Las aventuras de Timbó

domingo 17 de julio de 2022 | 6:00hs.
Las aventuras  de Timbó
Las aventuras de Timbó

Timbó es bajito, con grandes ojos negros, dos perlas oscuras donde se funden los colores de la selva como en un crisol, dos piernitas como tallos de un flexible junco, lo transportan de aquí para allá, con la velocidad de un rayo.

El pelo negro como el carbón, que se rebela ante cualquier atisbo de cuidado maternal, crece enmarañado y cae sobre sus hombros morenos, sus pies, desnudos la mayor parte del día, se mueven sin pausa entre las hojas blandamente muertas del monte, cuál si fuera un grácil venado o vuelan por la tierra roja de los caminos que arden bajo el sol calcinante de Misiones.

Vive a cien pasos de la selva, en un caserío levantado en las laderas del cerro, en una de las casitas azules, que por las tardes van tejiendo con el humo negro de sus chimeneas, amplias volutas que se pierden en el cielo azul de Campo Viera.

Acaba de cumplir 12 años, y aunque no ha recibido regalos, Timbó sonríe de cara al sol mientras escapa en el silencio de la siesta abrasadora, que derrite los techos de zinc de las casitas hacia la frescura del arroyo, que lo llama.

Lo sigue de cerca un perro también bajito, de patas cortas y un color marrón indefinido, había aparecido en su casa una mañana y se había transformado en su compañero de aventuras.

Lo había llamado tigre quizá pensando que al darle un nombre fuerte haría que su perro fuera valiente y lo defendería si alguna vez se encontraba en peligro, pero para decepción de Timbó, el pequeño perro seguía sus pasos, oliendo cada rincón, buscando debajo de las matas algún cuis, algún lagarto desprevenido o cualquier alimaña que comenzara la frenética carrera entre presa y cazador.

No existían mayores contratiempos en la vida de Timbó, que se pasaba los días repartidos entre la escuela y los caminos polvorientos de su pueblo, dónde le habían puesto ese mote por el tamaño de sus orejas, es sabido que el árbol Timbó también llamado Pacara en otras latitudes da unas semillas muy grandes, parecidas a una gran oreja, le habían puesto el apodo casi naturalmente como hacen los niños en todas partes del mundo. No había en ello ya ninguna señal de burla, simplemente lo habían bautizado así, y así se quedó…

El padre de Timbó, trabajaba en una mole colosal que se levantaba a espaldas del pueblo, un edificio de siete plantas, al que se ingresaba por un amplio portón de hierro, era el edificio más alto que había en toda la provincia, en ese edificio gigantesco se elaboraba un té exquisito, que se exportaba luego a varios países de Europa .

Las plantaciones de té de Campo Viera son algo digno de ver… como alfombras verdes cubren grandes extensiones, un perfecto tapiz de líneas rectas que se pierde en el horizonte.

En uno de los extremos del pueblo se había instalado hacia poco una empresa forestal. Se dedicaban a extraer grandes rollizos de la selva, troncos que Timbó veía pasar uno a uno camino al aserradero, tumbados sobre grandes camiones que iban y venían sin cesar , los miraba desde los barrancos, bajo los cuales pasaba la ruta, y se preguntaba de dónde vendrían aquellos gigantes dormidos – en realidad estaban ya muertos – pensó.

Lo que más le gustaba era cuando su madre lo mandaba con la vianda del almuerzo hasta el trabajo de su papá, tenía que caminar varios kilómetros, y cuando llegaba el lo recibía con mucha alegría, debía ser que el trabajo pesado daba mucha hambre , pensaba Timbó.

El aroma a té negro, que se almacenaba en grandes sacos invadía todo el amplio patio de adoquines, allí dentro los hombres sudaban a mares, con el fino polvo del té cubriéndoles el cuerpo y el rostro, cómo recién salidos de una mina de carbón.

A veces salían juntos a pescar. Su papá lo ayudaba a preparar las cañas y sacar las lombrices de fondo de su casa, mientras Tigre comenzaba a corretear a su alrededor presintiendo la cercana excursión.

Bajaban por el caminito sembrado de abrojos mientras su madre los observaba desde la puerta, se llamaba Emilia, y se pasaba el día entre los arduos quehaceres del hogar, lavando ropa, colgando ropa, cocinando o perdida en la huerta de la que volvía con repollos gigantes y las manos cubiertas de tierra. Ella los veía perderse entre los árboles, haciéndose invisibles como en un acto de magia y volvía a sus tareas.

Apenas traspasada la línea roja del camino, se abría ante si la picada , un caminito angosto y sinuoso.

El sendero, iba adentrándose debajo de los árboles, sorteando troncos gigantes, cubiertos de verde musgo y líquenes de diversos colores , cuando Timbó elevaba la vista, veía un dosel de copas en lo alto, a treinta, quizá cuarenta metros tapando la luz del sol , de vez en cuando la copa de algún lapacho azul o amarillo estallaba sobre sus cabezas, regando de pétalos de colores la sombra húmeda.

Casi siempre seguían el mismo camino, hasta encontrar el curso del arroyo, que corría entre los árboles formando pequeños estanques naturales y cascadas ocultas , allí, entre los camalotes y otras plantas acuáticas, nadaban los peces, brillando como flechas de luz en el agua sombría.

Sentado en el borde, quietecito…, Timbó iba enhebrando las lombrices que se movían en el fondo de la lata, al anzuelo y lanzaba el sedal apenas a un metro, o dos … esperaba a que el corcho comenzara a moverse apenas, de forma casi imperceptible , para luego hundirse rápidamente , entonces de un tirón traía hacia la orilla el destello plateado de escamas de alguna mojarra o quizá algún lustroso bagre de largos bigotes y espinas como lanzas.

Capturaba los pececitos y se los llevaba, ensartados en un palillo, mientras tanto su padre cortaba algún pequeño árbol de madera dura , para hacer los mangos de las herramientas que había en su casa , como ser azadas y hachas para partir la leña que también recogían en el lugar .

Luego volvían, cansados y sudorosos, no sin antes refrescarse en el manantial o naciente , oculta por las cañas y que formaba un pequeño pozuelo con el agua más fresca que hayan probado jamás.

Pero su debilidad eran las mariposas y los pájaros , los perseguía por toda la selva, por un intrincado sistema de túneles y pequeños caminos casi ocultos , que desembocaban en luminosos claros bañados por el sol , había visto últimamente una gigante, toda azul que cruzaba el claro sobre el arroyo, y se posaba sobre las piedras, sobre la cascada más alta.

Tenía un color hermoso, un azul eléctrico, como una turquesa brillaba entre las hojas, batía sus alas gigantes sorteando las enredaderas y las telarañas. Timbó quería atraparla.

No sabía muy bien por qué, ni para qué, pero se había obsesionado con atrapar a aquella magnífica mariposa.

Su vida fue cambiando paulatinamente. Cuando la empresa donde trabajaba su padre fue a la quiebra, medio pueblo quedó en la calle.

No había trabajo para nadie y comenzaron las penurias. Para colmo, su papá comenzó a beber, lo hacía sin pausa, invirtiendo los pocos pesos que lograba reunir en trabajos mal pagados, en botellas de alcohol que iba apilando en el fondo de la casa.

 

Terminó por frecuentar los bares de mala muerte del pueblo, de dónde regresaba completamente borracho, maldiciendo a todos y entonces Timbó huía al monte, o se refugiaba en los libros que había descubierto en la escuela.

Estudiaba y leía, todo lo que caía en sus manos que era más bien escaso. Comenzó por una gruesa Biblia que había en su casa, y desde el Génesis hasta el Cantar de los Cantares, fue acompañando al pueblo elegido por el desierto, cruzando el mar Rojo y combatiendo a los Filisteos.

Cuando el Gigante Goliat cae bajo la piedra de la honda del pequeño David o Sansón derriba los muros del templo, ciego y malherido matando a todos sus enemigos, pensó que había encontrado el mejor libro de aventuras.

Sus maestras le habían inculcado con gran vocación el amor por la lectura y la geografía, así al poco tiempo, dominaba el nombre de todos los países y capitales del mundo, así como sus ríos y cadenas montañosas.

A sus escasos 12 años ya se sabía de memoria varios clásicos que habían caído en sus manos los últimos años. Durante meses se había creído la reencarnación de Robinson Crusoe, y perdido en el medio de la selva construía sus propias cucharas y cuchillos de madera, hasta hizo un estanque propio en la huerta de su madre, para poder traer a los peces que capturaba en el monte y así autoabastecerse.

Plantó varias veces las semillas de porotos y maíz que sacaba de la despensa para hacer su propia provisión de alimentos , pero cuando el estanque se echó a perder luego de largas lluvias y sus plantaciones no rindieron ante el sol calcinante de Misiones, se dio por vencido.

Pero cuando la adicción de su padre se agravó, ya no hubo ningún refugio posible. Su madre lloraba continuamente, maltratada por ese hombre a los que todos comenzaban a desconocer .

Había sido un buen padre hasta que el alcohol terminó por convertirlo en lo que Timbó pensaba debía ser la personificación del Diablo .

Cuando les cortaron la electricidad, a su padre pareció no importarle . La casa se transformó en un lugar oscuro y frío.

Aún así , Timbó encendía candiles por las noches , junto a su cama y leía… Leía como si le fuera la vida en ello , hasta que un día un policía tocó la puerta de su casa.

-¿La casa del señor Fuentes ?– preguntó un oficial flaco y enjuto-

-Si, es está – contestó su madre-

-Tiene que acompañarnos – agregó entonces el oficial – el señor Fuentes ha sido encontrado muerto al borde de un camino, creemos que ha sufrido un accidente.

La muerte de su padre provocó en Timbó, una revolución interior.

De ser el primer niño de la clase, pasó a cometer toda clase de tropelías. Estaba furioso. Furioso contra su padre por no haber podido dominar su alcoholismo, furioso contra su madre por permitir que su padre bebiera tanto. Furioso contra el mundo que se había complotado en hacer de su vida una miserable sucesión de sucesos que no quería recordar.

Así que cuando su madre lo llamó y le dijo que debía mandarlo a Buenos Aires, con sus parientes, ya que ella no podía hacerse cargo de él, Timbó explotó. ¿Cómo iba a irse tan lejos? No conocía a nadie allí, más que por los tenues recuerdos de las visitas que había hecho cuando tenía 5 o 6 años. ¿Qué iba a hacer en Buenos Aires, solo?

Allí en Misiones tenía al menos amigos, y podía escapar a la selva cuando necesitaba pensar o simplemente huir de sus problemas… ¿Cómo haría en una ciudad gigante con calles de cemento y sin árboles ni ríos para acostumbrarse?

Entonces en un rato de ira contenida, tomó la decisión de huir.

Preparó con cuidado todo aquello que pudiera necesitar para subsistir en la selva durante varios días, tomó su caña de pescar y sus anzuelos, una caja de fósforos y unas latas de arvejas que encontró en la despensa, un pequeño jarro de latón y una gran hogaza de pan.

Se hizo de un viejo machete que había pertenecido a su abuelo, tomó su colección de figuritas, aunque no sabía bien para que le servirían en el monte, un libro y varias velas.

Cuando tuvo todo lo que creyó sería necesario para permanecer oculto un par de días, cargó todo en un costal de té, con grandes letras que decían Industria Tealera Argentina y se durmió.

Tenía planeado salir, apenas amaneciese, mientras todos dormían. Lo despertó el canto estridente de un gallo en la madrugada.

Aún no había salido el sol cuando saltó por la ventana, que daba a la huerta, y bajó rápidamente hacia el monte.

 

Inédito. El relato es parte de Las aventuras de Timbó, libro próximo a editarse. Acuña, es oriundo de Campo Viera, Misiones. Blog del autor: lanavedelpoeta.wordpress.com

Luis Alberto Acuña

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