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El cortador

domingo 07 de agosto de 2022 | 6:00hs.
El cortador

Paulino iba conduciendo el vetusto y oxidado tractor del aserradero “Los Lapachos” donde se desempeñaba como cortador de madera. Mientras las ruedas del John Deere comprimían a su paso el encharcado camino de la picada, su agotado cerebro recordaba la noche de lujuria y pasión desenfrenada que pasó días atrás junto a Camila, la única mujer que aceptaba pernoctar con él, aunque fuese solamente por el dinero del mes.

Acababa de salir del almacén de doña Gumersinda donde había comprado un litro de caña bien helada, para sobrellevar el penetrante y húmedo calor generado por el monte, mientras cumplía con las tareas de raleo que el capataz le había encomendado días atrás, y que ya tenía que haber culminado si no fuera por su excesiva predilección por las bebidas alcohólicas.

El hombre detuvo la marcha del vehículo, sujetó con fuerza su botella de caña y descendió por la pequeña escalerilla de chapa, permitiendo que el abrasador e insoportable aire de febrero jugara con sus lacios y largos cabellos marrones. Luego observó detenidamente los árboles teñidos de rojos, azules y verdes por los intensos rayos de la tarde y, suspirando de contento se dijo, mientras se llevaba el pico de la botella hacia la boca oculta debajo de una espesa y descuidada barba:

-Ta’ que está lindo para cortar los eucaliptos.

Extrajo del tractor una oxidada motosierra y llevándose el pañuelo a la frente se dijo:

-Es tarde, pero igual está aprietando la calor.

Eran las cinco cuando estaba ya en lo más profundo del bosque, en el sitio elegido para cortar.

El hombre jamás se preocupaba. Se consideraba un profesional experto en su trabajo. Era hijo y nieto de cortadores de madera. Su padre le enseñó la profesión a los cinco años cuando le obsequió su primer hacha, la cual guarda en su rancho con mucho recelo. Cuando cumplió los cuarenta años, recién comenzó a utilizar una motosierra que el dueño del aserradero había adquirido en un comercio de Posadas, y a la que su antiguo propietario había modificado quitándole el seguro de la cadena, la que impedía que retrocediera de golpe.

Así, cerca de donde corría vertiginosamente el río Paraná, Paulino se dedicó a aserrar durante casi una hora. Para entonces había cortado ya una carga completa de pequeños rollizos. Solo le faltaba subirlos al remolque del tractor y retornar al trabajo.

Pero notó, al final de la picada, un enorme eucalipto resquebrajado que yacía sobre la maleza a causa de la tormenta que se había cernido sobre la zona el pasado fin de semana. Pensó entonces:

-Por más grande que seas, no te me vas a escapar de la sierra, gurisito. Decidió cortarlo antes de irse. Encendió la motosierra, se inclinó y acercó delicadamente la cadena cubierta de pequeñas cuchillas circulares al tronco. Las raeduras de madera saltaron golpeándolo a medida que la sierra penetraba en el tronco.

En ese instante sucedió lo impensado. La cadena halló un grueso alambre enroscado en una de las ramas. En un abrir y cerrar de ojos, una catarata de chispas salió de la motosierra y luego esta retrocedió pegando un golpe en seco.

-¡Chaque... qué peligro! -pensó Paulino-. ¡Pude haberme lastimao feo!

Se rozó el cuello de la camisa con la mano y la sintió completamente húmeda y tibia. Entonces, bajó el mentón y observó indiferente: la vestimenta estaba empapada en sangre aunque no experimentaba dolor alguno.

De inmediato se tocó con la mano temblorosa el cuello, y sintió que la sangre brotaba a borbotones. De repente, los dedos se hundieron dentro de una profunda herida. Era un corte de alrededor de nueve centímetros. Soltó la motosierra y buscó su cuchillo.

En el acto, Paulino rompió en jirones la camisa y se vendó cuidadosamente el cuello, a modo de bufanda. Pero el flujo de sangre no disminuía.

-Mmm... De esta sí que no salgo vivo -volvió a reflexionar.

El hombre se dejó caer contra el grueso tronco de un árbol, cerró los ojos y meditó:

-M’hijo, no podés morir así como un perro... Debés luchar contra la muerte.

Abrió los ojos, se irguió torpemente y emprendió la marcha. Caminó por el medio del monte, sosteniéndose en las enredaderas y los helechos. Quería gritar, pero solamente emitía un frágil y prolongado vagido.

Había avanzado alrededor de doscientos metros por la espesura hasta que recordó que había dejado abandonada la motosierra, y que si no regresaba por ella el dueño del aserradero no dudaría en descontársela de sus mensualidades. Pagar la herramienta era un lujo que no podía permitirse. Giró suavemente su cuerpo e inició nuevamente el regreso.

Caminó más aprisa. Cuando llegó al lugar y se encorvó para recoger la máquina, se mareó, perdió la estabilidad y cayó pesadamente sobre un colchón de hojas secas. Pocos minutos estuvo desmayado. Cuando volvió en sí se incorporó de golpe, sujetó fuertemente con la mano izquierda la motosierra y se adentró progresivamente en la selva.

Caminó los quinientos metros que distaban del aserradero. Sentía su cuerpo pesado, como de plomo.

Al acercarse, Paulino mantuvo su mirada fija en la precaria fachada de madera del aserradero. Sabía que el capataz cerraba el establecimiento a las diecinueve. Pero su deteriorado reloj Orient, que había comprado a una pasera de Encarnación, adelantaba más de media hora. Provisto de valor, el hombre llegó tambaleándose hasta el taller. Temiendo no ser oído, golpeó con el puño el enorme ventanal de vidrio del frente que se cubrió con gotas de sangre. Para su fortuna, Flora, la esposa de uno de los carpinteros, que había ido a realizar las tareas de limpieza, escuchó el alboroto y se aprestó a abrir. Palideció al verlo.

-No se asuste doña... -susurró el herido-. Necesito que me lleven al hospital...

La mujer lo ayudó a recostarse en una de las bancas y llamó a los demás hombres que por suerte aún estaban trabajando. Enseguida, ayudado por los otros peones, lo arroparon y lo arrojaron sobre un carro facilitado por el administrador para llevarlo al hospital del pueblo.

Fue en ese momento cuando comenzó a sufrir convulsiones. Una vez que el ataque cesó, Paulino cerró los ojos y se le aflojó el cuerpo.

Uno de los hombres que viajaba en el carro exclamó:

-¡Mierda...! Ya se nos murió el pobre infeliz.

Pero Paulino abrió nuevamente los ojos y balbuceó:

-Todavía no...

Una invencible somnolencia se apoderaba de todos sus sentidos. El cielo, las nubes y los árboles giraban a su alrededor, provocando una orgía de colores y destellos que lo envolvía vertiginosamente. Volaba de fiebre.

Uno de los peones le acariciaba la frente diciéndole:

-¡Vamo chamigo, debés luchar!

Cuando el carro llegó a la sala de primeros auxilios del pueblo, el médico y la única enfermera de guardia se estremecieron al ver el estado del hombre. Mientras el galeno tendía un par de sábanas en el asiento trasero de su viejo Ford Falcon, la enfermera se comunicaba con el Hospital de Posadas, para que pudieran recibirlo.

Los hombres lo subieron al vehículo, el doctor le hizo tragar un par de aspirinas, encendió el motor y emprendió la marcha. Viajaron durante cuatro horas, y cuando arribaron al Hospital un equipo de médicos de emergencia los estaban esperando. Sin emitir palabras atendieron al herido. Una vez que ingresó al quirófano, los cirujanos observaron el estado del hombre: tenía rota parte de la yugular externa izquierda, la derecha apenas cercenada y tenía desgarrados los músculos del cuello. Lo más grave era que había perdido casi dos litros de sangre.

Al no poder salvar la yugular externa izquierda, a raíz del delicado estado, los médicos decidieron cortársela, de modo que cosieron la derecha, al igual que los músculos rasgados y la piel suelta. La operación terminó a las primeras horas del siguiente día. En total, a Paulino los médicos le pusieron tres litros de plasma donada por los peones de varios aserraderos, que se solidarizaron al enterarse de la desgracia.

Dos meses y medio después, se lo vio cruzar por el pueblo manejando el tractor con el remolque abarrotado de una inmensa carga de rollos de eucalipto. A su derecha llevaba su inseparable botella de caña y una enorme hacha, cuya hoja resplandecía con el sol. Una de las gruesas ramas, que sobresalía, estaba atada con un grueso alambre de acero.

Héctor Hugo Quintanilla

Publicado en Cuentos Misioneros, antología de relatos breves de la provincia de Misiones. El autor es periodista. Ilustración: El hachero, pintura de Zygmunt Kowalski

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