La caída

domingo 18 de septiembre de 2022 | 6:00hs.
La caída
La caída

El plan que había trazado la noche anterior, era acampar bajo el gran Incienso, un árbol gigante que había descubierto en una de sus exploraciones. Según sus cálculos necesitaba dar 12 pasos para rodear su tronco y cada vez que se sentaba a su sombra, Timbó sentía que el viejo árbol le hablaba.

Pero a último momento decidió tomar otro camino. Sabía que lo encontrarían rápidamente si se quedaba allí, por lo que debía atreverse a llegar un poco más lejos de lo que había estado jamás. Tenía el recuerdo de un gran río a unos 10 kilómetros  justo al pie de los cerros azules.

La Sierra Central es una masa impenetrable de selva que atraviesa la provincia de Sur a Norte, cientos de kilómetros hasta llegar a las imponentes Cataratas del Iguazú. Desde la casa de su tío Juan, cuando el sol caía sobre los cerros, las copas de los árboles eran un manto oscuro que se perdía en la lejanía.

Caminó hasta el mediodía sin pausa y estaba exhausto cuando al fin pudo llegar a los primeros árboles, se detuvo y por un instante pensó que quizá no era una buena idea.

No conocía esa zona y estaba a varios kilómetros del pueblo, pero se convenció a si mismo que allí podría esconderse por uno o dos días, sin que lo encontraran de ninguna manera y así verían que no podían obligarlo a viajar contra su voluntad.

Miró a Tigre, que impaciente ya se había internado entre los árboles, y tomado el machete de su abuelo que relucía ante los rayos verticales del sol, entró al monte.

Al poco tiempo de andar, encontró lo que parecía ser la huella  de algún pequeño animal. Algunos bichos van por la selva usando siempre los mismos senderos, así que debajo de una tupida cantidad de lianas y pequeños árboles se puede seguir el rastro que generalmente lleva hasta algún curso de agua.

Todos los animales buscan el agua -pensó- y  pudo ver en el barro huellas frescas de lo que parecía ser una manada de Agutíes o pacas, grandes roedores del tamaño de un cerdo y pelaje marrón claro.

Tigre, que había olfateando el rastro mucho antes que él lo viera, salió disparado buscando el lugar hacia donde iban los animales. Llegaron pronto a un gran arroyo, y fueron bajando por sus orillas buscando un claro donde acampar.

Luego de varios minutos de luchar contra el monte cerrado, oyó a lo lejos lo que parecía ser una cascada.

Tuvo que seguir por varios minutos un improvisado camino al borde del agua hasta llegar al fin a divisar entre las hojas el lugar de donde provenía el sonido.

Era la cascada más hermosa que había visto jamás.

El agua caía desde una gran altura, sobre las piedras que formaban grandes escalones. Debajo se había formado una olla de agua bastante profunda, de una hermosa tonalidad esmeralda.

Se encontraba en el medio de un gran semicírculo, cerrado por uno de sus lados por un gran paredón de piedra arenisca, allí, semi-oculta por la vegetación Timbó pudo ver lo que parecía ser la entrada de una cueva o gruta.

Los árboles, que crecían en todo el contorno eran tan altos que los del nivel inferior superaban por varios metros la altura de la cascada, Timbó decidió que el lugar era perfecto para acampar y comenzó a  buscar un sitio donde armar la improvisada tienda.

El calor resultaba insoportable, y la larga caminata lo había agotado, dejó por un momento los preparativos y quitándose la remera se metió al agua, al pie de la caída de agua. Era un lugar magnífico.

Los altos paredones formaban una fortaleza infranqueable, un desfiladero que era como una gran caja de resonancia. Golpeó las manos y el monte le devolvió el eco repetido como un repiqueteo de tambor.

Había allí un silencio que solo estaba cruzado por el sonido del agua resbalando sobre las piedras y el murmullo de innumerables aves invisibles tras el follaje.

Estaba haciendo ondas sobre el agua, viéndolas crecer bajo el reflejo del sol; como si fuera él un planeta poderoso y giraran a su alrededor miles de estrellas, cuando vio venir siguiendo el curso del arroyo, entre las paredes verdes de vegetación, a una gigantesca Mariposa Azul.

Las alas debían tener el tamaño de dos grandes manos, y se movían como si un cordel invisible las jalara desde lo alto, nunca había visto unas alas de ese tamaño.

La mariposa dio varias vueltas a su alrededor, luego voló hasta lo alto del salto y se posó allí. Timbó quería verla de cerca y comenzó a subir por las piedras mojadas.

Sus pies se afirmaban a la dureza como dos pequeñas garras, e iba subiendo, mientras el agua le caía por todo el cuerpo, empapándolo.

Fue subiendo cada vez más alto, agarrándose de las raíces y ramas que colgaban sobre las gradas naturales y cuando llegó a la cima, exhausto, contempló desde la altura la cabellera blanca del agua que caía desde una altura de 4 o 5 metros.

La mariposa, se había posado en la piedra mayor, cerca de las cascadas principal y se quedó mirándola absorto. De sus alas, golpeadas por el sol del mediodía, salían unos hermosos destellos.

Las movía lentamente, y estaban cubiertas por pequeñas gotas como perlas de rocío.

Se acercó por detrás, con sigilo, como había visto hacer a los gatos cuando acechan algún ave y separando con sus manos las campanillas anaranjadas de una enredadera que caía sobre el agua, se deslizó sobre su vientre hasta que estuvo a solo dos metros de la mariposa que seguía moviendo sus grandes alas azules sin inmutarse.

Cuando la tuvo tan cerca que creyó poder tocarla, estiró las manos y dio un salto intentando atraparla.

La piedra sobre la que estaba la mariposa desapareció un instante de su vista y el sol le dio de pleno en la cara, cegándolo.

Sintió por un instante la fría piedra mojada resbalando bajo sus pies y cayó al vacío.


El relato es parte de Las aventuras de Timbó (cap. 3), libro próximo a editarse. Acuña es oriundo de Campo Viera, Misiones. Blog del autor: lanavedelpoeta.wordpress.com

Luis Alberto Acuña

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