Rebelión en la selva

domingo 15 de mayo de 2022 | 6:00hs.
Rebelión  en la selva
Rebelión en la selva

El rugido del Yaguareté se escuchó una vez más en la calurosa tarde misionera:

– ¡Silencioooo!

Visiblemente fastidiado, el felino trataba de poner orden en la asamblea. Era la tercera vez que lo intentaba.

– ¡Silencioooo! Si no hacen silencio suspendemos la reunión y cada uno se arregla como puede… – volvió a rugir en medio de la nutrida concurrencia de animales de la selva.

La concentración se realizaba en la costa del río, así podían estar todos: los que nadaban, los que volaban y los que caminaban. El tema que los congregaba era muy difícil y todos estaban de acuerdo en que algo habría que hacer por el clima tan cambiante, con menos lluvias, menos agua en los ríos y arroyos, menos alimentos y menos refugios; sin contar la contaminación y los incendios que los amenazaban día a día y en todos lados.

El yaguareté había tomado la batuta del encuentro, pero le costaba mucho mantener el orden. Aún quedaban muchos recelos entre los animales: las garzas y las víboras de coral se miraban de reojo y se sacaban la lengua, un loro con pocas plumas en la cola se ponía a los gritos cada vez que alguien pasaba cerca y lo tocaba, las rayas que estaban en la orilla se mantenían expectantes por si alguien osaba trasponer el río y una lancha de pescadores que pasó raudamente puso en alerta a los yacarés.

– ¡Atención! – rugió nuevamente el yaguareté:

– Debemos darnos una tregua para luchar por esta causa común, caso contrario, en poco tiempo, muchos desapareceremos. ¿Se han dado cuenta de lo poco que queda de la selva desde que Quiroga nos dio a conocer a los humanos?...  Y no precisamente por culpa nuestra.

– Debemos llamar la atención y si es necesario actuar drásticamente para obligarlos a cuidar el ambiente. Miren este mapa que consiguió la lechuza. Esto es lo que causa las sequías, las bajantes de los ríos y el aumento de la temperatura – y mostraba las grandes regiones deforestadas y los incendios de la selva, tanto en nuestras tierras como al otro lado de la frontera.

– Aquí… – y se le escaparon unos lagrimones.

– Aquí perdieron la vida mi hermano y varios de sus amigos, víctimas del fuego iniciado por la irresponsabilidad de los hombres con el que incendiaron una zona de la reserva donde habitaban.

Y señalando con su pata hacia dos o tres lugares continuó:

– ¿Ven esas columnas de humo?... Es nuestra casa que está ardiendo y son nuestros hermanos y amigos que se están muriendo.

– Menos mal que declararon a nuestra casa como una de las siete maravillas del país – ironizó el surubí dando un salto en el agua para que todos lo vean y escuchen.

– Ojo, hay humanos que están colaborando y hacen mucho por el cuidado del ambiente – dijo con voz pausada una tortuga gigante que llegaba desde Buenos Aires por enésima vez con un ratón de la ciudad sentado en su caparazón.

– ¡Es verdad! – volvió a hablar el yaguareté.

– Pero hay muchos humanos, que amparados por leyes que casi nunca se cumplen, desmontan nuestra selva de árboles milenarios y de muy buena madera y nadie dice nada. Debemos alzar nuestra voz si no queremos ser conocidos en el futuro únicamente a través de fotos o embalsamados en algún museo.

– Nosotros siempre andamos entre los turistas, podemos repartir panfletos y contarles de nuestra lucha. ¡Hay que crear conciencia! – dijeron en coro los coatís.

– ¡Genial! – ululó la lechuza, y como estaba acostumbrada a observar por todos lados agregó:

– Yo conseguiré los panfletos.

Todos los animales aplaudieron la moción.

En pleno desarrollo de la reunión, se escuchó el zumbido de una abeja, que visiblemente nerviosa y muy cansada de volar, cayó a los pies del yaguareté y con el último aliento les transmitió la triste noticia.

– Están derribando los árboles al norte de aquí y lo están pasando al otro lado de la frontera. Acaban de derribar mi colmena, destruyendo la miel que con tanto esfuerzo fabricamos.

El tamanduá relamiéndose al escuchar la palabra miel, se puso en dos patas y hablando finito invitó a los demás animales a concurrir a detener a esas máquinas y frenar la masacre ambiental. En ese momento, la yarará, enojada como una yarará, valga la redundancia, se irguió apoyada en la punta de su cola, instando a darles una lección a los que osaban destruir la selva.

Todos los animales se organizaron y partieron raudamente hacia el lugar. Desde lejos se podía observar la polvareda que levantaban a su paso.  Por el río los peces nadaban para ayudar a sus compañeros. El surubí recordó que su abuelo le había contado que había otro torpedo guardado y fue en su búsqueda. Los yacarés, un rato por agua y un rato por tierra, afilaban sus dientes para morder las ruedas de las máquinas.

Al llegar se pusieron delante de las grandes topadoras, tres en total y dos camiones. Los humanos primero se sorprendieron, pero no se preocuparon, enfilaron las máquinas hacia los animales e intentaron chocarlos. Dando grandes saltos todos se corrieron, menos un yacaré que resbaló y la punta de su cola quedó aplastada por la rueda de uno de los vehículos y tuvo que ser ayudado por sus compañeros.

El yaguareté, viendo que las máquinas volvían al ataque, llamó a las abejas y a las avispas para que ataquen a los maquinistas. Esto sí surtió efecto y los hombres se tiraron de las máquinas en movimiento y huyeron hacia el agua con sus caras hinchadas por las picaduras. Allí las rayas se encargaron de clavarle sus aguijones en el cuerpo, por lo que volvieron a salir huyendo, esta vez en dirección a la ciudad. Una de las máquinas descontroladas fue a parar al río mientras las otras dos chocaron contra los camiones que esperaban la madera de los árboles derribados.

En un momento se escuchó la voz del surubí que gritó:

– ¡Córranse, córranse! – mientras ayudado por las rayas empujaron el torpedo con tanta fuerza, que al salir del agua hizo un surco en la tierra impactando entre las máquinas y los camiones, haciéndolos estallar.

Inmediatamente comenzó a escucharse las sirenas de los autos policiales y de los bomberos alertados por la explosión.

– Hora de regresar. – gritó el yaguareté y todos corrieron a esconderse.

Al día siguiente los coatís repartían panfletos a los turistas en las cataratas. “¡Queremos vivir en paz! ¡Salvemos nuestra selva! ¡La selva es nuestro hogar!” y de paso se hacían de algunos “regalos” que le daba la gente.

Uno de los coatí, el más chismoso, trepó sobre una de las mesas y leyó en el periódico que estaba sobre ella: “Grupo de animales desbaratan tala ilegal en la reserva. El gobernador estudia reunirse con ellos para aunar criterios en la lucha contra los factores que desencadenan el cambio climático”. Se apoderó de él, total nadie lo estaba leyendo, y corrió a entregárselo al yaguareté.

Éste lo leyó complacido y lo guardó para darlo a conocer en la próxima reunión. Una sensación de bienestar lo embargaba. Había esperanzas, pero debían permanecer unidos. Se tiró a descansar debajo del lapacho y cuando estaba a punto de dormirse, una garza que huía de una víbora coral tropezó con su pata trasera, asustándolo.

–¡Ay… han pasado más de cien años y estos no aprenden más!

Lanzó una sonrisa, bostezó y se echó a dormir.

Inédito. Pereyra es docente jubilado y reside en Virasoro, Corrientes. Tiene publicado los libros Ramos Generales: Mboyeré, editado en 2020 y “Cuentos y relatos que dejan huellas” – Editorial “Ediciones Misioneras” – Septiembre 2021

José Albino Pereyra

¿Que opinión tenés sobre esta nota?