Desaparecido

domingo 21 de agosto de 2022 | 6:00hs.
Desaparecido
Desaparecido

Miré de reojo y vi que estabas ahí. Pero mi visión estaba concentrada en la porción de mozzarella con salame que tenía a treinta centímetros de mi boca. Después del primer bocado me atreví a levantar la vista y a mirar hacia donde estabas: no sé por qué me sorprendí de que siguieras allí, con tus sandalias bajitas y ese papel (el boleto a Paraná) apretado entre tus manos de virgen. De la capelina no voy a hablar, me causó una mezcla de miedo y de asco que hasta el día de hoy no me puedo explicar, por eso no voy a hablar de la capelina. O sí, necesito hablar de la capelina, para que todos vean que no soy un maniático, un desquiciado que tiene un trauma con las capelinas. Tu capelina era celeste, de un celeste fuerte, de esos que aceptan el nombre de “Azul Francia”, con una rosa enorme, más azul que todo el azul de la capelina. Y no tenía nada que ver con tu remera negra con la lengua más famosa del mundo estampada ahí, entre teta y teta. Me miraste. Cuando me miraste, de repente, la pizza se había enfriado, el planeta se había detenido, las olas de todos los océanos cesaron su vaivén. Te odié. Confieso que te odié, por enfriarme la pizza, por detener el planeta y por hacer que las olas de todos los océanos cesaran su vaivén. Pero las cosas son así, uno elige la mitad de su destino. Me dedicaste una sonrisa que fue un insulto, por lo innecesaria, por lo matutina, por lo blanca. Yo metí la nariz con mucho amor en mi vaso de vino tinto de la casa como para causarte una mala impresión: todavía no son las nueve de la mañana de un miércoles. 24 de marzo, dice el diario que tengo ante mis ojos. Vuelvo a mirarte y tu sonrisa sigue intacta. Me acuerdo de cuando estaba en segundo año y le toqué el culo a Balmaceda, la morocha portentosa que había venido del Chaco. Yo me esperaba el sopapo de mi vida y sin embargo me encontré con esa sonrisa, una sonrisa igual a la que vos me mostrabas ahora. Mirarte fue como si te hubiese tocado el culo.

Empezaste a caminar hacia mí como si yo te hubiese llamado con desesperación y urgencia. Pero con el paso demorado, como haciéndote rogar y con toda la intención de aumentar mi angustia, balanceando en el brazo derecho ese bolso espantoso que recién tengo el desagrado de ver: de cuerina verde agua con mucha fantasía de metal dorado, aunque quizá solo era plástico.

Yo, ajeno a toda desesperación, a toda urgencia y a cualquier tipo de angustia, volví al diario. En la primera plana aparecía una multitud eufórica copando la 9 de Julio y, en descomunales caracteres “impact”, NUEVO GOBIERNO, TOTAL NORMALIDAD. Casi al mismo tiempo, una voz gangosa decía en la radio y en la tele que el gobierno de la nación se encontraba bajo el control operativo de las Fuerzas Armadas. Salté a la sección de deportes justo en el momento en que vos te sentabas frente a mí diciendo si podías. “Puedo”, preguntaste o afirmaste mientras ponías ese bolso horrible al costado de tu silla y la capelina encima como la guinda del postre o como la tapa de una cocción secreta y misteriosa.

-Esta es la hora de los desesperados-, dijiste a modo de saludo.

Yo me entero de que ese día, 24 de marzo de 1976, la selección argentina le ganaba un amistoso a Polonia: 2 a 1.

Te presentaste como Teresa, no sé si mentiste. Yo mentí: Eduardo. No sé por qué lo hice, son esas cosas que no tienen explicación. Lo que sí te expliqué, sin ninguna necesidad y sin esperar que me creas, fue que yo no era ningún desesperado.

Enseguida empezaste a decirme que estaban pasando cosas serias en el país y que a mí parecían no importarme. Y era verdad: miraba a los soldaditos caminando por la calle de a tres o de a cuatro, con el FAL apuntando a lo que hubiere por delante y me parecía estar presenciando un desfile desde el palco oficial.

Mirando a los chicos que desayunaban en las mesas de al lado me dijiste, con una sonrisa empalagosa de ternura, que eras maestra de preescolar, que adorabas a los niños y que ellos eran la razón de tu existir, que en este momento deberían estar ya en sus casas, palabras más, palabras menos. Yo no supe qué quisiste decir con “este momento”. Después dijiste algo que no alcancé a escuchar, pero me pareció entender que te los ibas a llevar a todos. No que te los “querías” llevar, sino que te los “ibas” a llevar. Cuando levanté el índice, el mozo entendió que yo estaba pidiendo otro vino.

Te calculé veintidós, veinticuatro pirulos a reventar. Creo que leíste mis pensamientos y me preguntaste cuántos años tenía. Volví a mentir: treinta y cinco, dije sin que se me moviera un músculo de la cara, acababa de cumplir veintiocho años la semana pasada.

Tuvimos tiempo de hablar de muchas cosas, no recuerdo cuáles, pero sí recuerdo que tu voz me iba untando de miel, nunca antes había tenido una conversación tan natural y tan relajada como la que tuvimos en aquel restaurante, dos desconocidos.

Con un natural desparpajo partiste la mitad de mi pizza especial de salame. Yo te dejaba hacer como viendo o presintiendo los movimientos de un fantasma. No podía entender qué estabas haciendo allí, a menos de un metro de mi boca, aunque más lejos que mi bocado de pizza fría. Y hablaste, y hablaste y hablaste.

Yo nunca me creí un ganador con las mujeres. O nunca me creí un ganador en ningún aspecto de esta mi vida tibia y sin sobresaltos. Pero en esta mañana de un otoño recién llegado, sentí que el timón de mi existencia estaba dando un giro sorpresivo, un viraje inesperado. Entonces, recién entonces, me di cuenta de lo hermosa que eras. Tus pómulos parecían sostener o ser sostenidos por una quijada perfecta, marco de una dentadura prolija y siempre visible, con los incisivos algo avanzados. Tus ojos del color de la miel miraban a través de mí. Todo ese cuadro magnífico tocado por un cabello lacio y castaño cuyas puntas te acariciaban los hombros. “Capaz que me enamoro”, pensé o dije, porque en ese momento tu mano avanzó sobre la mesa y, en vez de tomar otro pedazo de pizza (como en un principio creí que lo harías), se posó sobre la mía. La sentí fría y dura, algo así como una garra, aunque tu gesto desmentía esa frialdad y esa dureza. La sensación de liebre atrapada por un halcón me duró un segundo y al segundo siguiente se esfumó por completo: me sentí protegido.

Tanques y jeeps y unimogs y soldados de a pie recorrían las calles, pidiendo documentos, requisando, amenazando con su parafernalia de bajo presupuesto a una ciudadanía azorada que aún no se despegaba de sus cobijas.

Las risas y los gritos de los niños que ocupaban las tres mesas de al lado, dos docenas de gargantas vigorosas, excitadas por la inesperada e incomprensible libertad de verse fuera de las aulas “hasta que la situación institucional se normalice”, conjuraban el clima de ocupación que se respiraba en la calle, al otro lado de la vidriera.

Tu dedos helados y duros seguían aferrándome, lo cual me hacía sentir como que un ciego trataba de ayudarme a cruzar la calle. Puse mi mano tibia sobre tu garra que me protegía. “Vamos a caminar”, dijiste. Vi en la calle tanto verde oliva que me sentí un vietnamita. Pero con mi documentación en regla y sin vinculaciones probables o improbables con un enemigo invisible, acepté tu invitación sin preocuparme por la regularidad de tus papeles.

No habíamos andado veinte metros cuando algo se me quebró adentro. No fue una sensación, fue un conjunto de sensaciones entre las que destacaba el crujir de un lugar remoto de mi cuerpo. Una milésima de segundo después, el estampido, la furia sonora que me tira de boca a no sé qué distancia de donde había dado mi último paso. Miro con mis ojos ciegos hacia donde deberías estar vos. Obviamente, no te veo.

Tengo la boca llena de escombros que ni siquiera intento escupir. Estoy recuperando la vista y veo, entre el polvo y el humo, los destrozos del lugar que acabamos de dejar: lanzas de aluminio, dagas de vidrio, mesas y sillas retorcidas, gente ensangrentada que ayuda a salir a gente más ensangrentada. Llegan las ambulancias y yo siento un extraño alivio, como si de ello dependiera mi vida. Pero no, no me dan la menor importancia, ni siquiera reparan en mi aspecto de cadáver. Su tarea primordial, prioritaria y nada satisfactoria, es sacar lo que queda de los bulliciosos niños en bolsas negras con cierre.

Después se encargan de mí, no los paramédicos sino un soldado que clava su rodilla entre mis escápulas y hunde el caño de su Ballester Molina en la parte blanda de mi nuca.

Con el mínimo campo visual de que disponía (rodilla en espalda, pistola en la nuca), alcancé a ver, como fragmentos de un texto que no llegué a memorizar, los retazos inconfundibles de esa cuerina berreta y verde agua. Los pedazos, ahora veo que son de plástico, de ese bolso insoportablemente feo. Y allí la capelina, intacta como un enigma sin descifrar, pero con la rosa azul despidiendo un humo denso y negro.

La única pregunta que me hicieron fue cómo te llamabas, les conté del nombre que me dijiste y no me creyeron. No me creyeron nada, ni las cosa que inventé para que dejen de torturarme. Desde entonces, nadie volvió a hablar de mí.

Mano Vogler

Inédito. Vogler tiene publicado la trilogía Delincuento (El Narco, El Sicario y El candidato) y la novela Esperanza y la muerte. Email: mano38@live.com.ar

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