El casamiento

lunes 18 de julio de 2022 | 6:00hs.

Por Ramón Claudio Chávez Ex juez federal

Las fiestas de casamientos han ido evolucionando con el tiempo. De aquellas con presencia de familiares, amigos, conocidos y bailes con orquestas, hoy se han transformado en reuniones virtuales, sin invitados, donde, incluso los novios indican una cuenta bancaria pidiendo el depósito de dinero si alguien quiere regalarle algo.

Una de las historias que he escuchado de esa época tiene como protagonista a Ramón Navarro, el hijo de Armonio -así era el nombre del padre-, seguramente extraído de algún almanaque con nombre de santos o de algo parecido, vivía en Garruchos, Corrientes. Trabajaba en la Prefectura Naval Argentina e iba a contraer matrimonio con una chica de Garruchiños, Brasil, que tenía un nombre portugués, pero todos la llamaban por su apodo, Nica.

La vinculación de los pueblos, separados por el río Uruguay, era muy estrecha. El ida y vuelta de los vecinos era moneda corriente y no se necesitaba ningún trámite migratorio porque se suponía que el traspaso de la frontera era momentáneo, como una visita a un pariente o una transacción comercial de poca monta.

Los preparativos de la fiesta fueron intensos y los invitados centenares. Por parte de los Navarro, el listado era extenso, si hasta hubo que hacer algunas tachas u omisiones por razones de fuerza mayor. Del lado de la novia no le quedaban en zaga, ya que la chica brasileña tenía parientes a rolete. Entre estos se hallaban Flores, el intendente de Garruchos, el jefe de la Prefectura, el comisario y los que anteriormente mencionamos alcanzaba a un número de 300 personas. Los invitados de la novia duplicaban a los de Ramón. Ya que estaban en el baile, tenían que bailar.

Alquilaron para la ocasión la pista de los Franco y carnearían un animal para elaborar chorizos, accesorios y no podía faltar la tradicional torta de bodas.

El jefe del Registro Civil, Arcadio Navarro, realizó el matrimonio legal, y el sábado se concretaba el casamiento por iglesia.

Los invitados, como era estilo, llegaron temprano. El pueblo estaba alborotado con la gente que no era del lugar. Los cruces en lanchas desde Garruchiños fueron constantes. La fiesta pintaba linda.

La reunión no era de galera y bastón ni de vestidos largos. La gente sencilla acudía con lo que tenía; eso sí, “limpita y planchada”. El asado a la estaca comenzó temprano a fuego lento, para que los invitados pudieran disfrutar del menú luego de la ceremonia religiosa, tipo 21.

El cura párroco encargado de la ceremonia religiosa era el padre Nicolletti, que, además de Garruchos, tenía a su cargo las parroquias de Colonia Liebig, San Carlos y Garabí, todas en la provincia de Corrientes. Pensaban que tipo 19.30 el cura estaría por Garruchos, así arrancar a las 20 y terminar a las 21 con la ceremonia.

A veces las cosas no salen como se planifican; el cura se demoró y la ansiedad comenzó a tomar cuerpo en los asistentes. Se les avisó a los asadores que alejaran un tanto del fuego las estacas para que no se pasara el menú.

Era verano y hacía mucho calor. La gurisada cabezuda empezó a correr fuera de la iglesia, más tarde pasaron a jugar con tierra y la ropa limpia y planchada se fue ensuciando. Como no había teléfonos celulares y tampoco se sabía dónde estaba el padre y cuál era el motivo de su demora, algunos llegaron a pensar que se pudo haber olvidado del compromiso religioso.

Los adultos salían del templo a la calle a mirar si aparecía el Citroën 3 CV del cura italiano, hacían silencio para sentir el ruido del motor, pero la respuesta era el silencio. El calor y los nervios arruinaron el rímel de la novia y los invitados de Brasil querían comenzar la fiesta a toda costa, obviando la ceremonia. Algunos incluso sugirieron que se largue la joda y que los novios vengan a la iglesia cuando llegue el párroco. ¡Si es que llegaba!

Los novios, para agilizar los tiempos, se instalaron en el atrio de la iglesia. Ramón traspiraba con el saco puesto, Nica tenía el rostro sin brillantina, era un caos. Todos preguntaban y nadie respondía. Parecía la canción de Sabina: “Y nos dieron las diez”.

A las 22, contrariado y malhumorado, apareció el sacerdote. Bajó del Citroën, pidió pasar al baño para lavarse la cara y sacudirse la polvareda del camino. A su regreso lo encaró Armonio, el padre del novio:

–Algo rápido padre, la gente está desde las seis de la tarde esperando -encendió la mecha.

–Recién vengo de San Carlos, estaba dando catecismo, estaban los chicos y las madres, ningún hombre. ¿Ustedes son todas viudas?, les pregunté.

–La gente vino a las seis de la tarde al casamiento y no quieren venir a la iglesia -con pocas pulgas agregó el cura-. Para la fiesta tienen tiempo, pero para la religión no -dijo en seco-. ¡Nada de rapidito, primero la misa y después el casamiento!

Parecía que el padre se quería desquitar con los novios y sus invitados; recién a la medianoche concluyó el rito. De los invitados de la novia, algunos se tomaron unas cervezas y pegaron la vuelta, otros le dieron al vino y permanecieron.

Empezó la fiesta con el padre Nicolletti, que también estaba invitado. Al llegar a la pista no escatimó nada y a boca jarro le tiró a la audiencia.

–¡A la mitad de ustedes no los vi en la misa!

-¡Venga, padre, a bendecir la mesa y la fiesta! -Dijo con buen tino la madre del novio.

Ya entrada la madrugada, la orquesta interpretó el vals de los novios y empezó el bailongo. La música de las dos orillas llenó de alegría la noche difícil en que se convirtió la boda.

Los sorprendió el sol en medio de zapateadas y sapucay en la pista de baile. Ya no importaba si se terminó el hielo, tampoco el vestido de la novia que se torno rojo por el mismo piso. Fue tan poco el tiempo del baile, que ni los novios pudieron escaparse para disfrutar de la luna de miel.

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