Andrés vuelve

domingo 22 de mayo de 2022 | 6:00hs.
Andrés  vuelve
Andrés vuelve

El que sigue es un fragmento del Capítulo 8, “Vera: el Andresito original, la Instalación”, perteneciente a la novela “Andrés vuelve”. Aquí uno de los protagonistas, Diego Pessoa, conoce a Vera (la espléndida ex amante de su amigo recién asesinado, Danilo Espetun) que lo recibe en kimono. Diego no deja de contemplarla con una mirada babosa, mientras ella le narra la larga historia de la estatuilla del “Andresito Original”:

(…)

En medio de esa fiesta visual de la que era objeto consciente, Vera comenzó a explayarse. Contó que lo que se conocía como el “Andresito Original” era una estatuilla de oro macizo que pesaba unos cuantos kilos, y representaba a un anónimo cacique guaraní parado y con su lanza enhiesta. Era una especie de formato estándar, repetido como se repetían los rostros y los cuerpos de los hombres y mujeres en la estatuaria clásica griega; Vera había visto varias similares producidas en serie, pero de cerámica. Fabricada en la época de los jesuitas, la habían preparado artesanos guaraníes de los talleres de la reducción de San Ignacio para regalársela al famoso padre jesuita Diego De la Vega, que estaba por regresar a España. Pero don Diego, tu tocayo, se muere antes de partir, siguió Vera, y la estatuilla esa misma noche es robada del taller de orfebrería de la reducción, desaparece y después va pasando de mano en mano a lo largo de los siglos. A comienzos del siglo XIX, más precisamente en 1811, apareció en las manos del general don Manuel Belgrano, que parece que la contempló por un rato nada más allá en Candelaria, sentado a la sombra del famoso árbol sarandí antes de cruzar el Paraná a Paraguay con su ejército. Belgrano, continuó Vera, no se interesó demasiado en la estatuilla, nadie sabía que era de oro macizo, estaba recubierta con esmaltes de colores vivos: la piel del indio mbyá de un cobrizo oscuro, el chiripá blanco, el poncho azul, la vincha rojiblanca, el pelo negro, la lanza de tacuara amarilla con un penacho azul y la punta plateada. Nadie se había enterado de que era de oro, hasta que por accidente alguien la raspó, y salió una viruta dorada, y ahí se dieron cuenta y parece que se pudrió todo, no se sabe bien en qué momento de su historia sucedió. Después de Belgrano llegó a Andresito Guacurarí, que andaba medio agrandado por un par de victorias militares, así que en algún momento empezó a decir que en realidad él había sido el modelo de la estatuilla, y que la habían hecho en su homenaje, y así quedó establecido para siempre. Por eso lo de “Andresito Original”. Y, bromitas de la Historia, a falta de un retrato fiel de Andresito hecho por algún contemporáneo, el rostro de esa estatuilla sirvió para establecer ya en el siglo XX la cara oficial de Andresito que aparece en todas las estatuas institucionales y en los cuadros que cuelgan infaltables en los despachos de los funcionarios provinciales. Así que el supuesto rostro verdadero u original de Andresito es en realidad un estereotipo, reproducido en cientos de estatuillas fabricadas en los talleres de las reducciones jesuíticas en el siglo XVIII, de las que ya quedan muy pocas. El Andresito Original… era una copia, dijo Vera esbozando una sonrisa maliciosa.

A Andresito, siguió Vera, alguien le birló la estatuilla años después, cuando fue derrotado por los portugueses: habrá sido parte del botín de guerra. Después no hay noticias por varias décadas, hasta que en una crónica de un viajero inglés de fines del siglo XIX (viste que en nuestras tierras siempre hay un viajero inglés que vaga por ahí haciendo no se sabe bien qué) aparece mencionada la estatuilla. Ahora en San Borja, Brasil, adorada por un grupo umbanda, como si fuera un San Jorge de a pie. No se sabe cómo la estatuilla volvió a la provincia de Misiones, el asunto es que en 1911 unos desenterradores profesionales de tesoros la encontraron en una excavación en una casa del centro de Posadas, y alguien se la entregó a Macedonio Fernández, que por entonces vivía allí, en esa casa. Él la tuvo escondida en un aparador de la Biblioteca Popular, de la que era presidente, al lado de un escritorio de madera oscura muy brillante en el que escribía de a ratos y de a ratos dormitaba. De ahí en algún momento, dijo Vera, el Andresito cambió otra vez de manos y se trasladó solo unas cuadras hasta la logia masónica de la calle Córdoba casi Colón de Posadas. Allí descansó varios años en una hornacina ubicada en la pared norte de la logia. Bueno, descansó es un decir, parece que en cada reunión los masones, medio en joda y medio en serio, lo invocaban a Andrés Guacurarí mediante la estatuilla y unas fórmulas alfanuméricas sacadas de un tratado de alquimia medieval. Pero enseguida ante la falta de respuesta de la estatuilla (que se mantenía inmutable) la dejaron en paz y se dedicaron a otros asuntos más terrenales. Tiempo después un grupo de anarquistas amigos de Horacio Quiroga la robó en un episodio muy confuso, parece que con la complicidad de algunos miembros de la logia, que consideraban que ese Andresito era un intruso en ese docto ámbito estrictamente iluminista. Aunque, paradojas de la racionalidad llevada al extremo, prefirieron reemplazarlo por un Baphomet de plástico comprado en Ciudad del Este, un diablo con unos cuernos inmensos bien luciferianos que apenas entraban en la hornacina, incluso tuvieron que limarlos un poco.

Así fue que la estatuilla la tuvieron Quiroga y sus amigos durante años, continuó Vera. Muerto Quiroga en 1937, su grupo más cercano se disolvió y la estatuilla quedó accesible solo a algunos visitantes de confianza en la casa de uno de ellos en San Ignacio, posteriormente sede del grupo “Fanáticos eternos de Horacio Quiroga”. Después un gendarme ultra nacionalista al que le llegaron noticias de la estatuilla se la apropió. Pero ya pululaban los grupos nazis por toda la provincia, era a fines de la década del treinta, uno de los nazis se enteró del Andresito y, según algunos, se lo robaron al gendarme, que andaba coqueteando con ellos; según otros, él se los entregó. Para esa altura hacía ya mucho tiempo que se suponía que el Andresito Original tenía ciertos poderes mágicos: Andresito Guacurarí había creído que en esa estatua con la lanza dura y enhiesta se había concentrado un gran poder viril, así que la tenía siempre al lado de la cama, incluso se supone que la usaba como juguete sexual para sus largas tenidas con su compañera, la Melchora, dijo Vera mientras le guiñaba un ojo a Diego. Diego y la babosa que a esa altura ya era una verdadera prótesis de sus ojos, se estremecieron de placer ante ese guiño cómplice, y renovaron su energía que había decaído un poco porque el extenso relato de Vera se iba adueñando de ellos y los mantenía entre adormilados e imbecilizados.

A Macedonio Fernández, continuó Vera, en cambio, le gustaba pensar que esa estatuilla dorada, a la siesta, si uno la exponía al sol, lanzaba alguna clase de efluvios o emanaciones que diluían el yo de todos los presentes y los hacía confundirse en una sola alma, y así desaparecían junto con los yoes de los participantes en esas siestas festivas y metafísicas, la muerte y las miserias humanas. Así fue que los macedonianos gracias al Andresito crearon el famoso “almismo ayoico”. Y así también se agarraban unos pedos bárbaros, dijo Vera, pedos metafísicos, claro que en ocasiones ayudados por varios tragos, y siempre terminaban cantando el Volga Volga, como si fueran marineros rusos sumergidos en vodka y varados en la selva misionera. Diego pensó en los efluvios dorados que la estatuilla de Andresito lanzaba según los macedonianos cuando el sol le pegaba a la siesta, y se imaginó él mismo con Vera flotando en medio de esos reflejos casi crepusculares que ahora entraban por el balcón, los reflejos podrían disolvernos el yo y juntarnos a los dos en una sola alma, pensó Diego, o mejor todavía en un solo cuerpo; el tercio de botella de whisky que aún andaba por su interior haciendo estragos lo empujaba a verse ya entrelazado y encastrado con Vera de muy diversas y dinámicas maneras. Quiroga en cambio, parece que no le dio mucha pelota al Andresito, continuó Vera, fijate que Quiroga ni siquiera escribió algún cuento al respecto, él que hasta inventaba historias sobre las medias de los flamencos. Pero del Andresito, nada, no escribió nada. En cambio sus epígonos sí, a ellos le encantaba adorar, en general y en particular, adorar por adorar… así fue que esos imitadores adoraron también al Andresito. Se sentaban a escribir en grupo con la estatuilla observándolos. Decían que el misterio insondable de la selva misionera podía manifestarse en ellos e inspirar sus escritos bajo la atenta mirada del Andresito Original. Una estatuilla que, decían, como el árbol del yatay llevaría en sí una supuesta locura creativa misionera -que nadie había presenciado jamás pero que igualmente ellos sin desmayo intentaban captar en sus textos- encajada en el medio de su médula, en su mismo caracú. (Así más o menos, dijo Vera, terminaba un poema emblemático, de dudosa originalidad y métrica por momentos forzadamente regular, una especie de Oda de doscientos veintiocho versos dedicada a Andresito, escrita por el entonces Vocal Décimo Segundo de la Comisión Directiva de ese grupo misionero de epígonos quiroguianos, quien luego de la publicación de la Oda ascendió merecidamente a Secretario de Actas Suplente: “Llora, llora, Urutaú, / en las ramas del yatay, / que locura siempre hay, / presa en este caracú).

El tema de los nazis fue más complejo, continuó Vera: Himmler era un gran coleccionista de objetos y de libros sobre esoterismo. Llegó a armar en el centro arqueológico para la investigación sobre la raza aria de las SS, el castillo de Wewelsburg, un museo, y la que después se dio en llamar “La biblioteca de las brujas”, con unos 13.000 libros y objetos esotéricos de los que las SS se habían apropiado en todo el mundo, saqueando desde ricas bibliotecas masónicas, santuarios budistas y centros de estudios ayurvédicos, hasta misérrimos y oscuros piringundines candombleros, macumberos o espiritistas. Los muchachones estrictamente arios del Departamento de Arqueología Germánica de la “Sociedad para la Investigación y Enseñanza sobre la Herencia Ancestral Alemana”, la famosa “Ahnenerbe”, junto a los de la Sección Esotérica de la misma Sociedad, vinieron a Misiones en una expedición cuando se enteraron de la existencia de la estatuilla, alertados por un científico también inevitablemente alemán que había andado en un recorrido arqueológico por la mesopotamia argentina, el profesor von Lombrovicz. Von Lombrovicz afirmó sobre el Andresito que “sus rasgos eran claramente arios”, que su cabellera cortada a la manera del Príncipe Valiente “se asemejaba a un casco del ejército alemán” (ciertos fisionomistas y frenólogos, cuando beben en exceso sin comer previamente, se enamoran de las coincidencias formales y las asocian a anacronías raciales algo desorbitadas), y que se le adjudicaban diversos poderes. Los del Ahnenerbe se comían cualquier película al respecto, fijate, dijo Vera, que enviaron sucesivas expediciones al Tíbet, a Grecia, Egipto, Libia, Irak, Francia, Suecia, Finlandia, Croacia, la Antártida, y hasta a la mítica ciudad subterránea de Akakor. Una especie de Atlántida que no encontraron nunca pero que imaginaron en innumerables noches cerveceras y rastrearon pacientes con retroexcavadoras y tuneleras en varios lugares del mundo, en sitios que algunos baqueanos locales les indicaban a cambio de buenos marcos alemanes, con una sonrisa sobradora escondida bajo la dureza casi siempre primitiva de sus facciones. Hasta que se cansaron. Los nazis, no los baqueanos, dijo Vera; ellos, los baqueanos, hubieran seguido facturando impasibles hasta el infinito.

Je, me los imagino, dijo Diego, el buen salvaje siempre se dulcifica cuando cobra en divisas. Sí, dijo Vera, lo que pasaba era que Himmler, por orden de Hitler, tenía que inventarle una antigua prosapia al pueblo ario. Por lo tanto aquí en América los SS rasguñaban las piedras hasta el fin, como en las canciones, y aseguraban que, apenas perceptibles, escuchaban las palabras de los antiguos que resonaban en esas paredes gastadas. Y decían haber encontrado indicios de la presencia de arios en la América precolombina. Parece que para salvar el pellejo frente a los continuos fracasos y mostrar algunos resultados a sus superiores, los expedicionarios de la Ahnenerbe inventaron en Bolivia, en Tiahuanaco, las ruinas de una colonia nórdica de unos 10.000 años de antigüedad. Y en el cerro Uritorco, cerca de Capilla del Monte, en Córdoba, plantaron supuestos restos y reliquias de los templarios, datados unos mil años atrás. Por otro lado, los Ahnenerbe siempre andaban rastreando ciertos objetos que serían capaces de conferir poder a sus felices poseedores. Desde algunas piedritas sanadoras hasta el Santo Grial, el cáliz sagrado del cristianismo, pasando por el mítico “Martillo de Wotan”, también conocido como “El Bastón de Mando” del dios germánico de las batallas, Wotan, alias Odín. Parece, dijo Vera, que lo que se llevaron en realidad de la zona del Uritorco, a falta de ese falo guerrero de Odín que jamás encontraron, fue el bastón de mando de un cacique comechingón, hecho de una humilde rama de algarrobo medio torcida de un metro de largo, y comprado por un precio más que módico a un pastor de la zona.

Fue así que los nazis en sus búsquedas abandonaron máquinas excavadoras y herramientas en varios sitios. Uno de ellos es San Ignacio, aquí en Misiones, donde una vez que se apoderaron del Andresito Original anduvieron excavando en busca de otros objetos milagrosos que también habrían sido producidos en la zona. Pero los nazis no se quedaron con el Andresito Original. Parece, dijo Vera, que los especialistas de la Sección de Antropometría y Frenología Racial de la “Ahnenerbe” dictaminaron que las hipótesis del profesor von Lombrovicz acerca del origen ario de Andresito no eran capaces de superar el burocrático pero eficaz tamiz creado por los analistas antropométricos, quienes no sólo verificaban las relaciones dimensionales entre diámetros craneales, separaciones de ojos, morfología de las orejas o estructura de la nariz, sino que también controlaban los tonos cobrizos de las pieles y otras minucias raciales a las que el profesor von Lombrovicz, en su miopía o su infantil entusiasmo, no había dado cabida. Por otra parte, tampoco pudo comprobarse ninguno de los supuestos poderes sexuales que el Andresito Original sería capaz de transferir, a pesar de que algunas de las más bellas integrantes de la Sección de Experimentos Carnales de la Ahnenerbe se prestaron como voluntarias a una serie de encuentros íntimos con los atléticos jóvenes teutones de la Sección de Fortalecimientos Anabólicos. En esos encuentros pudo apreciarse sin lugar a dudas, dijo Vera, que el deteriorado rendimiento sexual de los rubios patovicas, caracterizado por disfunciones eréctiles y eyaculaciones precoces generadas por el consumo excesivo de anabólicos y de marciales himnos hitlerianos, no se modificaba en lo más mínimo frente al inmutable Andresito Original, ni siquiera frotándolo con ahínco. Según algunos de los presentes la estatuilla hasta habría llegado a esbozar en una oportunidad una sonrisa pétrea y casi imperceptible frente a los vanos esfuerzos de los héroes teutones y a las sonrisas piadosas de las pacientes walkirias, que hasta en ocasiones llegaban a arreglarse las uñas durante los infructuosos embates de los guerreros arios.

En fin, dijo Vera, mientras jugueteaba alternadamente con ciertos bordes tanto inferiores como superiores de su kimono y dejaba asomar así con aparente inocencia cambiantes parcelas de su cuerpo para solaz y a la vez sufrimiento de Diego, que venía sobreexigiendo a su mirada babosa desde el comienzo del encuentro; después de los nazis, dijo Vera, otra vez se le pierde el rastro al Andresito Original. Algunos empezaron a llamarlo el Andresito Perdido, como si vieran en él la representación de un improbable Paraíso que hubiera que recuperar para lograr alguna clase de felicidad. Pasaron varias décadas, hasta que allá por los años dos mil el gobierno de la provincia de Misiones, que ya había convertido a Andresito en su héroe máximo y prócer oficial, con una creciente proliferación de estatuas, la creación de un himno alusivo y la inclusión de su imagen y su historia en todo curriculum escolar, se enteró de que el Andresito Original andaba otra vez por la Argentina, en la provincia de Córdoba. Parece, dijo Vera, que un grupo neonazi que vagaba otra vez por el Uritorco explorando esos conocidos delirios acerca de los templarios y el Santo Grial, dejó a un contratista como pago por las grúas y excavadoras, el Andresito Original. El gobierno misionero no dudó en comprarlo como corresponde a precio de oro, incautó todas las estatuillas e imágenes existentes de Andresito en la provincia, y las reemplazó por otras diseñadas con el Andresito Original como modelo. La estatuilla pasó a estar tan oculta como custodiada en un museo histórico de Posadas. En realidad nadie sabía muy bien qué hacer con ella. Porque Andresito, que en la historiografía oficial representaba al tradicional héroe militar que defiende las fronteras de la patria de la agresión extranjera, una especie de San Martín local que a la vez –en total coincidencia con la corrección política imperante- era guaraní, por otro lado había prendido en buena parte de la población pero de una manera diferente: lo veían como un defensor de los pobres y marginados. Una especie de anacrónico revolucionario o Robin Hood de piel canela.


Fragmento de la novela Andrés Vuelve o la risa bárbara, libro que representó a Misiones en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Mazal es profesor de Teoría Literaria de la Unam. Publicaciones: Mundos-Diálogos-Silencios (poesía) y Darwin poeta (novela)

Osvaldo Mazal

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