Viaje

domingo 17 de julio de 2022 | 6:00hs.
Viaje
Viaje

Salgo de madrugada hacia mi trabajo y enseguida compruebo que mi sobretodo negro casi no es suficiente para amortiguar el frío.

Todavía no ha salido el sol y las calles están vacías. Un foco tímido que cuelga de un cable es la única luz cercana, que apenas se adivina oculto por una turbia niebla, rara.

Como otras veces, camino con los ojos y oídos muy atentos.

Todo puede pasar en la última oscuridad de la noche.

Calles silenciosas, de tierra negra, me separan de la parada del colectivo.

Por fin llego y me pongo a esperar. Y entonces, desde la nada de la niebla, emerge el colectivo, bamboleándose como un animal gigantesco y perezoso.

El colectivo se detiene, subo y, como siempre, soy el único pasajero. Paso la tarjeta y voy a ubicarme en el último asiento.

Entonces, lo veo.

Al lado del chofer, paradito, está un niño. No entiendo cómo no lo advertí al subir. Tiene seis o siete años y me mira fijamente. Le sonrío y le hago un gesto con la mano.

El niño no reacciona. Me mira directo a los ojos. Me incomoda un poco y desvío la vista hacia las ventanillas. Veo los lentos pastizales mojados por la niebla. Algunas casas comienzan a aparecer. Llegamos a la avenida asfaltada y el animal deja de bambolearse.

Vuelvo a mirar hacia adelante y veo que el niño sigue en la misma posición. Él no deja de mirarme. Tal vez le parezco raro con mi sobretodo negro, o me tiene miedo. A pesar del frío, él solo viste una remera de mangas cortas y un pantaloncito.

Recién ahora veo que se parece muchísimo a la foto que había en el dormitorio de mis padres, en la casa de mi infancia. Antes existía la costumbre de fotografiar a los niños para exhibirlas en la sala o colgarlas en el dormitorio. Eran fotos en blanco y negro, ampliadas, que se coloreaban artesanalmente para luego enmarcarlas y colgarlas.

El niño se parece muchísimo a mí, cuando tenía su edad. Se parece al recuerdo que tengo de eso y que no es otro que la imagen de la foto coloreada.

Es tan parecido que verlo me inquieta.

En ningún momento él deja de mirarme fijamente.

Vuelvo otra vez la vista hacia la ventanilla y no aparto los ojos del paisaje. Cada vez hay más casas que baldíos y comienzan a subir más pasajeros, todos estudiantes del liceo con sus uniformes inconfundibles. En pocos minutos dejo de ver al niño porque los chicos se interponen entre nosotros. Recuerdo mis años como estudiante del liceo. No era fácil, pero allí hice varios amigos.

Cuando llegamos a la esquina del liceo, bajan todos alumnos y descubro que el niño no está más. ¿Cuándo bajó? Nadie bajó desde que subieron los chicos del liceo. Estaba seguro de que el niño seguía allí.

Sigue subiendo gente y luego de unos kilómetros, yo me bajo, un poco confundido y extrañado por lo que vi. Enseguida advierto que me equivoqué de parada. No reconozco la calle y menos con esta viscosa niebla. Debo estar lejos todavía. Tardo en reaccionar y el colectivo comienza a alejarse. Maldigo porque voy a llegar con retraso y sin ningún motivo que lo justifique. Lo único que puedo hacer es esperar otro colectivo. En un barrio de casas bajas que nunca he visto o que he visto tantas veces que no lo registro.

De pronto, como un rayo, siento la presencia que tanto me intrigó en el viaje. Creo que está casi al lado mío. No me atrevo a mirarlo. Solo atino a correr para ver si alcanzo al colectivo que se fue. Corro y me canso mucho. Siento frío. Al fin veo que el colectivo está detenido por el semáforo en el cruce de dos avenidas. Cada vez más me cuesta correr. Comienzo a ver el paisaje distorsionado por la niebla anormal y por mi creciente fatiga. Apenas puedo llegar antes de que el colectivo arranque otra vez. Por suerte hay unas personas que están subiendo y van a hacer que demore más en partir. Estoy muy cansado, ya no siento el sobretodo. Solo siento el sudor frío en los brazos y en las piernas. Llego justo cuando una señora muy alta está por subir. Me sonríe y me da la mano. Subimos juntos y estoy tan agitado que los escalones me parecen más grandes. Jadeante, me apoyo en el caño que está justo detrás del chofer y me quedo ahí quieto, recuperándome de la carrera. Ya no presto atención a la señora ni a los otros.

Solo veo a un señor que, desde el fondo del colectivo, sentado en el último asiento, me mira fijamente. Sus ojos son muy penetrantes. Dejo de ver a los que los que subieron conmigo.  Ya no están.

Él es un viejo con sobretodo negro que no deja de verme.

Estamos solos.

 

El cuento es parte del libro “La campana y la lluvia”, obra elegida para representar a Misiones en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, de 2022

Carlos Miguel Zarza Machuca

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