El bosque de los fundadores

domingo 11 de septiembre de 2022 | 6:00hs.
El bosque de  los fundadores
El bosque de los fundadores

La desaparición de Ruy Rivas no despertó gran conmoción. Era un empresario, octogenario, conocido y envidiado por los mediocres que no habían prosperado. Sí generó curiosidad, claro. Sobre todo cuando, a pesar de su edad, el hombre presumía agilidad. Fue visto por última vez manejando un auto costoso. El mismo auto fue reportado en las cercanías del bosque de los fundadores, sin rasguño alguno. Luego de tres mañanas de rastrillajes infructuosos, se desestimó el caso. Había herencias a repartir. Yo jamás dejé de preguntarme cómo había llegado hasta esa porción muerta de la ciudad. Era la porción central, puesto que todo había crecido en torno a aquel bosque por razones obvias. En algún momento, el lugar fue considerado maldito y de culto, se quedó con esa reputación y nadie hizo algo al respecto. Allí se erguía frondoso y enigmático, los botánicos de la zona decían que se trataba de distorsiones rancias de especies autóctonas, nada más. Pero continuaba siendo un enorme territorio cubierto de árboles, nadie osaba arrasarlo. La vida se apagó en sus cercanías y la ciudad siguió su rumbo dejando una aureola de calles poco transitadas y viviendas abandonadas. 

Visité el lugar, quería ofrecer mis respetos al desaparecido. Me hubiese gustado conocerlo, recibir recomendaciones. Admiraba los logros de Ruy Rivas. El sol de la mañana parecía ser impotente en las profundidades de aquella tupida arboleda. Me acercaba paso a paso y el silencio se hacía cada vez más intenso. Me sentía incómodamente poderoso ante aquella oscuridad. Mil ojos me invitaban a través del vaho matutino que se escurría por el barro oscuro del suelo. Cuando estuve por dar un paso más, apareció un anciano de voz suave rogando que me detuviera: 

 

—Mi padre trabajó en este lugar antes de que yo naciera —me dijo —. Inclusive antes de conocer a mi madre. Limpiaba y cuidaba las plantas. No era el más sofisticado de los trabajos, pero para él era perfecto. Sus creencias respetuosas permitieron que se manejara de manera adecuada en este terreno cubierto de una energía distinta desde sus inicios. Una de las ventajas era que nadie molestaba. Las atenciones estaban puestas en el dolor, en la pérdida, en cualquier parte menos en los detalles de la tarea. No todos los días ingresaba un huésped. Y me permito el eufemismo usado en aquel entonces por los jefes del lugar, porque era un parque exclusivo, el último lugar en el cual podrían presumir su condición social. Al comienzo, el negocio explotó porque el cementerio público de la ciudad había dejado de ser pacífico, con visitas a toda hora y todos los días. Además, con el correr de los años había adquirido un aspecto intimidante porque su diseño general no conocía más límite que el criterio estético de cada familia que llevaba un cuerpo. Su capacidad estaba agotada, las cruces estaban cada vez más pegadas y los mausoleos abarrotados. Aquí, por el contrario, había reglas que debían ser respetadas. Era el Cementerio de los fundadores.

 

Mis ojos reclamaron al anciano unos segundos de silencio. Desconocía los inicios del bosque y quería procesar la información. Pero él continuó:  

 

—El cementerio de los fundadores ofrecía parcelas delimitadas que formaban pequeños jardines en torno al difunto. El éxito de la empresa había echado raíces, literalmente, en la porción de la población que podía costearlo. “Permita que la muerte se transforme en vida en nuestro bosque”, decía el petulante eslogan, aunque su eficacia fue incuestionable. Las condiciones climáticas subtropicales brindaban un mundo de posibilidades. Después de cada entierro, mi padre ayudaba a plantar un árbol joven a elección de la familia y a veces hasta del mismo futuro “huésped”. “Con los años, las raíces buscan profundidad; un cajón de madera jamás las detiene en su búsqueda de minerales. Se funden con el cuerpo formando un ser vivo con identidades miscibles”. Esta retórica casi poética la repetían los dueños de memoria. Para los que trabajaban en el cementerio, sin embargo, no eran más que sencillas marcas del predio. Sabían que el sol salía por el lado del naranjo Ibarra, que había una colonia de murciélagos en los mangos Dorreño y que el más alto era el lapacho Módena, todos apellidos prominentes. Los bolsillos abultados limpian la reputación, pero solo fuera de los límites del bosque. Lo que vale dentro de este lugar, es lo que está acá en el pecho— dijo dándose dos palmadas en el corazón. Se detuvo una vez más, mientras yo respiraba una fragancia de muerte que me daba paz. Luego continuó:

 

—Durante algunos años todo transcurrió con normalidad, pero gradualmente un liquen oscuro comenzó a formarse en el lapacho Módena. Parecía el equivalente a una infección cutánea, de consecuencias meramente estéticas. El liquen no mataba al árbol, lo transformaba. Permanecía vital pero opaco, con ramas inclinadas hacia el suelo y el tronco encorvado, casi pidiendo perdón. No floreció aquella primavera, el proceso se detuvo en pimpollos oscuros que despedían un polen pestilente. Luego de un tiempo, la misma desgracia afectó a casi todos los demás árboles, salvo contadas excepciones que terminaron por perderse en la oscuridad dominante. El bosque ya no era hermoso, no había brillo, ni pájaros, ni murciélagos, ni siquiera insectos. Restaba el sonido de hojas cubiertas de un color verde fangoso frotándose entre sí, y durante las noches, al ocultarse el sol, el rechinar de troncos y cortezas que parecían inclinarse un poco más con cada centímetro que ganaban de altura. Esquivaban el cielo, al punto de comenzar a entrelazarse entre ellos mismos. En aquel bosque, la muerte seguía siendo muerte. No había nada más que vender. La lentitud de la transformación libró a los dueños de quejas inmediatas. Sin embargo, a su debido tiempo, la descendencia de los cuerpos a los que se les había prometido un paraíso de colores decidió entablar una batalla legal y fue así como la empresa quebró. Los cuerpos quedaron ahí, para los descendientes era cuestión de no pagar más. Mi padre fue el último en perder su empleo por ser el más viejo en aquel momento. No quiso trabajar en ningún otro lugar. Vivió conmigo hasta el día de su muerte. Tres de sus compañeros debieron irse antes, no tuvieron su suerte. Tampoco un hijo que pudiera cuidarlos, sino lo opuesto. La parte de la historia que da la explicación que usted se debe preguntar es el éxito económico que estos tres hombres tuvieron después. El primero fue Jaime Sokil, un sujeto tosco, ambicioso que se encargaba de los coches. Instaló su propio taller mecánico. Al poco tiempo ya estaba comprando, reparando y vendiendo. Así el dinero comenzó a llegar en flujos incontrolables. Él presumía buenas estrategias de negociación. Se lo escuchaba seguro y pulcro. En aquellos días, mi padre confesó haber sentido atracción por la oscuridad de los árboles en más de una ocasión, sentir plenitud y poder. Pero sus creencias y experiencia en el parque le recordaban dónde se entrelazaban las raíces de todos aquellos árboles. Justo en el momento en el que parecía claudicar a la tentación, Sokil volvió a aparecer para decirle que dejara su trabajo, que el cementerio iba a quebrar. También fue a presumir su posibilidad de ayudar. Al parecer el bosque le había dado seguridad, astucia y suerte, pero algo en la mirada de Sokil había cambiado. Mi padre lo notó y por esa razón permaneció alejado del bosque haciendo tareas administrativas hasta que lo despidieron. Los otros dos casos fueron Rodríguez y Crispo. Sí, el mismo Crispo que desapareció hace veinte años. Rodríguez también un poco antes. Los tres en realidad tuvieron el mismo destino. Están ahí dentro, son parte del bosque. Es el precio por lo que pidieron. Te transforman, te pudren por dentro, como ellos. Entonces hay que regresar y ser abono para el bosque.  

 

El hombre dejó de hablar con la misma naturalidad con la que había comenzado. Se refería a hechos que habían ocurrido hace más de setenta años atrás. En el pasado de Ruy Rivas no podía haber vinculación directa con el antiguo cementerio. Cuando le hice esta aclaración, el hombre solamente sonrió diciéndome que él mismo le había contado esta historia a Ruy cuando se encontraba donde estábamos parados, reclamando prosperidad al bosque de los fundadores. Lo veo oscuro, pero también lo veo hermoso. Sigue siendo el pulmón de mi ciudad. Mil ojos me llaman una vez más.  

El cuento es parte de Neaconatus JAM, Selección Narrativa Joven de Misiones. Borkoski ha publicado El Sueño Radovan (2020) Los diablos blancos (2016) El puñal escondido (2011) y Cetrero nocturno (2012)  y Cuentos breves, entre otros.

Sebastián Borkoski

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