El arroyo Yacuy

domingo 24 de julio de 2022 | 6:00hs.
El arroyo Yacuy
El arroyo Yacuy

Entre Eldorado e Iguazú, Misiones, sobre el río Paraná, más o menos a mitad de camino, del lado paraguayo, desemboca el arroyo Yacuy.

Más que arroyo se lo puede llamar río, por su caudal y profundidad. El agua del Paraná es siempre turbia, por los sedimentos que acarrea, cuando llueve mucho en la zona o aguas arriba, el río crece a veces muchos metros y se torna de color colorado como la tierra.

Al ingresar en el Yacuy o en cualquier arroyo del Alto Paraná aparece una división de aguas, nítida como si fuera cortada con un cuchillo. El agua como por encanto se vuelve cristalina como un vidrio.

Conocí el Yacuy por intermedio de mi suegro, don Carlos. Tenía una lancha grande a motor llamada “Alerta”. Siendo gran aficionado a la pesca nos llevó muchas veces a mi mujer y a mí a pescar allí. Éramos recién casados y todavía no teníamos hijos.

Tengo muchos recuerdos de este arroyo y siempre fue mi preferido. Una anécdota inolvidable es la de la noche que dormimos cerca del Alerta a orillas del Yacuy.

Ese sábado a la mañana tempranito estábamos desayunando mi señora, Fluer, don Carlos y yo en su cocina.

Don Carlos se había levantado de mal humor. Se notaba que no tenía muchas ganas de salir. Su táctica era siempre la misma. Se paraba afuera mirando el firmamento y declaraba, con palabras acompasadas, tono serio y frotándose la quijada con una mano, que con la experiencia que él tenía del clima en esta zona, las nubes que se divisaban en ese momento indicaban claramente que en pocas horas iba a llover torrencialmente.

Lo convencimos a salir igual y fue un día magnífico.

 Varias veces, cuando tenía muchas ganas de salir, divisaba en el firmamento algunas nubes “pasajeras” pero nos aseguraba que eran de poca importancia, siempre frotándose la quijada con una mano. Que tenía ya todo preparado y que podíamos salir sin preocuparnos. Menos mal que la lancha tenía una cabina relativamente grande donde cobijarnos porque llovió a cántaros todo el día y toda la noche.

 Ese día, llegamos al club de pesca; cargamos la lancha con todos los bártulos y la necesaria provista para unos cuantos días. Era un feriado largo y hacía bastante calor. Estábamos todos en malla.

El Paraná estaba basta bastante crecido. Acercándonos a la isla Victoria, don Carlos, al timón, nos iba dando lecciones sobre las distintas alturas del río, los peligros que podrían entrañar los peñascos escondidos debajo del agua cuya ubicación él conocía como la palma de su mano, por la experiencia que había acumulado a través de los años en el Alto Paraná y cómo aprovechar el reflujo en los remansos cuando se navega aguas arriba. Por ejemplo; en este remanso hay una roca que ahora está sumergida, pero con esta altura del río no existe ninguna, repito ninguna, posibilidad de chocar con ella, lo decía por su experiencia de años, sobre todo de esta zona del río, por eso íbamos ahora a aprovechar la corriente contraria del remanso y así ahorrar combustible!

¡Buuum !! Crashhhh !! Nos quedamos varados sobre la roca!

 Por fortuna no perforó el casco, que era de madera. La hélice giraba en el aire. Don Carlos paró el motor, fue a popa para observar de cerca la situación. Se dio vuelta y con una mano frotándose la quijada exclamó: “a la pucha.. a la pucha.. ¡Ahora sí que estamos embromados!”

Parte del casco estaba fuera del agua; tratamos de hamacar la lancha para liberarla pero sin resultado. Tampoco tuvimos suerte empujando con el bichero. Había una fuerte corriente que chocaba contra la roca y parte del casco. Decidimos don Carlos y yo, meternos en el agua y de espaldas a la corriente asirnos a la barandilla para hamacar con fuerza.

En un momento dado don Carlos desapareció de mi lado, la corriente lo había succionado. Me di cuenta que estaba como pegado a la roca.

 Manteniéndome con una mano asida de la baranda de la lancha, con la otra conseguí asirlo de la malla y sacarle la cabeza y parte del torso fuera del agua. Ya estaba necesitando respirar. Fleur desde arriba le alcanzaba la mano para ayudarlo a subir. Se enojó mucho, y mientras estaba murmurando que él de ninguna manera necesitaba ayuda, nuevamente fue succionado por la corriente. Pude volver a sacarlo. Esa vez entre Fleur y yo logramos subirlo a cubierta.

De alguna forma logramos desprendernos de la roca. La lancha no tenía avería y el motor arrancó sin problemas.

 Pusimos proa al Yacuy que tiene selva en ambas orillas, estábamos en plena primavera y los cardúmenes de dorados subían para desovar. Se los veía claramente en el agua cristalina. El dorado es un pez que se alimenta de otros peces. Por eso se lo pesca con un señuelo de acero inoxidable llamado cuchara, en forma de pez con tres o cuatro anzuelos en una punta.

 Es inolvidable verlos, algunos de gran tamaño, reflejar sus lomos dorados. Van siempre acompañados de un pequeño cardumen de sábalos. Éstos en Misiones se apodan “lambepiedras “. Son herbívoros de color gris oscuro, se alimentan de algas que crecen en las rocas, con sus extrañas bocas evolucionadas para succionarlas. Su gusto no es particularmente bueno. Se le siente un dejo a barro como a los bagres. Un señor húngaro en Eldorado hacía un delicioso caviar con sus huevos.

Nunca entendí bien la extraña simbiosis entre estas dos especies. La ventaja del dorado es que no necesita buscar su alimento. Cuando siente hambre simplemente le saca, con su increíble quijada, un pedazo al sábalo más cercano. Lo he visto en varias oportunidades. Al sábalo herido se lo lleva la corriente y los demás simplemente cierran fila como si nada hubiera pasado.

La única ventaja que me puedo imaginar para el sábalo, es que el dorado le sirva de guía en el camino al desove río arriba.

Al Yacuy se lo puede navegar sin problemas unos tres kilómetros. Allí atracamos y atamos la lancha.

Desde allí, orillando el río, hay una senda de unos dos kilómetros, hecha con el tiempo por pescadores hacia un salto de agua donde el Yacuy cae con todo su esplendor en parte directamente pero también buscándose camino entre los recovecos de las rocas.

En el fondo, a través del tiempo, el río formó una comba, como un tajamar natural, con aguas profundas y claras.

Ese día el tajamar era un hervidero de dorados y sábalos. Imposible saber cuántos eran. Los dorados estaban esperando el momento para saltar, como lo hacen los salmones en Alaska.

Tratamos de pescar alguno pero sin éxito. Probamos con distintas carnadas y hasta con una boina colorada que nos habían recomendado. Volvimos a la lancha para pasar la noche y quedamos en volver temprano la mañana siguiente.

Don Carlos durmió en la lancha y nosotros subimos un trecho al barranco y nos buscamos un lugar cómodo para dormir en nuestras bolsas. El Alto Paraná tiene la ventaja que las noches generalmente son frescas.

Esa noche la luna estaba casi llena y el cielo estaba estrellado y límpido. Nos despertó un resoplido que venía del monte, cerca de donde estábamos acostados. Nos quedamos quietos esperando y nuevamente se escuchó, pero esta vez más cerca, era el olfateo de un animal grande. Como hacen los caballos. Sabíamos que era un tapir. Me incorporé de golpe e hice ruido con unas ramas y prendí la linterna, Fleur me comentó después que gruñí como un perro pero no lo recuerdo.

El resultado fue una estampida pero no vimos nada.

Horas más tarde me pareció escuchar algo en el río. Con todo sigilo bajamos y escondidos detrás de unos árboles vimos a unos veinte metros a la madre tapir con su cría bañándose plácidamente a la luz de la luna. Estaban parados sobre una plancha de roca en agua poco profunda. La cría se divertía revolcándose y jugando con la madre. Ésta, en un momento dado, se acostó y también se revolcó como hacen los caballos en el corral después de desensillarlos. La luna se reflejaba en el agua, la corriente apenas era un susurro y no había viento. Por largo rato observamos esta mágica escena que me quedó grabada en la retina.

Todos los animales en la selva tienen sus rutinas y sus horarios. Los tapires se bañan de noche, siempre a la misma hora y nosotros sin darnos cuenta elegimos justo la senda del tapir para acostarnos a dormir.

Nos levantamos temprano, desayunamos y volvimos al salto. Ya había claridad pero como el río fluye en un cañadón, el sol todavía no lo iluminaba. Nos dimos cuenta que la comba estaba todavía más llena de peces que el día anterior. Algunos dorados eran enormes. Calculo que los más grandes pueden haber tenido más de 1,5 metros de largo.

Lo que me extrañó fue que casi no había sábalos. No sabía que éstos desovan en aguas tranquilas generalmente profundas en las desembocaduras de los arroyos.

¡De golpe sucedió algo maravilloso!

En el momento que el sol iluminó el salto, los dorados comenzaron a saltar. Parecía un cuento hadas. Eran cientos, grandes y pequeños, todos tratando de llegar a la próxima roca usando sus colas como trampolín. A veces lo lograban y seguían hacia la próxima roca más arriba, otros caían y volvían a tratar una y otra vez. Los más grandes lo lograban más facilidad.

 El sol iluminaba sus lomos dorados y movimientos convulsivos. Eran cientos de destellos de oro que poco a poco, de roca en roca, de salto en salto, iban subiendo la cascada.

No recuerdo cuanto tiempo estuvimos observando el espectáculo, creo que fue más de una hora. En la comba quedaron flotando panza arriba los desdichados que no pudieron sobrevivir.

No eran muchos, la mayoría de menos de 6 kilos. Varios de los más chicos nos sirvieron para la parrilla. Desgraciadamente el resto se echó a perder por falta de sal para conservarlos. Desde entonces cada vez que iba a pescar al Yacuy llevé una bolsa de sal gruesa.

 En un costado del salto había una chimenea formada naturalmente por unas rocas que los pescadores usaban para ahumar el excedente de lo pescado.

Don Carlos, además de su caña de pescar había llevado su carabina “Manlicher” en su correspondiente estuche. Decidió no volver con nosotros a la lancha. Nos dijo que quería investigar por los alrededores.

 A la tardecita preparamos la parrilla. Oscureció, pero no había signos de don Carlos. Como no había llevado linterna nos empezamos a preocupar. Decidimos tirar un tiro al aire cada diez minutos para hacerle saber nuestra posición por si se había perdido. Al cabo de una hora decidimos buscarlo y con las linternas subimos por la senda hacia la cascada.

A mitad de camino escuchamos un ruido a nuestra derecha bastante lejano. Tiré otro tiro al aire y el ruido se fue aproximando transformándose en don Carlos. Estaba muy nervioso, se lo notaba asustado y cansado. No llevaba la caña de pescar, tampoco el estuche de su carabina, los arbustos y ramas le habían lastimado los brazos. Se debe haber caído en algún charco o arroyito porque su ropa estaba embarrada, así como su cara.

 “¡Ahá.. ahá.. así que la patrulla de salvamento! Completamente sin necesidad porque ya venía enfilando en la dirección correcta!”

Volvimos al Alerta y se tomó unos cuantos whiskys dobles que lograron tranquilizarlo y nunca se volvió a hablar del tema.

Salmones

Mi amigo holandés de apellido van Hecke (los muchachos le decían Panqueque) había vivido varios años en Sumatra era muy ducho en la caza y la pesca, sobre todo en la pesca.

Le habían comentado que en la zona del Yacuy cascada arriba, allí donde comenzaban los pastizales habían avistado ciervos. Estaba muy interesado en investigar. Como había traído un kayak plegable para dos personas de Holanda, la expedición se haría mucho más fácil. La idea era armar el kayak encima de la cascada e ir remando desde allí.

Nos pusimos de acuerdo y un fin de semana largo salimos con mi canoa hacia el Yacuy. Llegamos de mañana. Era a fines de una primavera y el tiempo estaba espléndido.

Dejamos la canoa en un lugar seguro, cargamos nuestras mochilas y enfilamos hacia la cascada.

Existe un arbolito que crece al lado de los arroyos en esa zona que se llama pitá. Como fruto tiene unas bolitas de color rojo intenso. Pronto nos dimos cuenta que cada vez que caía una de esas frutitas al agua un pez se la devoraba. Era como si las estuvieran esperando. Sabíamos que eran salmones.

 El salmón del río Paraná puede pesar ocho o más kilos. Tienen un color plateado azulado y su carne es sabrosa.

Cortamos unos tacuapís (un bambú fino muy resistente) para usar como cañas y armamos unas lineadas que traíamos en la mochila. Sacamos algunos frutos maduros del Pitá y cada vez que la frutita tocaba el agua al lanzarla, un salmón quedaba atrapado en el anzuelo. Todos los ejemplares de menos de 5 kilos los devolvimos al agua. Varias veces cambiamos de lugar, siempre debajo de algún pitá.

Nos olvidamos por completo de los ciervos. Nunca pesqué tanto en tan poco tiempo.

Por suerte estábamos bastante cerca de la cascada y de un ahumadero natural, una especie de chimenea formada entre las rocas que los pescadores usaban a menudo para preservar lo pescado. No nos costó mucho llevar nuestra cosecha hacia allí. No los conté pero eran muchos salmones. Volví a la canoa para buscar la sal gruesa que siempre llevaba y nos dedicamos a hacer filets, salarlos y colgarlos en varas arriba en el ahumadero. Abajo hicimos fuego, cada tanto le agregábamos material verde para obtener humo.

Tardamos dos días y dos noches para terminar la tarea. A la noche nos turnábamos para dormir.

Debo decir que el resultado fue excelente. Pudimos regalar salmón ahumado a todos nuestros amigos y conocidos en Eldorado. El producto se mantuvo bien durante mucho tiempo.

A veces nos acordábamos mutuamente, mi amigo y yo, de los ciervos del Yacuy, pero nunca volvimos al lugar.

Durante muchos años traté pescar salmones en la época de maduración del pitá sin resultado.

Tampoco volví a ver los dorados saltar la cascada del Yacuy.

Pasan lunas y pasan años. Momentos hermosos iluminan toda la vida.


El relato corresponde a vivencias del autor en la década del 50. Son parte del libro Recuerdos de Misiones, inédito. Klomp tenía propiedades en Eldorado. Falleció en 2019 en Buenos Aires.

Imagen: Territorio Paraguay

Gerardo Klomp

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