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El agua del Río Uruguay (1752)

domingo 26 de junio de 2022 | 6:00hs.
El agua del Río Uruguay (1752)

El indiecito Canó, de la Reducción de Santa María la Mayor es, desde pequeño, el mejor tiple del coro, siempre alabado por los padres y envidiado por sus compañeros a la hora de entonar las profecías y lamentaciones. Con apenas nueve años, su voz infantil, tan prístina, llamó la atención del maestro de canto de ese pueblo y desde entonces fue destacándose más y más a la hora de entonar arias y motetes. Pero ahora, que ya va rumbo a sus trece, por alguna razón que lo martiriza, la voz ha comenzado a fallarle en algunos pasajes, y él no ha dejado de advertir la cara del padre Bernardo al escapársele algunos de aquellos sonidos discordantes en mitad de un salmo. Está en plena adolescencia y el cambio de voz es inevitable, pero él no lo sabe, y cree le han hecho algún daño para arruinarlo. Tiene varios sospechosos en su entorno, pero ninguna prueba, de modo que el asunto lo tiene perturbado, pero, de pronto, ha ocurrido el milagro.

Luego de uno de aquellos ensayos matinales, mientras los integrantes del coro correteaban en derredor de los padres Tadeo y Bernardo, que charlaban sentados en la galería, un comentario del padre Tadeo llegó claro a sus oídos. El padre evocaba en aquel momento a ese otro cura tan digno que los acompañara un tiempo en la misión, el padre José Sánchez Labrador quien aseveraba -comenta Tadeo-, cómo las aguas del Río Uruguay poseen la virtud de mejorar la voz, y de allí el motivo por el cual los coros de Yapeyú fueran siempre los mejores. Porque Yapeyú está sobre las márgenes del río y todos beben allí cada día de esa agua, en cambio Santa María queda a casi una legua de la costa y ellos debían tomar a diario la de un arroyo cercano…

Fue entonces cuando se le ocurrió que, si él pudiera ir a beber el agua de ese río, tal vez pudiese resolver la falla en la voz que tanto lo preocupa. Está acostumbrado a los halagos, sabe que las notas de su voz conmueven, y que todos lo destacan por sobre el resto debido a esas cualidades. Su oído no es ajeno a los comentarios y se ha acostumbrado a escuchar que la agudeza de su voz supera a la de cualquier pájaro del monte. Alguien ha dicho que su modulación recuerda los trinos del corochiré cuando cae la tarde, y sabe que esa modulación no logra alcanzarla ninguno de sus compañeros en el coro, pero ahora, justamente, su más preciado bien comienza jugarle estas malas pasadas. Entonces, desde hace un tiempo, y cada vez que el padre no lo necesita y su familia no le presta demasiada atención, ha comenzado a escapar por un trillo del monte hasta llegar a la costa del Uruguay y beber de su agua.

Es una caminata larga y llega allí sin que nadie lo sepa, se deslumbra un momento con aquel paisaje de cielo sobre la superficie correntosa y luego, echado sobre las piedras de la costa sorbe de aquella agua llena de virtudes. A veces, si tiene tiempo, lo hace despacio, boca abajo en la orilla y disfruta al deglutir aquel líquido límpido que habrá de restaurarle las condiciones de su voz. Luego, parado sobre la arena o metidos los pies en el río, entona los pasajes habituales en aquella lengua extranjera cuyo significado ignora, pero que reproduce fielmente, y hasta ha visto pájaros aposentarse cerca con la intención de oírlo. También se han acercado en sus canoas otros indios vecinos de la costa para escuchar su voz. Los mismos que ahora, cada vez que lo ven, se arriman para disfrutar de ese concierto solitario que él les prodiga en la orilla. Pero en otras ocasiones, si el tiempo de que dispone no es mucho, bebe apresuradamente y luego, una vez apagada la sed que le provocara aquella caminata, junta un poco en una calabaza y regresa bebiéndola al paso. En algunas oportunidades, presuroso, ha bebido tanto y tan de golpe que su estómago repleto la ha devuelto, pero él no se amilana por eso, y en cuanto puede, retorna para ver si es verdad que esas aguas producen el milagro de mejorar la voz.

A veces le ha parecido que sí, cuando algunas mañanas en la misa, al entonar cierto pasaje, lo ha hecho lleno de confianza y el canto ha salido a gusto para el padre Bernardo. Pero en otras, de pronto, al tener que emitir esa nota más alta, un quiebre repentino en la modulación derriba todas sus esperanzas y en la cara de disgusto del padre ve su incierto futuro. Es más, desde hace días el padre ha comenzado a estimular al pequeño Tutí, un indiecito que él conoce desde recién nacido y presiente, sin poder compartir su angustia con nadie, que habrá de ser su reemplazante.

Es entonces cuando piensa cuánto le hubiese gustado no vivir allí, sino haber nacido en esa Yapeyú de la que tanto hablan, sobre la misma orilla de ese río, y no tener estos problemas que lo aquejan. Porque también ha oído que allá, en ese pueblo de aguas abajo, se canta y se fabrican instrumentos de todo tipo, y hasta hay coros de esa ciudad que han viajado a un lugar lejano, llamado Buenos Aires, para cantar ante las autoridades españolas. Esto se lo ha escuchado comentar a los padres de la reducción, y esa fortuna, imagina, la tienen por haber nacido sobre la costa de ese río, sin necesidad de hacer estas escapadas furtivas que él realiza a través del monte para ir a beber un poco y volver fatigado.

Y lo que es peor, estas ausencias no han tardado en ser descubiertas y el padre Bernardo ya le ha advertido a su familia que habrá de separarlo del coro si persiste y mandarlo a trabajar a los talleres.

Pero él no está dispuesto a ceder con aquel tratamiento que se ha impuesto, ya que en recuperar lo cristalino de su voz radica toda su confianza y, además, porque con el transcurrir de algunos meses, oh sorpresa, ha percibido que si bien no logra aquella nota de extrema agudeza que se le exige al tiple, su canto no se quiebra ya, y puede modular las arias de una manera dulce y sostenida, tan seguro que él mismo se sorprende. Una voz que si bien es la suya parece más la de un adulto, algo más grave, pero madura, sonora, suave y, por cierto, capaz de ser envidiada por todos en el coro.

Ha tratado de hacerle sentir al padre Bernardo aquel cambio, pero como nunca ha podido hablar con él a solas y el padre lo considera ahora uno más del conjunto, su entusiasmo por seguir con esas prácticas ha decaído. Porque en realidad lo que el padre Bernardo necesita es un nuevo tiple para reemplazarlo, e insiste con adiestrar al pequeño Tutí, que tiene condiciones, por más que le cueste mucho modular en aquella lengua europea que jamás ha escuchado.

Pero él quiere seguir destacándose como siempre lo ha hecho, y ha llegado a pensar que antes de ser uno más… no le molestaría pasar a trabajar en los talleres como tantos lo hacen. No obstante, recapacita luego que sin el canto ya no podrá vivir. Eso es lo que ha aprendido desde muy pequeño y lo que ama. Desea cantar toda la vida, y más ahora, que superado ese inconveniente que tuviese su voz, se siente más seguro. Lo angustia, eso sí, no poder demostrárselo al padre Bernardo, empeñado como sigue en hacerle repetir aquellas frases incomprensibles al pequeño Tutí.

Y es así que una mañana no concurre a la misa y nadie sabe dónde puede estar. Comienzan a buscarlo por la reducción, pero pasan los días y Canó no aparece, mientras todos se preguntan qué pudo haberle ocurrido.

Él en tanto, lejos de allí, rema en una guaviroba aguas abajo rumbo a Yapeyú, convencido de que es el agua del Uruguay la que ha mejorado su mal transitorio y para siempre. Venciendo todos los temores ha tomado la decisión de llegar a ese pueblo donde habrá de tener un buen recibimiento y en el cual -está seguro-, si aquellos coros son tan buenos, sabrán apreciar las cualidades de su nueva voz.

Rodolfo Nicolás Capaccio

El relato es parte del libro “Piedras en verde silencio” (Inédito). Capaccio es licenciado en Comunicación social. Libros: Pobres, ausentes y recienvenidos (relatos), Sumido en verde temblor (novela) y Misiones, mágica y trágica, entre otros.

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