jueves 28 de marzo de 2024
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El sapo en la matriz

domingo 14 de agosto de 2022 | 6:00hs.
El sapo en la matriz

A través de esta historia completamente verídica, doy a conocer una nueva faceta de la personalidad de Doña Clemencia, la curandera, la que me contara una de sus milagrosas curas, riéndose y haciendo gala de su desparpajo, a la par del dominio de la psicología de los lugareños.

Vivía en la zona un matrimonio chacarero, que a fuerza de trabajo y sacrificios ingentes, habían logrado un bienestar superior al que poseía la mayoría de los serranos, aferrados al trabajo del tabaco en cuerda, labor que apenas les reportaba lo necesario para vivir.

Brasileño él, descendiente de italianos, criolla correntina ella, su chacra era un modelo en la diversificación de los productos que cosechaban. Más de cien colmenas perfectas que Don Pascual fabricaba y cuidaba con sin igual preocupación; aves de corral, pavos, gallinas, patos, gansos; un chiquero, modelo en su género, plantaciones de maíz, arroz, citrus; más de cincuenta vacas y la industrialización de la leche, fabricando quesos y manteca, permitió a este matrimonio lograr una posición solvente.

Ambos analfabetos y como todos los serranos, supersticiosos y crédulos de cuanta leyenda corría en el medio, vivían en el lugar sin darse mucho con los vecinos, a quienes consideraban inferiores, dedicados a sus faenas cuidando como un tesoro a la única hija, a quien llamaremos Lucía, preciosa muchacha de dieciséis años dotada de una singular belleza, pero huraña y como sus padres, aislada en el rincón donde tenían la chacra. Un montón de perros cuidaba que nadie se aproximase a la casa sin que Don Pascual y su esposa se enteraran.

La influencia de Cipriano, cambió su paz y tranquilidad. Veamos quién era este individuo.

***

Cipriano era el clásico Don Juan serrano. Bajo unas cejas pobladas y bien delineadas, un par de ojos negros vivos y acariciantes. Nariz recta, boca mediana de labios carnosos, una barbilla firme, partida en dos por una comisura y un bigote bien cuidado daban a su fisonomía ese aire de varón que tanto gusta a las mujeres.

Dotado de un físico poderoso con anchos hombros, fina cintura y una estatura que pasaba de lo regular, más bien alto, vestía las mejores ropas y montaba en caballo brioso y bien enjaezado con el mejor recado, donde el brillo del oro y la plata en riendas y pretales, hablaban de un hombre de posición holgada, y lo era en efecto. Una chacra, vacas, caballos y ovejas y una importante suma de dinero que heredara de sus abuelos y de su padre, le permitían darse los gustos y no trabajar.

Había nacido para el mando y por su posición podía darse ese lujo. Varios peones cuidaban de la chacra y de sus animales. Las mujeres se lo disputaban ansiosas de enredar a Cipriano, no solamente por la fortuna, sino por su prestancia de varón, situación que había aprovechado siempre, pero sin dejar de mantenerse libre y del compadrazgo no pasaba, bautizando críos que las malas lenguas le asignaban como hijos propios.

Poco afecto a la confidencia, callaba siempre sus amores, otro factor para que las damas confiaran en él y se entregaran al menor flirteo.

Supersticioso como todo serrano jamás tomaba un mate, aceptaba un cigarro o bebía bebidas en otra casa que en la suya o en los boliches, temeroso que alguien le pusiera un payé en los que creía a pie juntillas, a pesar de ser inteligente y saber leer y escribir, lo que significaba una superior cultura dentro del medio en una zona donde las personas mayores eran casi en su totalidad analfabetas.

Jamás faltaba a las misas que se efectuaban, ya en la escuela, ya en la capilla del “‘43”, cumpliendo siempre con sus deberes cristianos, arraigados en su espíritu, casi como una superstición más, lo que podremos comprobar a través de su comportamiento.

Fue en una de ellas, cuando conoció a la Lucía. Verla y desearla, hacerla suya, fue el pensamiento que se hizo carne en su espíritu, no con el deseo del hombre honrado, sino con la picardía del hombre acostumbrado a conquistar mujeres.

Aprovechó una circunstancia favorable, se aproximó a la moza lo más cerca que le permitía la densa aglomeración de personas en una capilla pequeña, clavando sus ojos en la deliciosa figura, la que recorrió con la vista de conocedor, desde los cabellos a la punta de sus zapatos.

Tal desparpajo no pudo pasar desapercibido para Lucía, la que devolvió la mirada ruborizándose y, lógicamente, quedando prendada del apuesto hombre que la observaba con ojos codiciosos.

Pero tampoco pasó inadvertido para sus celosos padres. La madre se ubicó estratégicamente ocultando de la avisora mirada de Cipriano a la muchacha. En cambio el padre, se atuzó el bigote y miró severamente al impertinente y lo obligó a emprender una honrosa retirada.

La salida de misa lo sorprendió en la puerta y nuevamente una rápida mirada se cruzó entre ambos.

El pensamiento de Lucía fue: “¡Cómo me gusta ese hombre!” y el de Cipriano: “Esta ha de caer en mis redes”.

Pronto supo que aquel hueso era duro de roer. Salvo la salida de misa, cuatro o cinco veces por año, los padres jamás se apartaban de Lucía, a la que tenían prometida a un primo del padre radicado en Italia, el que efectuaría su enlace cuando ésta cumpliera los veinte años.

En un verdadero claustro vivía la pobre Lucía, dedicada casi exclusivamente a algunas pequeñas tareas rurales, a las domésticas y a preparar el ajuar que ya llenaba un inmenso baúl.

Sus celosos padres, jamás le habían llevado a fiesta alguna, ni le permitían relación ni aun con muchachas de su edad.

A tanto llegó el celo de Don Pascual, que trabajaba de sol a sol para no tener peón que pudiera poner los ojos en su linda hija, a quien deseaba conservar pura y santa, para cuando llegara el lejano primo.

Un montón de perros, todos pequeños, cuidaban de la casa e impedían el acceso de persona alguna, sin que él o su esposa se enteraran.

Cuando alguien llegaba a comprar miel, queso, o algún lechón o productos de su bien provista granja, inmediatamente le ordenaban que fuera a su habitación hasta que el comprador se retirara, seguido por el ladrido de los perros.

A la caída de la noche cerraban herméticamente la casa con llave y tranca. Las ventanas parecían de calabozo, cruzadas de gruesos barrotes de hierro, Nadie podía entrar ni salir de la vivienda sin que los padres se enteraran. Por otra parte, era una de las pocas de la colonia Santa María que tenía el baño en el interior, provisto de todos los elementos modernos, por lo que no había necesidad de salir ni de día ni de noche.

Esta verdadera fortaleza era impenetrable para ladrones de cualquier categoría, ya del dinero que atesoraba Don Pascual, ya de la honra de su hija, su más preciado tesoro.

Pero Cipriano se había propuesto conquistar el amor de Lucía y un buen día apareció en su brioso caballo, con las mejores pilchas, a comprar queso y miel.

Buscó con la vista a la dueña de sus pensamientos, pero esta ya estaba en el cuarto, pues a los ladridos de los perros, sus padres se apresuraron a encerrarla.

No pasaron inadvertidas para Don Pascual las inquisidoras miradas del visitante, lo que despertó su ira de inmediato.

- ¿Vocé vein a comprar queijo e mel (1), o qué? -dijo agresivamente a su interlocutor.

-¡O qué, Don Pascual!... ¡Oh! Qué hermosa casa tiene usted! ¡Es la mejor de todas las que he visto en esta zona! ¡Qué maravilla! ¡Ya me habían dicho que usted era uno de los hombres que más cuidada tenía la casa y su chacra! -Sin importarle poco ni mucho la ira del viejo empezó a recorrer el bien cuidado patio, alabando ya un macizo floral, ya un cantero, ya una planta de rosa ante la sorpresa de Don Pascual que como ser humano no era reacio a los elogios y cambió su ira, por una sonrisa de satisfacción.

A poco comenzó a explicarle de dónde había traído tal rosa, tal camelia, cómo la había cultivado y cuanto detalle le pidió Cipriano falsamente interesado por cuanto veía. Así fueron dando una vuelta a la casa, fijando el Don Juan serrano todos los detalles de ésta y sus inmediaciones, comprobando que la parte trasera daba a escasos diez metros del monte, limpio sí, pero lugar propicio para un ataque frontal.

Le pidió explicaciones sobre las plantas, cómo se hacían los injertos, y a cada momento su voz expresaba el asombro al ver tantas maravillas, que halagaron a Don Pascual, que no cabía en sí de satisfacción.

En un momento determinado le pareció que desde una de las ventanas aparecía la deliciosa cabeza de Lucía. Dirigiéndose a un rosal, tomó una rosa y exclamo:

-¡Qué hermosa eres! ¡Qué bella! ¡Y es obra suya, Don Pascual! ¡Qué divina! ¡No voy a parar hasta que seas mía! —por supuesto, refiriéndose a la que estaba tras la ventana y antes que Don Pascual se diera cuenta, le dijo: —¿Cuánto pide, Don Pascual, por este rosal? ¡No importa el precio! ¡Nunca vi nada más hermoso!

Don Pascual le contestó que no podría venderle la rosa, pero que cuando llegara mayo, le prepararía una planta y se la cobraría bien barata.

En su habitación, Lucía sentía latir aceleradamente su corazón. Las palabras de Cipriano eran para ella, lo sabía y sentía una extraña sensación desconocida. La voz bien timbrada de Cipriano y la promesa: “No voy a parar hasta hacerte mía’’; la figura elegante y el rostro agraciado que había contemplado a su gusto oculta desde la ventana, había sido suficiente para enamorar a esta muchacha, despertando su deseo de amar.

Después de pagar los quesos y la miel, Cipriano se despidió cordialmente, diciendo en voz que llegó claramente a los oídos de Lucía:

-Y no se olvide, Don Pascual. Estoy profundamente enamorado de esa magnífica flor, la más bella que han visto mis ojos, que tiene escondida... ¡detrás de la casa! Prepare nomás la planta que yo le pagaré lo que sea, pues si no tendré que robarla -dijo riendo.

La doble intención de sus palabras pasó inadvertida para Don Pascual, no así para Lucía, que tuvo que reír por la habilidad que había tenido Cipriano para hacerle conocer su cariño y sus intenciones.

Cipriano comenzó a acumular pilas de queso y cajones con botellas de miel de tantas visitas que a distintas horas del día realizó, durante meses, pero nunca pudo ver a la dueña de sus pensamientos. Don Pascual no bajaba la guardia.

Pudo sí enterarse que de seis a once de la mañana y quince y treinta a dieciocho y treinta de la tarde, los padres salían al rozado quedando Lucía sola, pues cuando acudía a esa hora, los veía llegar poco menos que corriendo atraídos por la perrada que ladraba frenética.

Varias veces dejó su caballo lejos de la casa y se deslizó entre el monte silenciosamente tratando de abordarla por la parte de atrás, pero los cuzcos lo olfateaban y tuvo que salir corriendo perseguido por éstos, no sin que varios de ellos le mordieran el trasero, lo que motivó que por una temporada no pudiera montar a caballo.

No obstante, no cejó en su empeño y después de curarse, siguió aprovechando las oportunidades que le brindaban las conversaciones con Don Pascual para comunicarse con Lucía con frases intencionadas, sabedor que ella que las escuchaba, lo comprendía y lo quería, lo que supo, cuando a espaldas del celoso viejo cayó un clavel rojo arrojado desde una de las ventanas, que él recogió prestamente besándolo con unción y ocultándolo de inmediato.

Una brillante idea que se le ocurrió no le dio el menor resultado.

Escribió una larga y ardorosa carta, citándola al monte y en un descuido de Don Pascual, la escondió bajo una plantera en la seguridad de que Lucía la recogería, pues sabía que desde la ventana ésta seguía sus pasos.

En vano esperó en el lugar indicado a Lucía. Ésta, ante su desesperación, no apareció.

En una nueva visita, comprobó que la carta había desaparecido, por lo que colocó una nueva, más apasionada aún, dándole una nueva cita, también sin lograr ningún resultado, salvo el encontrar en el lugar donde la escondiera, un pimpollo de rosa y un manojito de cabellos de su amada.

Jamás en sus conversaciones mencionaba a su dulce tormento. Tenía miedo de que el nombrarla Don Pascual adivinara sus intenciones y terminara la amistad que le dispensaba y que a fuerza de buen cliente, se había hecho estrecha, pero no más allá del jardín, ya que jamás lo había invitado a pasar a su domicilio.

Un día preguntó a Don Pascual si sabía leer, contestándole que sí, que había ido al colegio tres años en el Brasil.

-¡Qué suerte que tiene! Por aquí los serranos que no saben leer, hacen una cruz -dijo, señalándole a Lucía que se lo hiciera saber en esa forma.

En su próxima visita, encontró debajo de la plantera dos palitos pegados con una cinta en forma de cruz, lo que si bien puso una traba a su idea, lo alentó a buscar un nuevo medio para verse con Lucía.

Después de su tentativa de aproximarse a la casa, los malditos perros le ladraban más que nunca, hasta hacer intervenir a Don Pascual para espantarlos. Desde la distancia le seguían ladrando.

Comprendió que la única forma de poder llegar a la casa era haciendo desaparecer a los perros, pero ¿cómo?... Si los envenenaba, Don Pascual podría darse cuenta de que era él el autor y lo pondría sobre aviso, Solamente una peste que los terminara de a poco; cosa que estaba lejos de su alcance; aun así, el viejo conseguiría otros perros.

En uno de sus viajes a Concepción de la Sierra encontró un muchacho que vendía cachorros de policía. Los compró de inmediato, diciendo: -¡Aquí tengo la solución! Desde ese día se dedicó a amaestrarlos hasta que al cumplir los siete meses, bastaba el sonar de pito, para que dejaran de ladrar o un gesto suyo a gruñirle como si quisieran atacarlo. Les ordenaba quedarse en un lugar y allí permanecían, y si les ordenaba atacar... Eran verdaderas fieras...

La segunda etapa era desencadenar una epidemia que matara a todos los perros. Un veneno de rata de acción lenta y trozos de carne y a los dos o tres días, por donde pasaba Cipriano aparecían perros muertos y lógicamente también comenzaron a morir los que tenía Don Pascual.

Nada sospechó éste, pues los perros se morían de una punta a otra de la zona, hasta que “la peste” terminó con todos los suyos.

Cuando le contó lo que le pasaba a Cipriano, éste le dijo que no se afligiera que él le traería dos perros de policía, que cuidarían la casa mejor que los otros.

Dos o tres días después, apareció con sus dos perros amaestrados y se los regaló, no aceptando el pago que Don Pascual le ofreciera.

Esperó varios días a que éste tomara confianza en los nuevos guardianes, los que bien tratados por éste se aquerenciaron y demostraron su valer como tales y una semana más tarde llegó muy orondo a comprar los consabidos quesos y la miel.

La llegada fue recibida por los frenéticos ladridos de los perros. Sabía que a esa hora Don Pascual y su señora estaban en la casa.

Cuando bajó del caballo, viendo que observaba el comportamiento de los perros, les hizo la seña convenida, y éstos se aproximaron a él gruñendo furiosos y al parecer con ánimo de destrozarlo.

Acudió presuroso llamando a los animales que inmediatamente le obedecieron, quedando encantado al ver que sus policías, atropellaban aún al que se los había regalado.

Al otro día a las diez de la mañana, una sombra bajo los árboles detrás de la casa se deslizó como un fantasma. Un silbido repetido tres veces, hizo levantar a los perros que silenciosos y contentos recibieron las caricias de su verdadero amo.

Una puerta hizo escuchar el chirrido de las bisagras, y los brazos de Lucía se abrieron sin palabras para recibir a su amado. El robo se había consumado y se siguió consumando, sin que los padres de Lucía se enteraran, convencidos de la inviolabilidad de su casa custodiada por los feroces perros de policía e inexpugnable en las trancas, cerrojos de las puertas y barrotes de hierro de las ventanas.

Dos meses después, Cipriano debió interrumpir sus clandestinos amores obligado por negocios que lo hicieron viajar al Brasil.

En la prisión de su casa, Lucía lloró el alejamiento del amante, con la esperanza de volverlo a ver a su regreso.



Un mes después del viaje de Cipriano



Un buen día, la hermosa Lucía, que siempre había gozado de una salud perfecta, comenzó a desmejorar. Vómitos, mareos y náuseas y un estado depresivo, seguido de un rápido adelgazamiento, alarmaron a sus padres, quienes ante esta circunstancia, resolvieron consultar al médico, a cuyo efecto se trasladaron a Concepción de la Sierra, distante a 30 kilómetros del lugar, en el sulky que poseían.

Después de una prolija revisación que realizara este, les informó lisa y llanamente que la muchacha se encontraba encinta.

Tremenda fue la indignación de nuestro matrimonio que tomó el diagnóstico del médico como un insulto.

¿Su hija gruesa? Imposible, Lucía no salía de la casa, no iba a bailes, no concurría a fiestas. Permanecía junto a ellos en el rozado, en la casa, donde nunca llegaban visitas. Su santa hija no podía estar encinta.

No conocía muchachos, ¡imposible! A su regreso, presionaron a la niña. La amenazaron y hasta el padre enfurecido le dio varias cachetadas ante la desesperación de la madre, en tanto le decía: —Si llegara ser verdade; eu te mato y mato al que foi capaz de semejante vergonha (2). La tenaz negativa de la muchacha y la defensa de la madre que creyó en la inocencia de la hija diciendo que seguramente le habían hecho “el daño”, calmó al iracundo y avergonzado padre. Ambos resolvieron ver a Doña Clemencia, a quien todos respetaban, por lo que sin más trámite a la mañana siguiente la visitaron,

Y aquí ya el relato de Doña Clemencia:

-Yo estaba lavando unas ropas cuando vi llegar el sulky con Don Pascual y Doña Claudia, a quienes acompañaba su hija Lucía.

Enorme fue mi sorpresa, pues esta gente nunca se daba con nadie y eran orgullosos, tanto que francamente no les tenía mucha estima.

-Mientras me secaba las manos, bajaron del sulky y me saludaron casi con miedo, como si yo fuera un bicho raro. Apenas me rozaron la mano, lo que me dio fastidio, a pesar de que estaba llena de curiosidad por saber el grave asunto que les traía a mi casa.

-Sin mucho conversar, Doña Claudia me refirió la visita al médico y el diagnóstico de éste. Entre lágrimas me dijo que aquello era imposible y que a la Lucía, le habían hecho el daño o “empayesado”.

-El padre agregó, que si le habían hecho el daño, pagaría lo que yo le pidiera, si la curaba.

Hice pasar a la muchacha y dejé a los padres sentados en el corredor.

Después de desvestirla la examiné. Efectivamente la muchacha tenía un “bruto embarazo de cuatro meses”.

-Bueno, Lucía. A mí no me vas a engañar como a tus padres, pero yo te voy a salvar de las consecuencias. Estas gruesa de cuatro meses y si le digo a tu padre esto, te mata, y mata al hombre que te dejó en este estado. Confiá en mí y te salvaré, pero me tienes que decir quién es el autor de esto.

Al principio pretendió negar hasta fastidiarme, pero ante una nueva amenaza de hacérselo saber a sus padres, terminó por confesar lo que le había ocurrido.

-Fue Cipriano, el que se hizo amigo de mi padre, regalándole los dos perros de policía que cuidan la casa. Cuando mamá y papá se iban al rozado, largaban los perros para que nadie se arrimara. Cipriano venía por atrás de la casa y como éstos lo conocen y lo quieren, no ladraban y entonces nosotros nos veíamos —dijo bajando los ojos-. ¡Pero por Dios, Dona Clemencia no se lo cuente a papá porque nos mata!

—¡Vos seguís negando! ¿Me vas a jurar que nunca contarás a nadie lo que ha pasado? ¿Vos lo querés al Cipriano, ese zorro solterón?

-¡Cómo no lo voy a querer, Doña Clemencia! Pero mi padre me tiene prometida a un primo suyo que vive en Italia. Cuando Cipriano llegaba a casa, me mandaba a encerrarme y al principio le desconfiaba. En la mesa sabía decir que era mujeriego y sinvergüenza. Venía siempre a comprar miel o queso. Lo conocí en la capilla, cuando la misa y desde entonces sabía que estaba interesado en mí, por las miradas que me echó durante el oficio y porque además en las conversaciones con mi padre, siempre intercalaba frases de amor, que yo sabía que eran para mí.

-Un día le dijo a papá que él necesitaba un par de perros de policía para que cuidaran la casa y reemplazar los que habían muerto por una peste que mató la mayoría de los perros del lugar, y poco tiempo después llegó con dos cachorros de policía de unos ocho meses, que según supe después él había criado. Papá se los quiso pagar, pero él no quiso, diciendo que era el mejor regalo que podía hacer a un buen vecino. ¿Qué va a hacer, Doña Clemencia?— me dijo, llorando.

-¡Te voy hacer casar con Cipriano! Pero... ¡guarda con abrir la boca! Sigue negando que yo arreglaré la cosa. Ahora vístete y seca esas lágrimas.

-Salí y encontré al matrimonio esperando ansioso, dado que yo había tardado como cuarenta y cinco minutos con la muchacha. Se acercaron y Doña Claudia, me preguntó ante la cara seria y de circunstancia que yo adoptara:

-¿Qué le pasa a nuestra hijita?

Moví con pesar la cabeza y les dije: –¡Tenían ustedes razón! A esta pobre chica le han hecho el daño; ¡está muy grave!... Le quedan cinco meses de vida.

—¡Dios mío! —dijeron los dos—. ¡Qué barbaridad! -La mujer se echó a llorar desconsoladamente. Don Pascual se paseaba maldiciendo entre dientes y mordiéndose los labios. Daba lástima mirarlos, pero había que curarlos de su orgullo y soberbia. Para mis adentro, me reía porque nunca me ha gustado esa gente que se cree superior a todos porque tienen plata.

-¡Mais que e’ lo que tein mia Lucía! —preguntó el padre.

-Tein un sapo en la matriz que está comiendo y comiendo y va terminar con sua Lucía.

Un grito de horror de la madre y nuevos lamentos y más maldiciones del padre que apenado a la vez que embravecido caminaba de un lugar a otro.

-¿Y vocé no pose vencer el daño?

-¡Ie! Eu poso vencer el daño, mais o conjuro que tein que facer acortaría mia vida, en dois annos. ¡E sabe Don Pascual eu ya estoy velha y no quise morir antes de tiempo! (3)

-¡Eu le pagaré lo que sea, mais por Deus, Doña Clemencia, salve a mía Lucía!

-Bein. Mais eu creo, que vocé no pose pagar o costo de transformación.

-Eu poso pagar lo que vocé dice. ¿Cuánto?

-¡Seis gados! (4)

-¡Está feito! Vocé cuente con los seis gados.

-¿Qué es lo que va a hacer, Doña Clemencia? –me dijo parando su llanto Doña Claudia.

-Hay que transformar el sapo en criatura e casar a la minina.

Con los ojos como el dos de oro, Don Pascual exclamó:

-¡Transformar o sapo en crianza! ¡E posible eso!

-¡E posible! Mais a transformazao no resulta si a minina no se casa.

-¿Y usted cree, Doña Clemencia, que se van a querer casar con Lucía si saben que va tener familia? -exclamó Doña Claudia.

- Deje eso, eu voy arreglar su asunto. ¿Están de acordo?

-Sí -dijo Don Pascual, asintiendo lógicamente la mujer.

Cuando la hija que estaba escuchando desde la habitación salió de ésta, sus padres corrieron a abrazarla y a consolarla.

La muy ladina, lloró con ellos mientras les decía: ¡Vio mamá!. ¡Vio, tatita, que me habían hecho el daño!

Quedamos con los padres en que Lucía viviría en casa unos días para que yo la curara. Al día siguiente fui hasta la casa de Don Pascual y elegí las seis mejores vacas que tenía. Cuando quiso refunfuñar, le advertí que con ellas pagaba no la cura de su hija, sino dos años de mi vida. No solamente le saqué las vacas, sino una pila de quesos y miel, dijo Dona Clemencia riendo a carcajadas, risa que yo acompañé, pues jamás había escuchado algo tan gracioso, admirando la habilidad de la curandera para sacar del mal paso a la muchacha.

Lucía pasó a vivir en mi casa, -continuó Dona Clemencia. Era buena, diligente y trabajadora y me encariñé con ella. Tenía que hacerla casar con Cipriano y este era un “güeso” duro de pelar, pues tenía mujeres por todos lados. Nada sabía él, por supuesto, pues hacía como dos meses que faltaba del pago. Cuando me enteré de que había retornado a su casa, fui a visitarlo. Vivía éste con su madre y era un hombre guapo, vivo pero como todos estos serranos supersticioso. La única forma de hacerlo casar era meterle miedo, salvo que estuviera enamorado de la muchacha; en ese caso, ya sería más fácil.

Lo primero que hice, fue “tirarle” las cartas a la madre, es decir, comencé asustando a la madre. Le dije que le esperaba un gran disgusto. Que un ser querido estaba al borde de una muerte violenta, pero que podía salvarse con su intervención, pero que el peligro existía y otras cosas para matizar, —me dijo riendo- y entre ellos que solamente podía salvarse si se casaba.

-¿Ve que usted macanea con las cartas? -le interrumpí.

—A veces sí, compadre. En este caso había que macanear. Pero no me interrumpa si quiere saber el final. Después le tiré las cartas a Cipriano, a quien le hice saber que moriría sin remedio y de muerte violenta, si no se casaba.

Todo lo que yo sabía sobre la Lucía fue desfilando a mi charla a través de mis cartas hasta dejarlo con un susto mayúsculo, máxime cuando le dije que el padre era el poseedor de un payé San La Muerte,

Cipriano era un hombre rico y yo le había echado el ojo a unas cuantas vaquitas, por lo que por seis vacas le prometí arreglarle el asunto de su casamiento.

Aceptó encantado, máxime que sabía que el hijo era suyo. Le hice jurar que nada contaría sobre sus relaciones con la Lucía pues si el padre se enteraba... ¡era hombre muerto!

¡Y se casaron, compadre! Yo mismo recibí al hijo, un hermoso varoncito que en nada se parecía a un sapo, por supuesto -dijo terminando su relato, con su risa contagiosa.

Y fue así como la curandera salvó el orgullo de una familia, el honor de una muchacha y llevó al matrimonio a un solterón empedernido, al mismo tiempo que se benefició con doce vacas. Un abogado les hubiera cobrado más ¿o no?...

José A. C. Ramallo

1- ¿Usted viene a comprar queso y miel?
2- Vergüenza
3. Traducción: Sí. Yo puedo vencer el daño pero el conjuro acortaría mi vida en dos años. Y usted sabe, Don Pascual, yo no quiero morir antes de tiempo.
4. Gados: vacas. El relato es parte del libro La curandera y el maestro. Ramallo era oriundo de Buenos Aires y trabajó como docente en la zona sur de Misiones

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