Codiciosa compañía

domingo 19 de junio de 2022 | 6:00hs.
Codiciosa compañía
Codiciosa compañía

Esa tarde de febrero el crepúsculo desfiló con un atuendo refinado. El rodaje cuasi cinematográfico del arrebol era perfecto. Arte e inspiración de la madre naturaleza en el pórtico del horizonte. Y por ese infinito lienzo de matices glamorosos caminaba Karem, aportando al escenario color ígneo, sus más seductores encantos. La tentación depositaba sus energías en ella. Una silueta acabada, joven y delicada que abrazaba en cada esquina de las periferias, el oficio más antiguo del mundo.

“Vive de sus virtudes extravagantes”, sentenciaban con saña las indiscretas lenguas ponzoñosas del pueblo. Pero su corazón frígido, tal vez forjado en insensible metal, no conocía hendiduras.

A juzgar de los ancianos nórdicos, la inquieta meretriz se asemejaba a una “elfa sindar”. Para los descendientes griegos era “la reencarnación de afrodita”. Los entusiastas más triviales leudaban la teoría del “ángel desterrado”. Su fulgente rostro, sublime óvalo cobalto, escondía en la ingenua mirada, un armadijo mortífero con capacidad de apuñalar a fondo los cabales más nobles de cualquier puritano mortal, sumergiéndolo gozosamente por horas en las áureas del placer rentado sin siquiera sonrojarse.

En el vértice pecaminoso de la insondable nocturnidad, un vehículo de alta gama se hizo presente para indagar a la dama. Con una sonrisa seductora e incitante, la joven insinuó derramar sobre su cántaro erguido, las mieles más afables de la lujuria.

—Perdón señorita, no requiero de sus servicios placenteros —se le escuchó decir al adusto hombre por la ventanilla del rodado—. Sólo busco una bella creación para hacerle compañía al Dr. Alejandro José Manuel Mansilla Corrales, médico cirujano, declarado insano hace un año por un tribunal local. Su anterior compañera pereció en un accidente doméstico. La paga es muy buena. Yo simplemente soy el curador designado por la justicia y trato de bregar por el bienestar del profesional.

Inédita propuesta sorprendió a la mujer. Atestada de desconfianza, extrajo elegantemente las inquietudes guardadas en su pasmo.

—Buenas noches caballero. Mi nombre es Karem. Escuché hablar de la enfermedad del Dr. Mansilla. También de su invaluable fortuna y la carencia de herederos. Creo haberlo visto por las calles céntricas mendigando junto a otro ciruja. Con todo respeto ¿Es un loco peligroso?

—En absoluto. Está medicado y atendido por sus propios colegas quienes lo estiman de sobremanera y erigen su buen nombre como el pionero en la cirugía cardiovascular. Lamentablemente el millonario ha decidido, en su demencia, vivir como un pordiosero. No es necesario que me responda ahora. Si le interesa la propuesta laboral mañana a las 10:00 horas la estaré esperando debajo del puente San Martín, lugar donde eligió morar transitoriamente el doctor. ¡Buenas noches!

El vehículo rodó por las calles ebrias de opacidad, arrojando sin previo aviso, un cúmulo de interrogantes sobre los pensamientos de Karem que, absorta, decidió retornar a su hogar. Sosegada y expectante aguardaría la cita.

Al día siguiente, con temperatura en próspero ascenso, la joven procuró al curador debajo del histórico puente. El hombre instituido por la justicia yacía recostado en los estribos del viaducto aguardándola junto al Dr. Mansilla. Presuroso el médico, quería limosnear en las cercanías de la plaza central y después ordeñar unas cabras que supuestamente le habían obsequiado. Pero su acelerada planificación embistió abruptamente contra los coquetos pasos de su nueva dama de compañía.

—¡Buenos días! —saludó la mujer con una límpida sonrisa desplegando, entre los harapos pernoctadores del errabundo, la plenitud de su arte pletórico de embelesos.

—¿Hubo revuelo en el Olimpo que hoy me visita una diosa? —galanteó el millonario ciruja, trastornado en sus facultades mentales pero no esquivo de halagos terrenales.

—Doctor ella es Débora Hokembach, una postulante a ocupar la vacante de Sofía —formalizó el curador, animoso por la actitud cortés del insano—. Con permiso, me retiro, así alternan palabras sin inhibiciones. Al medio día estaré de regreso.

Antes de alejarse, el curador se acercó a la muchacha y le susurró breves palabras al oído.

—Si la confunde con alguien, simplemente dígale que sí y actúe con naturalidad. Toda su vida fue un adicto a la lectura de novelas.

Un prolongado escalofrío recorrió el cuerpo de la joven. Permanecer a solas con un paciente trastornado la azoraba en demasía.

El galeno la observó con ojos de sicario, reconoció en su fisonomía rasgos de una imaginaria paciente de antaño y sin mediar preguntas estalló en afirmaciones enérgicas.

—¡Yo te conozco! ¡Sí te conozco! Sos la reencarnación de la Condesa de Castiglione. Imposible confundirme, si mis retinas están henchidas de primor. ¿Cómo estás Débora o tengo que decirte condesa? ¡Cuénteme algo por favor!

—¡Bien doctor! Caminando por el pueblo. La mañana está muy agradable. ¿Y usted, sigue practicando la medicina?

—Mi noble amiga ¡Jamás he practicado la medicina! Sólo soy lo que vez, un estiércol ancestral, una majada hedionda de harapos, un fósil callejero putrefacto, una andrajosa víscera crápula, un parásito nauseabundo añejado. Aguardo, en mi recodo sacrílego, al esférico y resplandeciente metal, aleación que permite a los vivientes regocijarse en deleites mundanos y, a los difuntos, pagar al barquero de Hades. Espero entre larvas y gusanos repugnantes, la llegada de ese reino de riqueza y fortuna material que cambiará mi vida inmunda para siempre.

La joven engulló la magnitud del trastorno después de la desopilante respuesta. Conservó con ímpetu la calma y se aferró a la templanza. Asentía simpáticamente mientras el andrajoso recitaba un sin fin de monólogos irracionales. Sin embargo, el instinto oportunista de la mujer denotaba buena fortuna. El enfermo mental dispensaba con donaire los boletos para viajar en primera clase. La idea de engatusarlo para recibir un porcentual de su herencia abrazó su génesis esa mañana.

Ambos marcharon pausadamente hacia la plaza del pueblo. En un sombrero roñoso el cirujano cosechaba los míseros óbolos caritativos de los transeúntes. Sus palabras huérfanas de acepción, promovieron el fastidio de la joven. Apabullada de tertulias disparatadas comenzó a recitar, como en un teatro griego del siglo V a.C., el libreto ambicioso de su trama.

—Es fascinante lo que me cuenta doctor. Una pena que alguien con su intelecto viva de la caridad. Cuidarlo sería un honor para mí.

—¿Porqué haría eso condesa? Usted es un soneto shakesperiano y yo sólo una fétida prosa sin rima.

—Lo haría como un acto de misericordia doctor, desinteresadamente, para llevar a la práctica los versículos consagrados en las Sagradas Escrituras y asistirlo en su peregrinar indigente. Salvo que usted prefiera otorgarme una dádiva para prolongar mis servicios compasivos con sus iguales.

—¡Excelente idea Débora! Cuando esta bolsa de osamenta decrépita sea polvo volandero, mis irrisorios pingajos patrimoniales le servirán de cabida a otros mugrientos nómades. Y en la pulcritud de sus manos majestuosas depositaré la globalidad de mi desprovisto haber. En síntesis, emulando la semántica coronada por los más ilustres letrados ortodoxos “con un fin hidalgo mi acervo hereditario le corresponderá en un todo a usted”. Y como hombre de palabra, en prueba de mi honradez y gratitud, firmaré súbitamente mi compromiso inquebrantable.

El entusiasmo de la mujer superó repetidas veces la cúspide del Monte Everest. Raudamente le acercó papel y cálamo. Sin vacilaciones, de puño y letra, el desquiciado profesional rubricó un somero escrito confiando los destinos de su legado.

—Bien lo dijo Poncio Pilato: “lo hecho, hecho está”.

—Perdón doctor, creo que usted se refiere al término Bíblico “lo escrito, escrito está”

—¡Es lo mismo condesa ! Lo sustancial es que ya está hecho.

La manceba cortesana recibió, de manos del insano facultativo, el precario testamento en un torrente de júbilo compartido que se extendió sin incisiones hasta la sumisión irreversible del astro rey.

En su incómodo habitáculo, la joven leía y repasaba cada contorno amorfo de tinta plasmado en el documento. Su corazón crispaba en matiz grandilocuente, apretujando entre sábanas raídas la llave de sueños épicos. Ceñida de codicia y ansiedad, un pensamiento infame de barbarie medieval conquistó sus directrices: la muerte precipitada de esa escoria insalubre. Su deceso repentino, libraría a su favor colosales caudales de gloria. Un legítimo reino de riqueza que su espíritu bucanero procuró por años en múltiples mares. El destino trágico del galeno susurraba en las penumbras.

Días posteriores el macabro plan germinó. Debía tomar el formato de un accidente. Empujar al ciruja desde la cima del puente no era mala idea. La madrugada cómplice abrigaría su discreta escabullida. Con el entierro del óbito, su voluntad manuscrita debía cumplirse irrefutablemente. Alborozada, aguardó que el pueblo apagara las luces.

Una luna menguante confabulaba en el silencio cósmico. La sombra femenina se erigió como una aparición fantasmagórica vagando por las desérticas calles. Con pasos tardos transitó su derrotero. Debajo del puente, fue recibida por ladridos intimidantes de perros callejeros, guardianes pretorianos del andrajoso emperador. Un tajante grito de mando acalló los ánimos exaltados de la jauría. El médico, sorprendido por la presciencia noctámbula de la mujer, principió un diálogo somnoliento

—Buenas noches condesa. ¿Qué hace a esta hora por aquí? Debería estar gozando de su descanso reparador.

—Buenas noches doctor. Sufro de insomnio esporádico. Los especialistas me han recomendado caminatas para disminuir sus efectos. Las practico cuando no puedo conciliar el sueño. No desearía hacerlas por las noches, pero de día soy su compañía en la plaza. ¿Le gustaría acompañarme? Cruzaré el puente para deambular el lado sur del pueblo.

—¡Claro que si condesa! Me complace su convite. Esta hilacha maloliente está siempre a disposición.

Lo dos iniciaron la travesía del puente. El viento norte caldeaba sus semblantes cada vez más enrojecidos. Ella decidió que era el momento de concretar sus espeluznantes intenciones. Fingió sentirse fatigada. Se sentó en la sólida baranda del viaducto e indujo al pordiosero a imitarla. De modo compasivo, musitó una última pregunta.

—Doctor ¿Usted cree en Dios?

El harapiento la miró a los ojos. Sintió el arribo de la inevitable catástrofe, un desenlace vil carente de honra y honor. Una horrenda pesadilla donde la bestia mitológica se devora ferozmente al justo pagano. Una epopeya que se acababa sin recibir en sus entrañas ese reino de riqueza y fortuna material. Suspirando abatido, murmuró con resignación.

—No creo en Dios, pero si existe uno, usted lo conocerá muy pronto.

Y en un movimiento raudo y letal, el insano galeno la empujó violentamente al vacío. La mujer se estrello contra las rocas y su fuego de opulencia se apagó con celeridad a la par de su codicioso corazón.

—¡Que calamidad! —vociferó el loco inmerso en una desvelada ironía—. Otro accidente doméstico en la terraza de mi hogar. Pero como dijo Poncio Pilato: “lo muerto, muerto está”.

Marcelo Rodríguez

Inédito. Rodríguez tiene publicado los libros “Cuentos con Esencia Misionera” y Poemas con Esencia Misionera

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