La orquídea

domingo 24 de julio de 2022 | 6:00hs.
La orquídea
La orquídea

Esa casa me hacía sentir su silencio; era un silencio que parecía artificial, postizo, forzado. No sé si por una ausencia inexplicable de pájaros, o por la obscuridad que proyectaban las frías araucarias del patio, verdad es que la casa tenía algo de tumba. Cuando pasaba por allí yo no oía otro ruido que el de los cascos de mi caballo. Y las ventanas, salvo una, parecían ojos pesados y dormidos que nadie podría despertar. Pero sobre el marco de esa ventana abierta había siempre una flor fresca en un vaso de agua límpida. Y este único signo de vida me llamó la atención por su insistencia; cada vez que yo pasaba, la flor en su vaso resplandecía de frescura. Era una orquídea, silvestre en los bosques del Alto Paraná, pero magnífica. Alguna mano cuidadosa cambiaba siempre el agua del vaso y ponía en él una flor nueva.

Al principio yo no pasaba mucho por allí porque no era ése el camino más corto, pero cuando noté la permanencia de la flor en la ventana sentí la existencia de algo que contenía vida y que atenuaba el peso del silencio en esa casa que parecía muerta. Entonces mi caballo comenzó a doblar el rumbo hacia ese lado; la casa me atraía con una fuerza misteriosa. Y mis obligados viajes al pueblo dejaron de serme aburridos.

Yo salía por la mañana, bien temprano para evitar los calores del día tropical, y entraba en la larga picada que recorría varios kilómetros bajo el alto y obscuro monte típico del Alto Paraná. No ocurría, durante el trayecto, ninguna variante que me distrajera. Sólo de vez en cuando algún venado sobresaltaba mi caballo con su súbita huida a través de la maraña. Después, nada. Siempre los mismos árboles, muchos con el tronco poblado de plantas epífitas; claveles del aire, orquídeas, cactus y helechos; siempre iguales las palmeras, finas y estiradas como para perforar el follaje y salir a tomar aire y sol, y siempre las lianas enredando el bosque y queriendo imitar alambrados de trinchera. Y esta monotonía era propicia al fantaseo de la imaginación. Mi pensamiento giraba en torno de aquella flor de la ventana, como si, cansado de mi soledad, buscara allí compañía, y tejía y destejía historias que parecían cuentos de hadas. Esa flor era siempre la misma, y no se marchitaba nunca. Era también una mujer convertida en orquídea, y esperaba con resignación cumplir el plazo de su encantamiento; o quizá sería necesario pronunciar alguna palabra cabalística para volverla a la vida animada. Sin embargo, tal vez fuera mejor no romper el sortilegio; esa orquídea que parecía perenne, enmarcada en la única ventana abierta de la casa lóbrega, era un cuadro maravilloso. Y, por contraste de lo circundante, en ella se polarizaba toda la luz y se concentraba toda la vida del lugar; era como una estrella eterna que simbolizara la vida universal. Y era, en verdad, el único punto luminoso que yo encontraba en la salida del bosque.

Hasta que una mañana sorprendí la mano que con tanta constancia renovaba siempre la orquídea del vaso. Una mujer joven, fresca como la flor, detrás de la ventana realizaba el final del cuento de hadas. ¿Había sido ella la orquídea?...

Pero en cuanto me miró y sentí la realidad terrena de su ser, se volaron las hadas y me encontré ante la verdadera y sencilla historia de una mujer que adorna su ventana con una flor que se le parece. Y ese día continué mi camino con la impresión de haber develado un misterio grandioso.

Desde entonces pude concretar el motivo que me llevaba a pasar por la casa silenciosa. La orquídea me interesaba por su dueña, y su dueña me interesaba por sus ojos claros, su tez blanca y cuidada y el raro ambiente que la rodeaba. Todos los días, a la salida del monte, recibía el saludo de la flor. Nunca faltó de su vaso esa magnífica orquídea; siempre estuvo allí, a la ventana, mirando hacia el camino. Y llegué a creer que me esperaba todas las mañanas para mirarme pasar. No sé si alguna vez me miraron también, por entre las plantas, los ojos claros de su joven dueña, pero la mirada tropical de la orquídea la sentía sobre mí como si toda la casa me mirara.

Pasó el tiempo. Y la insistencia de la orquídea volvió a hacerme tejer sutiles historias alrededor de aquellos enigmáticos ojos claros que yo no podía ver nunca pero que, quizá, ellos me miraban pasar.

Hasta que un día ocurrió lo que jamás habría esperado: la orquídea, semi cerrada, parecía una estrella que se estuviera apagando. Me detuve, a pesar mío, y me quedé un momento contemplando ese ocaso de la flor, y sentí que algo indefinible se acababa definitivamente. Después continué mi camino, con la sensación amarga de la esperanza frustrada; y sólo entonces me di cuenta de que, antes, yo había sentido éso: una esperanza,

En pocos días la flor llegó a cerrarse completamente. Así, marchita, no sé si duró mucho en el vaso, porque yo no pasé más por allí.

Más tarde me dijeron que en esa casa se había muerto una niña. La niña de la orquídea; los ojos claros de mi esperanza.


El relato es parte del libro Alto Paraná. Dras publicó Aguas Turbias y Apuntes del Alto Paraná (1939); Tras la loca fortuna (1940). Germán Laferrere, su nombre verdadero, residió en la zona San Ignacio varios años.

Germán Dras

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