Seu Guimaraez

domingo 21 de agosto de 2022 | 6:00hs.
Seu Guimaraez
Seu Guimaraez

La camioneta paró a un costado del camino para que el hombre pudiera bajar a recuperarse brevemente del largo viaje y respirara aire puro.

La esposa lo ayudó a descender y lo sostuvo, mientras Seu Guimaraez aspiraba el aire con la boca abierta y el ronquido de sus pulmones llegaba nítido y angustiante a los oídos del conductor.

Parece un pescado boqueando, fuera del agua. Pobre...- pensó Don Juan mientras observaba la chacra descuidada.

Estaban en la cima de las sierras, ya lejos del asfalto y sólo se divisaba la capuera y las piedras del cerro.

Luego prosiguieron el viaje por una picada donde hacía mucho no entraba una máquina vial.

Todo había comenzado seis meses atrás. Hasta entonces, Seu Guimaraez le había dado duro a la azada, al arado tirado por bueyes cuando no había plata para comprar el combustible.

Y la plantación de tabaco lucía siempre espléndida, de grandes hojas.

Lástima que el tabaco, desde hacía unos cuantos años, no tenía precio.

Cosechaban, lo vendían y regresaban con centavos.

Ni para las alpargatas, a veces.

También tenía sus hectáreas de yerba mate, que con la ayuda de dos de sus hijos, solía mantener limpias.

-¡De qué le servía! - No hay cupo- le decían.

Menos mal que estaba el monte, con madera de ley; cedro, guatambú...

Cuatro cargas completas sacó del monte. Le pagaron con un viejo auto que ahí está, con las cubiertas podridas y necesitando repuestos nuevos.

Seu Guimaraez vino del Brasil, de Río Grande, cuando apenas era un mocetón.

Se conchabó donde hubiera trabajo, supo ahorrar como buen hijo de alemanes aunque no lo parecía. Morochón como su madre salió.

Y ya en San Pedro se juntó con una criolla que le salió trabajadora y prolífica.

Cuando tuvo lo suficiente, compró esa chacra, allí en los fondos de San Vicente.

Fueron naciendo los hijos, muriendo algunos por falta de atención médica, creciendo medio salvajes, con poca escuela y mucho alcohol.

El mismo ni sabe cómo se inició en el vicio. Seguro la única forma de festejar los domingos, en esas soledades donde el vecino más cercano vivía a varios kilómetros.

La Aurora le salió buena, con marido legal que la llevó más cerca del poblado, así los gurises podían aprender a leer y escribir.

La Jacinta se quedó con ellos. La renga, le apodaron desde que una tacuara le atravesó la pierna a la altura del tobillo.

El Tiberio quién sabe por dónde andará.

Menos mal que con él se quedaron el mayor - vaya a saber por qué, solterón y pendenciero- y el menor, medio tonto, pero buenazo.

La camioneta entró en un trillo y Doña Severina pidió que pararan frente a la casa que ya se entreveía.

- Aquí vive mi hija, la Aurora, vamos a saludarla.

Unos pollos escuálidos salieron corriendo. Un chancho hociqueó desde el chiquero.

La casa, de material y sólida, estaba cerrada y nadie contestó a su llamado.

- Habrán ido al pueblo- se dijo.

Pero Don Juan observó cierto abandono, el patio sin barrer desde hacía días...

Reanudaron el viaje entre sacudones, bajos barrosos, y la respiración asmática y entrecortada de Seu Guimaraez.

Cuando llegaron hasta las casas de la chacra se enteraron de la tragedia.

Al marido de la Aurora lo habían matado a golpes, en una pelea, hacía apenas una semana.

Los autores, decían, eran ambos cuñados, el hijo mayor y el hijo menor. Pero sólo éste último estaba preso.

Don Juan, mientras, estiraba las piernas y recorría el patio desolado.

Dos niños de 6 y 7 años, mugrientos y puro ojos se asomaron desde adentro de la casa - una viejísima construcción de madera cuyo techo se hundía en los tirantes de la galería, con tablas carcomidas en el piso y una ausencia total de muebles adentro.

- Dónde está a mae - Preguntó Doña Severina.

- Nao está - Respondió uno de ellos.

- A dónde foi.

- Nao sei...

La Jacinta, simplemente, se había ido con un camionero. Harta, sin dudas, de tanta desidia y pobreza, dejando a sus dos pequeños hijos librados a la suerte, a la caridad, a quién sabe qué. Pensando que la abuela volvería pronto, quizás.

Pero Doña Severina tardó tres meses en regresar. Los tres meses en que su compañero estuvo internado en el Hospital de Puerto Rico.

Y ahora volverían a internarlo. Y ella volvería a partir...

- Si pudiéramos vender la vaca, tendríamos para os medicamentos...

Les quedaba una única vaca, la que por lo menos proveía de leche a los chicos. Pero nadie tenía dinero para comprarla. Apenas canjear por otra cosa.

Dejaron la bolsa con galletas y recomendaron a los chicos que se fueran a la casa de los padrinos. Y que esperaran allí.

(¿Esperar qué?)

Juntaron unas pocas pertenencias e iniciaron el camino de regreso, hasta el Hospital de San Vicente.

Allí los dejó Don Juan, mientras depositaba en la callosa mano de la mujer unos billetes.

Estaba por entrar el sol y no le gustaba manejar de noche, así que aceleró la marcha ya sobre el asfalto que lo llevaría a la civilización.

Rosita Escalada Salvo

El relato es parte del libro Pombero en el maizal y otros cuentos. Escalada Salvo ha publicado más de treinta libros de cuentos, poemas, novelas, teatro y antologías compartidas.

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