo debajo de la nariz, y se encerraba en el baño cada vez más seguido. Creo que fue en ese momento cuando comenzó a dejarse crecer el cabello; o quizá fuese al otro verano, no lo recuerdo bien. De lo que sí me acuerdo es que yo hice dos cosas: le escondí los anteojos nuevos y pinté en la pared del baldío, con mayúsculas, la palabra OREJÓN al lado su nombre.

VII

Cuando volvimos de enterrar a papá, la abuela sacó el estuche con el anillo de sello, que siempre perteneció a los varones mayores de la familia, e intentó dárselo a mi hermano. Él hizo una mueca, se acomodó el pelo lleno de rulos que ahora le llegaba hasta los hombros, y agarró con fuerza la mano de la chica que me gustaba desde hacía meses. Me miró de reojo con su mejor sonrisa y salió cuchicheando con ella hacia la calle.


El relato es parte del libro Mamá quiere ver las rosas y otros cuentos, editorial Contexto. Severín tiene publicado además Helada Negra (2016), Muda (2018), La Tigra (2018), entre otros.

Patricia Severín

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