Dos mujeres

domingo 29 de mayo de 2022 | 6:00hs.
Dos mujeres
Dos mujeres

¡Vos sos una yegua! Tenés que ser una arrastrada para venir a mi casa porque aún entre las putas hay mujeres decentes. Pero, vos no solo sos una puta. Una víbora tendría que tener cuidado de cruzarse en tu camino. ¡Descarada! ¿Tan poco te importa lo que dirá la gente cuando sepa que has venido a mi casa? ¡A mi casa! ¡Entendés! Basura, alimaña arrastrada. Me da náuseas de solo verte. ¡No quiero que abras la boca! De esa cloaca sólo pueden salir inmundicias. ¡Desaparecé de aquí! ¿Quién te trajo? Si me decís que fue mi marido ¡lo mato! ¿Entendés? ¡Lo mato! Ahí tenés la puerta. Así como entraste, te vas. ¡Ya! Me descompone tu presencia.

Isabel miró a esa mujer agotada por la diatriba contra su persona con la mirada entre sobradora y compasiva de quien ha vivido toda una vida y examina a alguien que ha vivido sólo un sueño y que, desengañada, se siente aún con fuerzas para cambiar el mundo.

Estuvieron un momento así, chocando con las miradas la rabia de una con la compasión de otra. Iba a abrir la boca para decir algo y se frenó a tiempo.

Estaban en la pequeña sala de la entrada lateral de la casa, adonde Inés tomaba el sol de la tarde en sus lánguidos días de solitaria y amargada vida.

Isabel se encaminó hacia la puerta de hierro labrado y cuando la abrió, un vientecillo empujó unas hojas secas de los árboles del jardín hacia adentro. Las miró del modo que miran las adivinas la borra del café, como si en ellas fuera posible encontrar una señal de cómo seguir.  Volvió su mirada a Inés que no cejaba en la furia que le imponían sus ojos y sin decir una palabra, silenciosa como la tarde que ya se convertía en noche, se fue.

Cerca del mediodía, atronó en la quietud de la casa, el estrépito de la puerta al cerrarse con fuerza, sin querer, empujada por las manos ocupadas de Isabel, resonando como el gong que anuncia una nueva y brava pelea de dos mujeres, cada una, tratando de conservar el cetro de su mundo.

Ahí mismo descargó sus paquetes y esperó.

El apenas audible cerrar de una puerta y después el deslizamiento de una silla de ruedas, le marcó que la segunda batalla estaba a punto de empezar.

Cuando la puerta que daba al pasillo que llevaba a los dormitorios se abrió y la presencia de Inés llenó el marco de la misma, buscó un lugar en el sillón del juego de jardín, se ajustó el chal sobre sus hombros y buscó con deliberada intención la mirada de Inés, quien no salía de su estupor.

-¿Qué hacés acá?- le preguntó con rabia.

-Te traje comida y ropa limpia, Inés.

-¡Ya, te vas!

-Sí, seguro. Ya me voy. Acá te dejo todo. Confío en que te puedas arreglar. La viejita Sofía ya no va a venir más, así que tendrás que arreglártelas sola.

Entre el asombro de una y el silencio de la otra, se levantó y se marchó.

Esta vez, la tercera, la puerta de hierro labrado estaba abierta. Inés, como siempre en su silla de ruedas, la esperó a un par de metros de la entrada.

-Buen día Inés- dijo al entrar Isabel.

-Para vos no va a ser un buen día- contestó  sacando de entre sus ropas un revolver con el que apuntó a la mujer que se desprendía de sus paquetes en la mesa del centro de la sala.

Sin inmutarse y sin detenerse en su tarea Isabel le contestó.

-No sólo me vas a matar a mí, también te matarás vos con mi muerte -Y después, ya desafiante agregó -No tenés ni cojones ni necesidad. Así que bajá el arma a ver si te pegás un tiro a vos misma y agravás tus males.

No fueron las palabras ni siquiera el gesto desafiante sino esa mirada fría, conocedora, más allá de la maldad o el odio lo que hizo que Inés bajara de a poco el arma que con tan escasa convicción empuñara.

Un llanto de mujer entregada empezó a surgir de sus labios. Rabia y desolación se mezclaban con sus lágrimas. Entrecortadamente alcanzó a decir:

-¡Por qué no me dejan morir en paz!

Cuando Isabel terminó de ordenar las cosas que traía, se acercó hasta la silla de ruedas y muy lentamente tomó el arma del regazo de Inés y la apoyó en la misma mesa en que estaban las vituallas que había traído.

Luego, se sentó a esperar el final de los sollozos. Recién cuando terminaron empezó a hablar.

-La paz sólo vas a encontrarla cuando te nazca de adentro. De afuera, nunca vendrá y difícilmente la conseguirás empuñando un revólver. La vida, Inés, no es lo que nos proponemos que sea. Es lo que es. Y a nosotras nos ha tocado esto. Si a vos te parece que vivir cinco años siendo la “guampa” de alguien es fácil, estás muy equivocada. Es fácil si lo hacés por plata o calentura. Pero si es por amor, te la debo. Lo que quiere Pablo…

-¡Ni lo nombres! ¡Él no está acá!

-Te decía que lo que desea es que estés bien. La plata, Inés, ya no sobra, más bien falta. El negocio va de mal en peor. El único capital que no quiere tocar es el de las chacras de Eldorado. Lo guarda porque puede hacerte falta si avanza tu enfermedad. De parte mía, bien sabés que no tengo un peso. Jamás le pedí y jamás me dio. La cosa es que, sin ser una carga, no aporto en nada. Así que así son las cosas. Si te parece, voy a limpiar un poco la casa. Él dice siempre que fuiste, toda tu vida, una persona muy limpia y contenta no debés estar con la mugre amontonándose en los muebles y en los rincones.

Calló y la miró, sólo con compasión.

Un ser vencido estaba a sus pies, sin haberlo buscado, sin pretender sacar de eso alguna ventaja o para remediar o agravar viejos rencores del pasado.

Después de un rato de silencio, se levantó, se puso un delantal y arremetió con la limpieza.

 -¡Buen día Inés!

-¡Buen día Isabel!

-Te noto mejor cara Inés.

-Sí, es verdad. Lo mismo me dije cuando a la mañana me miré al espejo. Es que el alcohol mezclado con pimienta negra que me pasaste ayer por las piernas me hizo mucho bien. ¿De dónde sacaste la receta?

-Me la dio mi abuela. ¿Sabés? Ella era paisana, vivía en el monte. De allá la sacó mi abuelo, enamorados los dos hasta el caracú. Y ¡fijate vos! Él, era polaco. No… si el amor no tiene destino ni color.

-A veces lo tiene. Es color esperanza.

-Ese color, Inés, tantas veces se vuelve color dolor, que más que un color, es un dolor de panza.

Se miraron y casi, casi, se sonrieron, en la que hubiese sido la primera sonrisa compartida de sus vidas.

Extraño designio de dos mujeres que compartieran tanto y tan pocas alegrías juntas.

La casi sonrisa les alcanzó para iluminarles el día, como si fuera un atisbo de luz en el final de una larga y negra noche, amenazante y mordaz en sus existencias.

-Decime la verdad, Isabel. ¿Qué fue lo que te dijo el médico? Yo vi como hablaste un largo rato con él. No me mientas por compasión. ¿Me queda poco?

-Prometí que te diría siempre la verdad. A mí también me cansaron las mentiras y el ocultamiento. Vos y yo tenemos que entender que nos merecemos algo mejor en la vida. Así que te digo, estás bien. La porquería no avanza. Capaz que me voy yo primero. ¡Sería lindo que mi fantasma te viera llorar mi muerte!  No… si la vida te da vuelta como un naipe. Y recién ahí, comprendemos lo que no supimos ver por soberbia o ignorancia. Hacete a la idea que tenemos para un rato largo de estar juntas.

-¿Es verdad? ¿Es en serio que repuntó el negocio?

-Mirá Inés, la cosa fue así. Yo convencí a Pablo que vendiera una de las chacras de Eldorado y que invirtiera en el negocio toda esa plata para remozarlo y darle vida. El Polaco, mi abuelo, que era un comerciante de aquellos, siempre decía que la gente huele el negocio que se muere y los clientes cambian de vereda para no ver al finado. Me hizo caso solo después de mucho rogar, pues no quería vender por el motivo que vos sabés. Ahora, las cosas han cambiado un ciento por ciento. Fijate cómo será la mejora que nos vamos a ir unos días a las Termas de Oberá. No ya, pero sí en algunas semanas más, nos vamos los tres para allá.

-¡Ay, Isabel! ¡Las termas! Debe hacer como diez años que no voy. ¡Con lo que me gustan!

-Yo nunca he visitado alguna. Él dice que a vos te va a mejorar.

-¿Sabés? El agua bien caliente primero parece que no la aguantás sobre tu piel. Después, cuando el cuerpo se aclimata, no querés salir más. Para mis piernas, estoy segura, van a ser el mejor de los masajes.

El sol huía entre la frondosa arboleda de las termas en la selva misionera. Era fines de septiembre y la calidez del día estaba dejando paso a una tarde fresca y bienhechora. Bandadas de pájaros surcaban el límpido cielo y en las piletas ya no quedaba gente. La tarde se iba, la noche amenazaba con tragarse en sombras las siluetas de los tres infortunados destinos que, tendidos en tres reposeras puestas a la par, tapaban sus piernas protegiéndolas del frío que, por ahora, sólo era una amenaza sin concretar.

No lo había hecho nunca, pues siempre su conducta cuando estaban los tres juntos había sido cálida pero distante, como si el miedo de reavivar rencores lo tuviera atado en la imposibilidad de demostrarle afecto a una u otra.

Pero el día pasado en perfecta armonía, el mágico lugar y la comprensión de que la vida se le iba así, dulcemente pero de manera inexorable de su ya viejo cuerpo, al igual que se marchaba esa tarde o como las notas de una canción que se pierde en el viento, lo animó.

Estaba en el medio de las dos y con la excusa de acomodar la colcha que los tapaba se sentó. Al estirarse nuevamente pensó en pasar sus brazos por debajo de los cuerpos de ellas y atraerlas hacia sí. Pero no tuvo el coraje de hacerlo. Tampoco hizo falta. Con la colcha tapando la mitad de sus cuerpos, tres personas se juntaron al unísono, entibiándose con el resto de vida que les quedaba.


El relato es parte del libro Cuentos Misioneros, Parte II. Pomilio reside en Puerto Iguazú y ha publicado Cicatrices del alma (poesía), La licorera y otros cuentos y Los 33, (novela), entre otros.

Cruz Omar Pomilio

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