Perdido en la selva

domingo 21 de agosto de 2022 | 6:00hs.
Perdido  en la selva
Perdido en la selva

Rápidamente se internó entre los árboles. Sorteaba las piedras y los arbustos, que se entrecruzaban con los yuyos que crecían por doquier. Cardoso no sabía a dónde dirigirse. Su única preocupación por el momento era internarse en el monte; pensaba que debía alejarse de todo ser humano, en quien su mente sobreexcitada veía un enemigo para su seguridad.

La mañana era clara y luminosa y el sol todavía bajo no molestaba. Un aire liviano y fresco le daba fuerzas para seguir andando y conforme se adentraba en la espesura, que cubría totalmente el cerro, se tranquilizaba. El no haber sido interceptado durante las dos horas de viaje, le hacía pensar que todavía no se había organizado su persecución y, seguramente, cuando ello sucediera, ya estaría a cubierto. Miraba los árboles como amigos protectores y, por primera vez, sentía ante esta vegetación la ternura que sentía por el río. De vez en cuando su mirada se detenía sobre los gigantescos troncos retorcidos y admiraba sus rugosas cortezas y sus brazos levantados al cielo azul, adornados de lianas y plantas trepadoras. Descubría orquídeas acunadas en los ángulos de dos ramas y esas flores delicadas, le parecían también un augurio favorable de la selva que por primera vez iba conociendo y que, como hijo de esta tierra, le cubría y ponía a salvo de todo peligro.

Los árboles no eran muy espesos y dejaban pasar los rayos del sol. Caminaba por piques naturales y seguía toda senda donde pudiera apreciar el paso de seres vivientes. La ascensión empezaba a fatigarlo y sentía calor. La falta de alimento le aflojaba las piernas y le producía temblor e inseguridad al caminar. Ahora, dándose vuelta en cualquier dirección, se veía totalmente oculto del mundo exterior y sintió temor al verse tragado por esta silenciosa y solemne telaraña vegetal. Ningún ruido turbaba este silencio imponente. Solamente el rumor apagado de sus pisadas y la rápida huida de algún pequeño reptil, eran tenues palpitaciones de vida, en la inmensidad verde. Empezó a preocuparse. Siempre pensó que la selva estaría poblada profusamente de pájaros que volarían entre las ramas de los árboles y de ruidos y de carreras de todos los seres que la pueblan, pero ahora comprobaba que nada de eso pasaba en este mundo nuevo para él. En cierto sentido esta paz se parecía a la del río inmenso, pero algo le decía que no era así... Sintió un escalofrío y la debilidad le hizo detenerse... Se secó el sudor de la frente con el revés de la mano y se sentó sobre una piedra, al pie de un esbelto lapacho que había sembrado de flores el piso... Respiraba agitado, mitad por la caminata y por el hambre y otro tanto por la nerviosidad de hallarse solo... En el río, las barcas lejanas y las grandes chatas acompañaban, pero acá... Uno podía morirse y quedar completa mente ignorado... Como los animales cuyas osamentas estarían escondidas en la maleza...

El sol estaba alto y Cardoso calculó que serían alrededor de las once. Hacía como cinco horas que se internara en el monte y el silencio le pesaba... Los párpados se le cerraban y una languidez total le iba privando de la conciencia. Su voluntad se anuló y resbalando sobre la tierra, apoyó la cabeza en la misma piedra en que estaba sentado y quedó profundamente dormido...

Cuando despertó vio allá arriba el cielo de un azul intenso. La sombra lo cubría totalmente y pensó que serían las cinco de la tarde por lo menos. La tranquilidad era total. El sueño le había descansado y el bienestar le entumecía los miembros. Hubiera deseado seguir así, tirado boca arriba, pero pronto en su conciencia entró la idea de que era peligroso el permanecer en la espesura. Habría que hacer algo, tratar de llegar a alguna parte, donde tuviera un lugar para dormir y algo que comer... El estómago lo sentía vacío y le dolía reclamando comida. Miró a su alrededor; sólo el silencio. Hubiera querido gritar, para que su grito hiriera este silencio y desgarrara ese velo de opresión que la atmósfera extendía alrededor suyo, pero no se atrevía. Le parecía que, de hacerlo, algún ser misterioso podría oírlo... El dolor del estómago se hizo más fuerte y recordó que todavía conservaba una de las dos galletas que le diera doña Eugenia. La sacó, sucia de tierra y de pasto aplastado y la limpió en el pantalón. Despacio, con movimientos lentos, la masticó saboreándola. El estómago dejó de dolerle y se sintió con más vigor... Pero ahora sentía la boca pastosa, tenía sed... ¿Cómo no había pensado en el agua?... Un escalofrío de terror lo paralizó... ¿Y si no encontraba qué beber?... Saldría de la selva y ya encontraría un rancho; sólo hacía falta ponerse en camino.

Se levantó y con decisión caminó hacia adelante. Avanzó, confiado en dirección a los árboles que veía frente a él. El paisaje de troncos, que a poca distancia se trenzaban y se separaban, le parecía familiar... Pensaba en lo terrible que era esta arboleda tan igual, que daba la impresión de estar siempre en el mismo sitio... Había oído decir que algunos se perdían en la selva, pero esos eran los mensús que huían de los yerbales, mucho más arriba, y que perseguidos a muerte no podían tener tranquilidad para tomar su rumbo, ni podían pensar en buscar un rancho donde poder tomar ni un poco de agua... No podía estar muy lejos, ya que sólo hacía unas horas que dejara atrás el camino sobre las márgenes del Yabebirí... En caso de que no encontrara una salida, con volver atrás, estaría nuevamente en lugar conocido. Iría hasta San Ignacio, evitando pasar por donde estaba la comisaría. Lo más que tendría que hacer sería el ocultarse de día y proseguir su marcha de noche. Haría su provista en cualquier boliche y seguiría hasta ponerse a salvo...

Las sombras descendieron como un pesado manto, sobre todo lo que lo rodeaba. Los troncos negros dibujaban sus imprecisas formas sobre un aire espeso y negro también, mientras arriba en el firmamento, los últimos restos de luz pintaban el cielo de un azul purísimo.

Se sentía en un mundo mágico y temeroso, mientras caminaba en la oscuridad. La selva espesa y enloquecedora lo tenía aprisionado en su tupida red y ruidos extraños lo sobresaltaban, mientras su retina parecía descubrir, moviéndose lentamente en la oscuridad, formas imprecisas y amenazantes... Todas las supersticiones y sucedidos que escuchara antes, se presentaban a su imaginación... Maldecía entre dientes su ocurrencia de internarse en la selva, mientras caminaba como un ciego siempre hacia adelante, sintiendo el sudor correrle por la espalda y mojarle las palmas de las manos. El miedo le atenazaba la garganta y sintió la lengua reseca, pero seguía caminando siempre como un animal asustado; y así anduvo durante horas, sin tener noción del tiempo... De pronto le pareció escuchar un suave murmullo y se sorprendió al oír chapotear su pie, que se hundía en el agua fresca del pequeño arroyo...

Se arrodilló y bebió ávidamente, mientras refrescaba su cara hundiéndola y mojando los hombros y el pecho. El fresco lo reanimó y le infundió valor a la par que le dejaba ver el extremo agotamiento en que se encontraba. A tientas buscó un grueso tronco y con los ojos muy abiertos, que trataban de perforar las tinieblas, se recostó dando descanso a sus músculos tensos... El sueño venció a su terror y cayó desplomado, sin que su fatigado cuerpo sintiera nada sino una profunda y total paz, más parecida a la muerte que al sueño.

Se despertó tarde. El silencio era total y un mundo fantasmal de innumerables troncos que se retorcían ansiosamente en busca de luz, emergía de las plantas silvestres que lo cubrían todo y que crecían hasta encima de los troncos caídos, que se pudrían lentamente...

La luz se filtraba tamizada por el espeso cernidor de las altas copas de los árboles. Cardoso miró a su alrededor y vio una tierra donde durante, cientos de años no había resbalado un rayo de sol. Una humedad pegajosa brillaba por doquier, aumentada por los restos vegetales en descomposición... Sin poderlo evitar, sintió un escalofrío que le recorrió la médula; se incorporó y trató de orientarse, pero ello era imposible. Ni siquiera podía apreciar de qué lado salía el sol. Bebió agua nuevamente a grandes sorbos y siguió adelante, al azar, confiado a la suerte que decidiría su destino...

Las horas pasaban lentamente, mientras un pequeño ser humano trataba desesperadamente de librarse del abrazo mortal de la selva. El desfallecimiento del hambre y el temor embotaban su mente y nublaban su vista, ante la que desfilaban con terrible similitud los árboles que lo aprisionaban, contorsionándose, en el inexplicable silencio de la selva... Sin poder medir las consecuencias, guiado por el instinto, comió unas pequeñas y ásperas frutas de color anaranjado y verdoso, que calmaron la sensación de vaciedad del estómago y que poco más tarde le produjeron retorcijones dolorosos... Se sentó, mientras con la boca reseca y creciente indiferencia, miraba todo lo que lo rodeaba...

Soñó que estaba en el río bañándose y viendo cabrillear el sol sobre el agua barrosa y al despertarse, tardó en comprender su situación; como un miserable y golpeado animal, se levantó y emprendió la marcha, con los ojos bajos, mientras tragaba con dificultad una saliva espesa, que asomaba por las comisuras de sus labios hinchados.

Camino durante toda la mañana... Los árboles dejaban pasar ahora algún que otro rayo de sol, que brillaba con luz fosforescente, entre la penumbra que lo rodeaba... Le parecía haber visto antes esos mismos árboles y pensó que no podía ser... Qué parecido era el lapacho que aparecía detrás de los árboles de tronco negro, al que dos días atrás le había dado su sombra cuando se durmió... Era raro que fuera tan parecido, pero los árboles se parecen más que los hombres... El suelo, que ya aparecía ante su vista, estaba cubierto de flores... Le alegró ver un árbol igual al que lo acogiera como un amigo... Sentía una incipiente dicha en el corazón. Hasta en la selva podía uno tener amigos... Pero ¿qué era eso que estaba al pie del árbol?... Un trapo blancuzco, sucio... El vello se le paró. Lo sentía en los brazos... Rápidamente, febrilmente se buscó en los bolsillos del pantalón. En los del saco, una y otra vez. Su pañuelo no estaba. Corrió a tropezones en dirección a ese minúsculo y flácido pedazo de tela, que le hacía desplomar encima el universo... Sí, era su pañuelo, caído al pie del lapacho del que partiera antes. El miedo lo envolvía con su manto húmedo y viscoso. Los músculos del cuello los sentía rígidos hasta producirle dolor... Quería gritar, maldecir, pero sólo pudo emitir un sonido inarticulado, ronco... Creyó que se iba a morir, porque vio que todo le daba vueltas... Tenía arcadas y la lengua hinchada y pastosa le producía repugnancia. Tuvo que apoyarse en el tronco de un árbol, mientras respirada despacio y profundo, trabajosamente, por el tiritar de temblores que sentía en todo el cuerpo.

Poco a poco se tranquilizó. Él era un hombre y no un gurí. Si se dejaba dominar por el miedo, como cualquier flojo, entonces sí que estaría perdido. Había girado dando una vuelta en redondo, pero al fin de cuentas, más valía que hubiera podido descubrir por su pañuelo, que eso era lo que había estado haciendo, cuando pensaba que iba en línea recta. Pensándolo bien, debía alegrarse de lo que le pasaba. Ahora debía poner sus sentidos más alerta y fijarse bien; sin duda la selva era traicionera, como también lo era el río para los que en él se aventuraban sin conocer sus trampas, que cobraban tantas vidas... Debía fijarse en las copas de los árboles, para ver la dirección de los rayos del sol. Todavía tenía dos horas por lo menos... Le sería fácil así, llevar la dirección hacia el oeste.

Por allí, antes o después saldría a descampado... Había visto en el colectivo los grandes cerros pelados más atrás. Sí, eso haría.

Confiado empezó a andar. Estaba seguro de la dirección que llevaba y esta seguridad le acompañaría, por lo menos, mientras hubiera luz. Ahora no miraba a los árboles como enemigos mortales; sabía que eran más bien amigos que lo dejaban pasar y a los que nunca volvería a ver... Qué formas raras tenían... A veces se parecían a cristianos que él conocía... Ese lomo era el de don Fermín el changador y aquella otra rama semejaba el pescuezo descarnado de Ña Adelina, la médica... ¡Pero la sed ésta que lo atormentaba! Los labios se le iban hinchando y se le pegaban. Cada tanto trataba de humedecerlos con la lengua, pero sólo un sarro pegajoso se le adhería, haciéndole restregarse la manga para limpiarlos... Miraba hacia arriba... No era cosa de descuidarse... Las copas de los árboles tenían manchas anaranjadas que cada vez se iban enrojeciendo más y el mismo vientecillo se sentía un poco más frío... ¿Pero qué era eso?... A través de los árboles, se veía una ancha faja de cielo... ¡Salía de la selva!... Había estado acertado... La dirección del sol... Corrió saltando sobre troncos húmedos, caídos sobre despojos vegetales que se pudrían... Por fin estaba libre de la opresión de los árboles enmarañados... Por fin veía todo el cielo que quería. Enfrente suyo, al trasponer el último árbol, se extendía un ancho terreno ondulado, lleno de pasto verde manchado de sol y de girones alargados de tierra roja... Pero después estaba otra vez la maciza maraña verde... Al frente y a los costados... Era sólo un claro de esta terrible selva que creía haber vencido... Pero no; muchos hombres se perdieron en este mar verde. Y hombres del monte, mientras que él era hombre del río y la primera vez que violaba la espesura...

No tenía valor para atravesar el claro e internarse nuevamente. Si tenía que morir, moriría allí viendo el cielo, pero no perdido entre troncos y ramas y arbustos espinosos que lo destrozaban. Se sentaría allí a esperar la noche y que pasara lo que pasara. Tenía su cuchillo y era un hombre que lucharía con desesperación... ¡Pero la sed!... Acá, al comienzo del claro, bajo este árbol, se tendería envuelto en su ponchillo. Estaba cansado, dormiría...

El sol del atardecer resbalaba sobre el pasto y coloreaba intensamente los árboles que estaban enfrente. Le dolían la cabeza y los ojos... Volvió la vista hacia su derecha, pensando en recostarse y quedó asombrado, sin dar crédito a lo que veía...

Al lado de un tronco, distante unos cuatro metros, de color oscuro y salpicado de parásitos verduzcos y blancos, estaba parado un hombrecillo muy pequeño, un verdadero enano, vestido de forma original; sombrero de paja de anchas alas y poncho casi amarillo, que le llegaba hasta los pies. En su mano derecha llevaba un bastón y lo miraba con sus ojos azules de niño, de gran belleza, ensombrecidos bajo el ala ancha. Lo miraba fijamente y sonreía...

Cardoso observaba al hombrecito con la boca abierta. No sentía ningún temor porque sabía que era inofensivo, pero no hubiera esperado el verlo nunca con sus propios ojos, como ahora lo estaba viendo. Ante su asombro, la sonrisa del Yasí Yateré, se acentuó... A Cardoso le asombraba que no silbara... Siempre había oído decir a los que habían visto al duende, que silbaba... Pero claro, con los labios distendidos por la sonrisa, no podría hacerlo... Sentía una atracción inexplicable por ese hombrecito; tal vez la misma que sentían los gurises que se internaban en la selva, guiados por su silbo, para tener el castigo que merecían por dar muerte a los pájaros...

-Soy tu amigo — musitó con voz ronca Cardoso.

El hombrecito le miró con sus grandes ojos azules, abiertos en gesto de infantil seriedad... Un silbido suave y armonioso llegó a sus oídos. El Yasí Yateré levantó su bastón y se dio vuelta, después de señalar con su punta a Cardoso; éste sintió que una fuerza extraña le obligaba a seguir al hombrecillo y con paso vacilante lo siguió a través de los árboles. Cada tanto el duende se volvía y su mirada era siempre muy azul, a pesar de que la luz del día se había ido y que la oscuridad era casi completa. Caminaron unos cincuenta metros y de pronto, al lado de un árbol más grueso que los demás se detuvo, señalando con su bastón hacia abajo... Cardoso que miraba sin voluntad, impulsado por extraña fuerza, lo vio esfumarse lentamente...

-¡Aní rejoteí, chamigo! (1) – gritó corriendo hacia el lugar en que estaba momentos antes.

Llegó excitado y su pie resbaló en algo húmedo. Un hilillo de agua cristalina, brotaba justamente donde el bastón había señalado. Cardoso bebió ávidamente, humedeciendo sus hinchados labios y su lengua reseca...

Luis Ángel Larraburu

(1) ¡No te vayas, chamigo!

Fragmento de la novela Bajada vieja, capítulo XV. Areu Crespo fue pintor, grabador, escritor y escribano. Nació el 20 de mayo de 1909 en Totana, Murcia, España. Se afincó en Posadas en 1933 y falleció en Buenos Aires el 2 de febrero de 1989.

Ilustración: Yasy Yateré, de Darío Ojeda. Óleo sobre lienzo

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