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El crimen perfecto

domingo 15 de mayo de 2022 | 6:00hs.
El crimen  perfecto

Rufino Rosales, pequeño y enclenque, de aspecto enfermizo y débil, pero que en sus cuarenta años de vida jamás había tenido la más ligera indisposición, se detuvo frente a la cama de su mujer Zulema, y durante buen rato se la pasó mirando pensativo el lecho. Nadie, al ver esas sábanas blancas, sin una arruga, se hubiera imaginado el drama brutal y tremendo que esa noche se había desarrollado sobre ellas. Rufino estaba tan trastornado, que todo le parecía fruto de su imaginación exaltada. Todo aquello había sido como una pesadilla horripilante. Rufino creía vivir un sueño terrible y oscuro del que no había despertado aún. El rostro simple, más bien ingenuo de Rufino, se contrajo con una mueca de dolor y comenzó a sollozar despacio. Entre las lágrimas se miró con espanto sus manos huesudas y pequeñas, y creyó ver entre las uñas rastros de tierra. Asustado fue al baño a lavárselas apresuradamente. Alzó la cabeza y se miró en el espejo del lavatorio. Parecía trastornado. Su mujer Zulema era la única culpable. Ella con sus continuas infidelidades lo había arrastrado a este crimen. Durante dos años había vivido con esa idea fija en la cabeza, con ese pensamiento obsesionante de matarla. Y al final, esa noche, bien planeado el crimen, lo había llevado a cabo.

Fue interrumpido en su cavilar por el griterío y el ruido que hacían sus dos hijos, Alfonsín y Tomasito, en el cuarto vecino. Entró en la pieza, que estaba amueblada modestamente, con dos camitas, un armario, una mesa de luz y tres sillas, todos ellos pintados de celeste. Rufino se emocionó al recordar que esos muebles los había adquirido por poco precio la propia Zulema tres años atrás, de un matrimonio norteamericano que regresaba a su país.

-Déjense de jugar con las almohadas- les ordenó a sus hijos con tono imperioso, pero lleno de ternura.

Pero de pronto callóse asombrado de que pudiera pronunciar palabras tan naturales, tan cotidianas, como lo hacía todas las mañanas, en un momento tan grave y decisivo de su vida.

Alfonsín, que era el mayor de los dos, y que tendría alrededor de once años, saltó de la cama, y fue corriendo al dormitorio de sus padres. Volvió enseguida preguntando:

-¿Dónde está mamá?

-Salió... Va a tardar bastante en volver... Salió- respondió Rufino turbado y dolorido. Y de golpe, en un movimiento brusco e imprevisto, agarró a Alfonsín y Tomasito entre sus brazos, y apretándolos muy fuerte contra su pecho, se puso a llorar.

-Hoy no van al colegio. Van a pasar el día en casa de tía Silvana. Hoy es un día triste para todos.

Y salió a la galería llamando a gritos a la sirvienta Graciana para que viniese a ayudar a vestir a los chicos.

Sobrecogióse sin saber por qué al oír a sus espaldas la voz de Alfonsín que le preguntaba si podía llevar la pelota a casa de su tía para jugar allí.

-Sí, llevá la pelota y también ropa para mudarte. Van a quedarse unos días con la tía.

-¿Y mamá?- preguntó Alfonsín.

-No te preocupes por mamá. Ella los va a ir a buscar después.

Y acabado de decir esto, se dirigió al dormitorio. De pie ante la cama no se cansaba de mirarla con ojos absortos. Había hecho desaparecer una parte de su vida con la muerte de Zulema. Tal vez toda su vida porque se había acostumbrado a vivir a través de Zulema. Rufino no se explicaba de dónde pudo sacar valor para envolverle la cabeza con la toalla hasta que ya no respiró más. Recordó luego como antes de envolver su cuerpo en una sábana, le había colocado entre las manos el rosario y el devocionario. Pero en ningún momento le miró la cara. No se animó. Tuvo miedo. Y de repente se estremeció asaltado por una idea, la idea que acababa de ocurrírsele era audaz y subyugante, como para dejar sin habla al criminal más arriesgado e imaginativo. Sí, simularía estar medio loco. Es decir, no loco de remate, sino que se volvería un tipo medio raro, algo desequilibrado, como si la fuga de Zulema lo hubiese descentrado. Dos años planeando minuciosamente su crimen, armándolo pieza por pieza, y de súbito se le pasaba por la mente una idea que no se le había pasado antes en ningún momento. ¿Debía desistir entonces de su idea anterior y pensar lo contrario? Que los crímenes más perfectos son aquellos que se improvisan y resuelven sobre la marcha y no los preparados y previstos minuciosamente, con todos sus detalles.

Abrió la puerta y salió a la galería de la casa, que daba a un pequeño patio de baldosas al que seguía otro patio, pero de tierra, lleno de basuras y yuyos. Este patio formaba en uno de sus ángulos un recodo en forma de martillo. Hacia ese rincón se dirigió Rufino con gesto adusto y concentrado. De reojo observaba a la sirvienta Graciana, que seguía sus movimientos con mirada perpleja y curiosa. “Algo raro debo tener y por eso me mira así... Otras veces he venido a revolver este rincón y no le ha llamado la atención...”.

Rufino se detuvo junto a ese rincón semioculto del patio. La tierra aparecía removida en una cierta extensión entre latas rotas y herrumbradas y botellas vacías. Ese rincón había servido desde años para depositar los desperdicios y toda clase de objetos inservibles. A quién se le hubiera ocurrido imaginar que allí, bajo esa tierra removida, entre esas botellas y latas viejas estaba el cuerpo de Zulema inerte, lívido, envuelto en una sábana a manera de sudario, con el libro de oraciones y el rosario entre las manos. ¡Quién podía imaginárselo! Ni el creador más fantástico y exigente en relatos policiales hubiera ideado algo parecido. Sintióse Rufino dominado, abrasado, por un sentimiento de fuerza y seguridad. Nadie podría descubrir su crimen. Iba a llegar un momento, estaba convencido de ello, y lo haría, ¡claro que lo haría!, en que podría clavar una cruz blanca en ese sitio, y contestar a los curiosos sorprendidos que le preguntasen su significado que la había colocado en memoria de Zulema, como demostración de que para él esa adúltera estaba bien muerta y sepultada. Todos interpretarían sus palabras como metáforas de un marido abandonado y desesperado.

Giró la cabeza y vio a sus dos hijitos, los que, detenidos a su espalda, lo miraban con ojos de asombro como si presintiesen algo raro en el ambiente.

-Acérquense... No tengan miedo.

“¡Qué imprudencia! -pensó enseguida-. ¿Por qué debo decirles que no tengan miedo? ¿Miedo de quién? ¿De mí o del sitio? ¿De esta tumba improvisada?”. Esto de enterrar en su propia casa a los deudos era algo que sólo podían hacerlo los reyes o los muy poderosos. Miró una pala que estaba apoyada no muy lejos, contra el muro del fondo, y se dijo que era peligroso dejar esa pala allí tan cerca del cuerpo del delito. Había que cambiarla de sitio por lo menos. Pero en vez de hacer lo que pensaba, bajó la cabeza sobre el pecho y pareció orar, aunque no podía asegurarse que orase. Lo que sí lloraba quedo, muy quedo, silenciosamente. “Era una hermosa mujer Zulema. Bien puta, pero hermosa. Para mí la más hermosa mujer que haya existido nunca”.

-Vamos- les dijo a los chicos con acento lloroso.

Ahora ¿qué hago? - se preguntó mirando fijamente delante de sí con esos ojos redondos y sin expresión, que lo asemejaban a un búho. Los pensamientos se le escapaban y dispersaban.

Estremecióse de pies a cabeza. “Ahora llega lo más difícil..., lo más difícil, pero esencial, y el necesario segundo acto de un crimen sin fisuras. Denunciar a la policía la desaparición de Zulema, su huida. Hacerle creer que me ha dejado. Después, me voy a casa de Silvana”.

El comisario de policía, Ruperto Gutiérrez, antiguo vecino y conocido, lo recibió amablemente. Mientras Rufino le refería a grandes rasgos el abandono del hogar de su mujer (otro de sus axiomas del crimen perfecto era no perderse en detalles que al fin lo pierden a uno), Gutiérrez lo miraba con curiosidad, diciéndose: “Al final tenía que sucederle esto. Rufino ha sido desde que tuvo edad para eso un cornudo nato, un pobre infeliz. Zulema lo dejó cansada de engañarlo. Yo ya me esperaba esto”.

-Y ¿a qué hora creés que se escapó?

Rufino vaciló un rato, pero pronto se repuso y contestó con seguridad:

-Debe haber abandonado la casa a la madrugada mientras yo dormía.

El comisario Gutiérrez le palmeó en la espalda con ademán de consuelo al tiempo que le decía que prepararía la denuncia, y que por la tarde pasase a firmarla. Lo animó a no perder la calma, a consolarse pensando que en el mundo había muchas mujeres.

-Pero no como Zulema. Era única-, exclamó Rufino con profundo convencimiento.

De la comisaría salió Rufino con la sensación de que era dueño de los hechos, y que los estaba manejando a su antojo. Desde ahora todo sucedería como él quisiese, conforme a su voluntad. Lanzada la policía en una dirección, seguiría ciegamente adelante por el camino que él le había señalado. La idea de que Zulema había abandonado el hogar sería para la policía como una especie de anteojeras que le impediría ver otros caminos.

Mientras volvía a casa para buscar a Alfonsín y Tomasito y llevarlos a casa de su hermana, Rufino se decía: “Este es el crimen perfecto porque es el crimen en línea recta. El crimen en zigzag o desordenado o en curva es el que la policía descubre, porque la policía tiene como premisa que los crímenes deben ser complicados y enredados y en ese sentido planea sus pesquisas. Por eso la manera mejor de despistarla es cometer el crimen sencillo, el rectilíneo, pasándoselo como quien dice por debajo de las narices”.

Rufino entró en casa de su hermana sin llamar. Al verse frente a Silvana se arrojó en sus brazos llorando como un niño. Silvana se alarmó ante su aspecto de hombre abrumado por una gran desgracia.

-¿Qué te pasa?- le preguntó.

Pero antes de que su hermano le respondiera, les dijo a Alfonsín y Tomasito que se fueran a los fondos de la casa a jugar con su hija Catalina.

-Me he quedado solo. Es terrible..., terrible. Zulema me ha dejado, se ha ido.

Y sentándose en una silla le refirió a su hermana con abatimiento la supuesta fuga de Zulema.

-Resignate- dijo Silvana. -No has perdido nada. Zulema era una atorranta, una puta. Vos estabas ciego.

Pero con gran sorpresa de Silvana, Rufino le respondió que desde hacía dos años estaba enterado de las andanzas de Zulema, y que durante todo ese tiempo había seguido sus pasos uno por uno.

Muchas veces, mientras dormía a mi lado, sentía ganas de apretarle el cuello con estas manos -tendió hacia Silvana sus manos huesudas y temblorosas-, y luego también con estas mismas manos cavarle una sepultura en el patio de casa. Esta era la venganza que me prometía viéndola engañarme tan descaradamente.

Las últimas palabras las pronunció con un brillo cruel y feroz en los ojos, que alteraba su semblante.

- ¡Dios mío! ¡Te has vuelto loco! ¡Cómo se te pueden pasar por la cabeza semejantes horrores!- exclamó Silvana espantada de la cara que puso su hermano.

- ¡Loco! ¡Si con lo que me ha pasado es como para enloquecer! ¡Hubiera podido acogotarla! Estaba en todo mi derecho de matar a esa puta de Zulema. Pero la justicia, ciega a los grandes dolores humanos, no me hubiera reconocido ese derecho. Y, sin embargo, era lo que se llama un crimen necesario y liberador, porque hay crímenes que te liberan.

-Ahora, que ya todo sucedió tenés que olvidarte de Zulema, como si estuviese muerta y enterrada, y pensar en otra cosa- le aconsejó Silvana.

-Claro que está muerta y enterrada..., bien enterrada. Estas no son palabras- respondió Rufino exultante. -Ella misma se ha buscado la muerte al engañarme, al burlarse de un hombre bueno y pacífico. Yo no la he enterrado, es ella misma la que se ha enterrado con su mala conducta. Y de pronto perdiendo su entusiasmo y exaltación de momentos antes cayó en una profunda tristeza y abatimiento. Silvana lo miró con sus pequeños ojos de miope, y vio que se había vuelto pálido, como si fuera a desmayarse.

-Decime, Silvana, ¿vos creés en el crimen perfecto?- le preguntó Rufino mirándola con ojos absortos, como si su pensamiento no estuviera en lo que decía.

-No quiero hablar de crímenes en este momento. Me da miedo- respondió Silvana con un ligero estremecimiento, como si de repente le hubiera dado un escalofrío. -Pensás demasiado en eso. No hay que pensar demasiado en una cosa, porque al final se termina haciéndola.

-Pero ¿creés o no?- insistió Rufino con tono seco y autoritario.

-No creo que haya un crimen perfecto. Siempre queda un hilo suelto por donde se descubre al criminal.

Rufino se levantó de la silla en que estaba sentado, y se acercó a su hermana hasta poner su cara muy cerca de la de ella. Silvana amedrentada echó hacia atrás la cabeza. El creía en el crimen perfecto. No bien acabó de decirle esto, volvió a sentarse. Después, le contó a Silvana que en los cientos de novelas policiales que había leído jamás había encontrado un crimen perfectamente ideado, que no se pudiera descubrir nunca. El, en cambio, había dado con el crimen perfecto. Eso comenzó cuando se enteró de que Zulema lo engañaba. Empezó a idear distintas formas de matarla sin dejar rastros. Desde hace dos años no pensaba sino en eso. Planeó infinitos crímenes, estudiados en sus menores detalles, pero al final tenía que desecharlos porque aparecía un pormenor impensado o insalvable, que era el hilo suelto de que hablaba su hermana. Luego de tanto cavilar y de ir renunciando a cientos de planes llegó a la conclusión de que el crimen perfecto sólo tiene dos formas. Una en que la víctima muere aparentemente de muerte natural, y otra, en que la víctima da la impresión de que ha huido o desaparecido por propia voluntad. Estas dos formas vuelven el crimen indescubrible.

-Yo lo tenía pensado todo..., todo- siguió diciendo Rufino. -Mi crimen estaba dentro de la segunda forma. Era perfecto, el de la línea recta. La ahogaría una noche mientras dormía tapándole la cara con una toalla, y luego la enterraría en el patio de casa... -. Al decir estas últimas palabras, Rufino se estremeció como si caminase al borde de un abismo, y estuviese a punto de resbalar.

Quedóse callado mientras se decía: “Atención. Estás a punto de cometer un error común en los criminales y que pierde a muchos. El criminal que se vanagloria y envanece de su delito contándolo. ¡Cuidado!”. Levantó la cabeza y lanzó a su hermana una sonrisa medio burlona y ambigua. A Silvana le asustó esa sonrisa.

-Si yo hubiese querido la hubiera podido matar a Zulema y jamás la policía me hubiese descubierto. Y hasta me podría haber presentado ante la policía y gritar como lo hago con vos. “Sí, yo la he matado..., sí, yo la he matado con estas manos por puta”-. Y al terminar de hablar, se apretó la cabeza con ambas manos a la vez que se echaba a sollozar desesperadamente.

Dos meses después de esta visita a su hermana, el comisario Ruperto Gutiérrez lo mandó a llamar a Rufino para comunicarle una extraordinaria noticia. Zulema había aparecido en Buenos Aires. Según esta noticia, vivía en el barrio de La Boca.

-Creo que anda con Pantaleón Rodríguez- dijo Gutiérrez. -¿Te acordás de Pantaleón?

Rufino asintió con la cabeza a la vez que sonreía con escepticismo diciéndose: “La policía ha llegado al final de la línea recta trazada por mí. Ya nunca podrá descubrir mi crimen. De las dos formas del crimen perfecto, yo elegí la segunda, y ahora la policía lo perfecciona del todo, convirtiéndolo en una obra maestra creyendo que vive la víctima que aparentemente huyó o desapareció”. Y a la vez que se hablaba así pensaba en aquel rincón del patio de su casa, que en esos dos meses se había ido cubriendo de hierbas.

-Me dijeron que clavaste una cruz en el fondo del patio de tu casa, y que le decís a los que te visitan que allí está Zulema. ¡Mirá que tenés cada cosa, Rufino!- comentó el comisario riéndose.

-Sí, la clavé. Y la pinté de blanco-, se limitó a responderle Rufino muy serio.

Volvió a casa convencido de que el crimen perfecto es el que menos parece un crimen. Pero a pesar de su convencimiento, Rufino quedó preocupado con la noticia que le dio el comisario Gutiérrez. Entró en el dormitorio y anduvo caminando por él largo rato mirando los distintos objetos que había en la pieza; pero se veía que su pensamiento estaba lejos de lo que parecía mirar con tanta atención. Varias veces se detuvo ante el ropero de Zulema. Extendió dos o tres veces la mano como para abrirlo y otras tantas la dejó caer. Hasta que al final, como si una fuerza superior a su voluntad lo empujase, lo abrió. Receloso y con un leve temblor en las manos revolvió uno de los cajones, y espantado sacó el devocionario y el rosario con los cuales creyó haber enterrado a Zulema dos meses atrás. “Entonces no se los había puesto entre las manos como pensé hacerlo”, se dijo. Lo había olvidado. ¡Qué raro! Y él que estaba tan seguro de haber colocado ambos objetos bajo las manos inertes de Zulema.

 

De el libro El pozo. Casaccia (Asunción 1907/Buenos Aires 1980) es considerado el padre de la literatura paraguaya. De adolescente estudió en el Colegio Nacional de Posadas y residió en esta ciudad desde 1935 y hasta 1951. Su novela Los Exiliados está ambientada en la capital misionera y se cree que La Babosa, su obra cumbre, fue escrita en Misiones.

Gabriel Casaccia

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