Día del padre

domingo 10 de julio de 2022 | 6:00hs.
Día del padre
Día del padre

El sol hacía hervir la cabeza de Horacio pese al sombrero.  El caballo transpiraba y resoplaba, aunque marchaban al paso, por suerte al mediodía llegarían al arroyo Tacuara, con su sombreada costa de monte.  El jinete  se preguntaba la razón de ese llamado tan urgente de doña Luisa, madre de la viuda; sospechaba que, tal vez, se tratara de una enfermedad grave o inclusive del propio nacimiento, justo dos posibilidades que la viuda mencionó de manera negativa cuando rechazó la propuesta de casamiento que él hizo, dijo que ni siquiera lo llamaría si se enfermaba o para cuando la niña o niño naciera; el embarazo no cambiaba la realidad, ella tenía más de cuarenta años, él apenas diecinueve, debía hacer su vida, organizarse, estabilizarse, no atarse a una mujer mayor; pasado el tiempo podría conocer al vástago. Pero haciendo cálculos, ese bebé debía llevar dos o tres meses de nacido, pronto sabría con certeza los motivos. Se detuvo a un costado del vado del Tacuara, bajo un timbó que proyectaba sombra sobre el agua, ¡qué alivio para caballero y caballo¡; extrajo arroz, charque y la ollita de hierro de las alforjas; juntó leña, encendió el fuego, poniendo a cocinar el guiso. El cielo de a poco se fue nublando, hasta ocultar al sol por completo. Horacio pensó que estaba bien, ya no esperaría que el sol bajara para continuar, seguiría a su destino apenas descansara algunos minutos después de comer. Al reemprender la marcha, tocó la fría culata del Colt 45 que llevaba en la cintura, verificando que estuviera en su lugar, caminos complicados eran esos en la primera década del siglo XX.

Caía el sol cuando, desde la colina, divisó el casco de la estancia “Rincón de San Pedro”, siguió recordando que apenas el año anterior trabajó allí, contratado por Rosaura, la propietaria viuda; arreó y negoció ganado para ella, de ese ir y venir surgió el romance con la patrona, que terminó de manera abrupta, al igual que el contrato, por decisión de ella. Al saber de su futura paternidad y ofrecer casamiento, Rosaura también señaló que no importaban las apariencias ni las opiniones sociales, no deseaba que por una debilidad de ella, un joven se arruinara la vida.

Lo recibió la propia Luisa, señora que exhibía más años que los setenta y tantos que cargaba. Luego de la formalidad de los saludos, Horacio preguntó:

-¿Qué anda pasando doña Luisa?, vine en cuanto pude, preocupado por su mensaje.

-Las cosas no están bien, te hice llamar con autorización de Rosaura, ella sufre hemorragias continuas desde el parto, la nena se presentó mal encajada, la partera hizo lo que estuvo a su alcance. Mi hija va a morir, Horacio, lo dijeron dos médicos que la revisaron, depende de Dios. Cada día se debilita más, aguanta por el reposo absoluto, pero estoy agotada, la chica que está conmigo ayuda, pero no es suficiente.

-La criatura ya nació entonces, ¿por qué no me avisaron antes?- cuestionó, impactado,  Horacio.

-Rosaura no quería, hasta que adquirió la certeza del desenlace, ella te va a explicar.

Accedieron al dormitorio en penumbras; luego de acostumbrar la vista, el joven distinguió en la cama el delicado rostro de Rosaura, como tallado en blanco mármol por la palidez, acentuada por la renegrida cabellera. Le dio un beso en la frente y se sentó en la silla dispuesta al lado de la cabecera.

-Horacio, pedí a madre que te llamara -dijo Rosaura en un hilo de voz- no por mí, por nuestra hija. Voy a morir y la niña tiene un padre. Mañana o pasado vendrá mi hermano Diomedes, que cada tanto se anda ocupando de las cosas de la estancia con sus peones, y querrá llevarla, dice que no puedo cuidarla, que madre está muy cansada y enferma, que la beba no tiene futuro aquí y tiene razón, Diomedes no es malo, pero vos como padre sos la mejor opción para ella, quiero que te hagas cargo de nuestra hija.

 Rosaura intentó decir algo más, no pudo, quedó como dormida. El joven tomó la fría mano de la viuda y prometió que así lo haría. Al erguirse, observó que en el rincón opuesto estaba la cuna, cubierta por un mosquitero. Descorrió el tul y vio al pequeño ser que descansaba con placidez; se enterneció, la situación de indefensión de la diminuta criatura despertó de inmediato su instinto de protección, no permitiría que nadie hiciera daño a ese bebé, pensó.

-¿Qué nombre le pusieron? - preguntó a doña Luisa.

-Todavía no lo tiene, es tu privilegio, la vas a criar…

-Rosaura es el nombre, Rosaura, como la madre.

-Muy bien, me alegra- respondió doña Luisa, agregando – es mejor que se vayan mañana bien temprano, no quiero que te encuentres con mi hijo, no sé cómo reaccionaría, Diomedes es muy temperamental, tampoco sé cómo lo hará al no encontrar a la beba, pero será un hecho consumado. No vengas más por acá, si se produce el milagro de la recuperación de Rosaura, te haremos saber, de su muerte seguro te enterarás. Si aún vivo, no me traigas a la niña hasta que tenga cuatro o cinco años, entonces la conoceré.

Horacio asintió, no temía enfrentarse con hombre alguno en la Tierra, en el terreno que fuere, pero para qué hacerlo si se podía evitar la conmoción familiar. Cenó el bife con huevos que preparó la chica que ayudaba a doña Luisa y fue a dormir en la pieza que solía ocupar cuando trabajaba allí. Durmió bien porque el trajín del día fue muy intenso.

El cielo amaneció amenazante, el nublado gris de la tarde anterior se convirtió en negro ominoso, truenos y relámpagos anunciaban la lluvia inminente. Horacio no cambiaría los planes trazados con doña Luisa por el clima hostil, pero hizo saber a ésta que no vino preparado para llevar a un bebé de tres meses en brazos, a lomo de caballo y bajo agua. La buena mujer trajo la capa y el sombrero de lluvia que pertenecieron al marido de Rosaura, diciendo que andarían bien, su físico era similar al del difunto. El joven se despidió de la agonizante viuda con un beso en la mejilla, musitando palabras de cariño; interpretó que ella las oyó, porque sus párpados temblaron, pero no se despertó. La capa y el sombrero le quedaron como propios, evitó encajar el brazo izquierdo en la manga respectiva, en él llevaría a su hija, protegida bajo la gran prenda, manejaría las riendas con la mano derecha, en contra de las reglas de caballería. Acomodó en la alforja derecha los tres biberones de porcelana puestos en cestitos de mimbre, cargados con leche de cabra hervida que le entregó doña Luisa y en la izquierda guardó la bolsa con pañales y ropita. La anciana tenía a la bebé en brazos mientras esperaba que Horacio subiera al caballo, la había envuelto con sábana y manta, a las que cubrió con un retazo de hule ante la posibilidad de lluvia; la niña estaba tranquila, recién cambiada y con biberón tomado; antes de acomodarla en el brazo de Horacio, que ya se encontraba sobre el caballo, doña Luisa le dio un beso en la frente, sin derramar lágrimas, diciendo en voz baja: “es lo mejor”. Luego deslizó a Rosaura hija por debajo de la amplia capa, poniéndola al alcance del brazo del joven.

-Adiós Horacio, Dios los bendiga y Él los ayude- se despidió Luisa- hoy tenés que llegar a tu pueblo, aunque sean muchas leguas, o a sitio seguro, la beba necesitará cambiarse.

-Adiós, señora. Que Dios contribuya a que un mal rayo no me parta, así como está el tiempo. Trataré de llegar hoy mismo. No hay que perder las esperanzas con Rosaura, pero la vi muy mal; Dios también ayude a sacar adelante a esta pequeña, pondré mi empeño en ello.

Doña Luisa miró directo a los ojos de Horacio, de un azul eléctrico, respondiendo:

-Pronto encontrarás una mujer que valga la pena y te quiera.

El joven emprendió el camino. Al principio, tuvo la sensación de no llevar nada en el brazo izquierdo, sin embargo, al cabo de una hora de marcha, comenzó a notar los cuatro o cinco kilos de Rosaura hija. De improviso, se desataron ráfagas de viento sur cargadas de lluvia que los azotaban con fuerza. El caballo, estoico, continuaba la marcha; la intensidad de la precipitación hacía que a veces, desde el sombrero, atado con firmeza a la barbilla, se deslizaran hilos agua por el cuello penetrando por debajo de la ropa, helándolo; la visibilidad estaba casi nula, pero Horacio no pensaba detenerse, tampoco había donde, la vida de su hija estaba en juego. Cerca del mediodía, lo preocupó que la beba no diera señales de vida, ya debía tener hambre; ignoraba que el paso del cuadrúpedo funcionaba como mecedora para ella. En las proximidades del Tacuara, por fin oyó el llanto de la bebé. Paró en medio de la nada, como un poste castigado por el vendaval, manoteó un biberón de la alforja y se las arregló para introducirlo por debajo de la capa para que Rosaura lo succionara. Saciada el hambre de la niña, el joven aprovechó para comer un pedazo de pan con queso. Pronto llegaron al vado del Tacuara; el arroyo, ayer cantarín y de escaso caudal, presentaba ahora aguas torrentosas, que crecían a simple vista a cada segundo. El joven lo conocía muy bien y sabía que todavía se lo podía cruzar, pero el caballo se detuvo en seco, insinuando encabritarse. La mano experta de Horacio lo tranquilizó por medio del manejo de las riendas; al tiempo que decía “vamos amigo, no me falles en este momento”, hincó las espuelas en el vientre del animal, atravesando el paso sin mayores inconvenientes.

A la siesta, el viento amainó, la lluvia se hizo mansa, pero no cesaba. El brazo izquierdo del joven padre estaba entumecido, los cuatro o cinco kilos de la hija parecían toneladas de roca. Pensó en cambiarla de lado, si el agua daba un respiro. Después del segundo biberón, tuvo la oportunidad de hacerlo, la lluvia dejó de caer. Descendió con cuidado del caballo, colocó a la pequeña sobre el suave pellón de la montura, cruzando su pechito con una de las riendas, que aseguró en la argolla de la cincha. En ese instante, ella abrió los ojos, de color indefinido, miró al padre e hizo una simpática mueca, que él interpretó como sonrisa, premio a la penuria. Sacudió y se sacó la capa, puso el brazo izquierdo en la manga, dejando libre el derecho, colocó el biberón que quedaba en la alforja izquierda, tomó a Rosaura y subió al caballo; antes de continuar, volvió a abrocharse la capa. Se sentía más cómodo con la beba en el brazo izquierdo, pero el alivio al cansancio fue inmediato. Una fina llovizna reemplazó a la fuerte descarga pluvial que lo acompañó casi desde la salida, el viento sur hacía sentir el frío; Horacio ya no veía la hora de llegar, pronto se quedaría sin mamaderas y el caballo se debilitaba.

A la hora última de la tarde, aunque la garúa seguía, sobre el horizonte oeste refulgía una franja de cielo imbuida de los colores del sol del ocaso; dorado, violeta, rojo, amarillo, azul; contra ese pedazo de firmamento el joven distinguió el contorno de las primeras casas de su pueblo. Largó un suspiro de alivio, había usado el tercer biberón, la niña se revolvía inquieta en el brazo derecho, deseando, tal vez, que la cambien de pañales. Al arribar frente a la plaza, entró directo a la caballeriza, descendió del cuadrúpedo, accediendo a la casa por una puerta del costado. Su madre se sorprendió al ver el estado y la ropa con la que llegaba.

-¡Horacio¡¿De dónde venís? Te estuvimos esperando con tu padre y no avisaste nada, estábamos preocupados. ¿Qué hacés con esa ropa? ¿Qué pasó?

-Menos pregunta Dios y perdona, mamá. Desabrochame la capa, por favor.

Luego de hacerlo, doña María notó un extraño movimiento en el brazo de su hijo, al abrir más la capa, se le apareció en plenitud el pequeño bulto, con la carita inquieta haciendo pucheros.

-¿Y esta criatura? - preguntó entre asombrada y enternecida.

-Es tu nieta, mamá- contestó el joven, pasándola a su madre- es mi tesoro y mi vida, cuídenla como si fuera yo mismo, en la cena cuento la historia.

Horacio se dirigió a la caballeriza, desensilló al caballo, asegurándose que el animal tuviera a disposición una buena ración de alfalfa. De las alforjas extrajo la bolsa con ropa de Rosaura y los biberones, que entregó a su madre. Luego fue a la habitación que ocupaba cuando estaba con sus padres y se sentó en la cama para sacarse las botas; “fue una jornada agotadora”, pensó, cayendo dormido al instante sobre la almohada, con las botas puestas.

Consciente de sus nuevas responsabilidades de padre, Horacio incrementó su actividad pecuaria, orientada a la compraventa de novillos para engorde, en campos que alquilaba y al transporte de ganado para terceros. Mes y medio después del heroico día en que trajo a su hija, guiaba el arreo de una tropilla a la costa del río Uruguay, cuando divisó a Diomedes, el hermano de Rosaura, que venía con otra en sentido contrario, él también lo vio. Siguieron avanzando hasta que Diomedes detuvo su marcha, haciendo Horacio lo propio, curioso por la actitud que tomaría su casi cuñado. Hubo tensión en el aire por largos segundos, aunque ninguno de los dos sabía bien el porqué. De pronto Diomedes bajó del caballo, invitando a Horacio a que lo haga con un ademán amistoso. Los dos hombres se saludaron y pasaron la mano.

-Hola muchacho- dijo Diomedes- ¿Te enteraste de las malas noticias familiares?

 -No- respondió Horacio- doña Luisa me prohibió que me acerque a la “Rincón de San Pedro”.

-Rosaura falleció dos o tres días después que anduviste por allá. Madre tuvo un infarto luego de la muerte de mi hermana, murió también, hacía años que no se sentía bien del corazón, iba a pasar en cualquier momento.

-Lo lamento, son cosas que se esperaba podían suceder. Quise mucho a Rosaura, si no me casé con ella fue porque lo rechazó.

-Sí, sé eso. Hablando de ella, me cedió su parte en la estancia, pero para mi sobrina quedó un buen lote de ganado. Lo voy a cuidar y administrar hasta que tengas campo propio. Te voy a enviar el inventario de lo que le pertenece.

-Está bien Diomedes, ahora sigamos viaje que con estas tropillas en medio del camino estamos cortando el paso.

-Nos vemos. Trae de visita a mi sobrina, ella y vos serán siempre bien recibidos en mi casa.

Durante seis años, la niña Rosaura creció bajo el amoroso cuidado de sus abuelos paternos y la presencia continua del padre, cuando el trabajo lo permitía.No escatimó esfuerzos para que la hija tuviera una infancia feliz y confortable, pero el cambio es la esencia de la vida. El mismo año que el padre de Horacio falleció, éste contrajo matrimonio con Amalia, una buena mujer. Juntos fueron a buscar a Rosaura, para que viviera con ellos. Doña María, mujer mucho más joven que el difunto marido, rogó para que no le quiten a quien consideraba su hija, pero al final cedió, esperaba que de un momento a otro una de las hermanas de Horacio, que vivía en Posadas, viniera a llevarla, necesitaba su presencia allá. Rosaura se instaló con el nuevo matrimonio en un paraje rural cercano a la costa brasileña del río Uruguay, en los días escolares se alojaba en la casa de otro hermano del padre, que vivía en el lado argentino del río, donde asistía a la escuela en Concepción de la Sierra. Al llegar al último año, obtuvo el mejor promedio en todos los grados de la primaria y debía ser la abanderada, pero un reglamento que inhibía a ciudadanos extranjeros de acceder a ese honor impidió que lo fuera. Horacio tuvo un hijo con Amalia, David, a quién quiso como a Rosaura, pero mantenía una particular debilidad por ella, nacida en el tormentoso viaje a caballo que la introdujo en su vida. Con el tiempo, parientes de la madre de por medio, David fue orientando su actividad estudiantil hacia Porto Alegre, mientras que Horacio, con la ayuda de la venta del lote de ganado que administraba el tío Diomedes, se esforzó por pagar el internado de Rosaura como pupila del Colegio Santa María de Posadas; en la ciudad estaban su madre y una de sus hermanas, él había nacido en Misiones después de todo…

 

Horacio sintió un golpe en el hombro y se irguió en el cómodo sillón en el que se sentaba.

-¡Abuelo, te dormiste!- dijo su nieta más joven.

-No, solo recordaba.

Como todos los años desde hacía varios, ese luminoso domingo de junio pasaba el Día del Padre en casa de Rosaura. A los cincuenta años, su hija era una linda mujer, conservaba la renegrida caballera y las bellas facciones heredadas de la madre, con los ojos verde claro, que a veces parecían azules, fruto de la herencia paterna. “Mucha agua pasó bajo el puente”, reflexionó Horacio; luego del fallecimiento de Amalia, decidió radicarse en Posadas, David ya tenía su vida en el Brasil, él se sentía atraído por volver a sus raíces, donde además contaba con parte de su gran familia. Rosaura estaba casada con un arquitecto que conoció en la época de pupila del Santa María, un buen hombre que caía bien a Horacio; el matrimonio le dio cuatro nietos, dos varones y dos mujeres. Desde la amplia terraza, contempló al gran Paraná, distinguió la esbelta silueta del barco “Guaira”, surto en el puerto. Rosaura se le acercó, apoyando el brazo en su hombro.

-Vamos a comer papá, hice tu postre preferido.

Obediente, Horacio la acompañó; de repente, se acordó del caballo.

-¡Qué buen zaino era ese!- exclamó.

¿Qué zaino papá?

El caballo por el que estás acá- contestó Horacio, sonriendo.

 

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Carlos Manuel Freaza

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