El fotógrafo (1933)

domingo 08 de mayo de 2022 | 6:00hs.
El fotógrafo (1933)
El fotógrafo (1933)

Nada le gusta más a Horacio, cuando tiene amigos que lo visitan, que  llevarlos a conocer las ruinas. En esas ocasiones se siente radiante. Primero porque disfruta al mostrar aquello que sabe les causará honda impresión a quienes ingresan por primera vez entre aquellos antiguos muros cubiertos de vegetación. Pero más que nada porque, aún viviendo cerca, y luego de tantos años, él rara vez pisa aquel lugar, ocupado como anda en todo tipo de trabajo. Entonces valora esa oportunidad de llevar de paseo a los amigos y ostentar aquellos restos de la antigua reducción de San Ignacio Miní. Lugar que nunca nombra como tal en los cuentos que escribe sino con la guaranítica denominación de Iviraromí, y mucho menos menciona esas ruinas, por donde ahora se pasea con sus visitas.

Ocurre que cada vez que entra en el silencio de ese antiguo pueblo abandonado, vuelve a sentirse como lo hiciera la primera vez, hace treinta años, cuando tuvo la revelación de que este monte que ahora conoce como la palma de su mano, con sus árboles trepados de enredaderas y cargado también de acechanzas, zarpazos y picaduras, ya lo había capturado para siempre.

Le basta ingresar a ese predio de muros derruidos, rodeado aquí y allá por algunas viviendas de vecinos que suelen aprovechar para sacar de ese montón de escombros algunas piedras para reforzar alguna pared, o hacer un cerco, para sentirse como cuando llegó a caballo, con su amigo Lugones, en 1903.

Por eso, siempre que va a las ruinas, machete en mano, y mientras los amigos que lo visitan recorren asombrados el lugar, él aprovecha para detenerse en los mismos sitios donde en aquella primera oportunidad se dedicara a sacar fotografías. A eso había venido, y no bien dentro de aquel paisaje que lo deslumbrara, sintió también que allí quería vivir.

Haber emprendido esa aventura era un privilegio que le debía a Lugones, quien estaba obligado, al regreso, a escribir un informe sobre el estado de aquellas reducciones. Y ya habían andado por varios de los pueblos jesuíticos derruidos, en los cuales era preciso abrirse paso a machetazos, cuando este San Ignacio, por alguna razón, le impuso una marca de la que ya no podría desprenderse. Era un privilegio también ser fotógrafo en aquellos tiempos en que no todo el mundo disponía de una cámara. De modo que aquello sí era una aventura, más intensa que ese viaje a París, que realizara poco tiempo atrás.

Todo se lo debía a Leopoldo, que lo había deslumbrado hacía tiempo con su poesía y que lo alentaba a su vez a escribir, viendo sus cualidades. Fotografiar el hueco de los ventanales, de los pórticos, de las columnas, aquellos ángeles de piedra y todo cuanto Lugones le señalara como importante para su registro, era fácil. Sólo necesitaba luz suficiente –que no siempre se conseguía entre aquella penumbra aunque el sol estuviese radiante- y dar el tiempo de exposición que su experiencia le indicara.  Lo difícil -ahora lo recuerda con algo de nostalgia- era hacer una toma del propio Lugones. Contar con ese testimonio. Porque Leopoldo no se estaba quieto en ningún momento y él necesitaba un poco de tiempo para impresionar la placa. Por eso, mientras las visitas lanzan ahora voces de admiración entre aquellas paredes, él evoca esa vez en que estuvo tan cerca de lograr la foto que deseaba. Lugones estaba escarbando con la punta del machete el mortero de una pared y examinándolo, convencido de que aquel barro del revoque era la causa de que la vegetación se encaramara a las paredes. Podía verlo como lo evoca ahora,  ensimismado, mirando los restos que recogía sobre la palma de la mano, de modo que aprontó la cámara sin decirle nada y lo puso en foco. Tal vez si se quedara quieto unos momentos más esa iba a ser esa la única fotografía del responsable de la expedición en pleno trabajo.

Levanta los ojos hacia el arco de un portal y piensa en lo fácil que le hubiese sido lograr aquella imagen con la maquinita portátil con que cuenta ahora. Esa pequeña máquina de cajón con rollo revelable con la que gusta sacar fotos de su casa y su familia, también de los alrededores, como esas tomas de los peñones del Teyú Cuaré, vistas desde el río, o las que le toma su mujer a él, desde atrás, viéndolo abstraído cuando contempla el Paraná en el fondo del valle.

Pero no existían estas cámaras treinta años atrás, y él quería aquella imagen para tener un testimonio del individuo en su aptitud. Mostrar en la fotografía el gesto de lo que aquel poeta admirado iba a expresar luego con palabras en su libro “El Imperio Jesuítico”, pese a que en él no se lo menciona como fotógrafo en ninguna parte. Quería aquella toma del Lugones que acerca a sus anteojos redondos la tierra desmenuzada entre sus dedos mientras su pensamiento arma las relaciones entre la grandeza de la empresa teocrática, su reinado de ciento cincuenta años en plena selva y su rápida expulsión, por un decreto real gestado a miles de kilómetros. Aquella idea de santidad eterna tronchada por una extinción súbita, como ocurre con cualquier emprendimiento humano.

Todo estaba allí, dentro de aquella cabeza, bajo el sombrero, esa cabeza en la que bullían las consultas hechas antes del viaje, las decenas de textos leídos para entender aquello, y la seguridad de saber, por anticipado, lo que iba a escribir después que regresara.

En este mismo momento su evocación se rompe al escuchar las voces de sus amigos dispersos entre las ruinas. Pero una imagen permanece firme, y es la de aquel Lugones que mientras deshace ese terrón entre los dedos le dice sin levantar la vista, sabiendo cuál es su intención:

-Déjese de joder, Quiroga, yo no necesito estar en ninguna fotografía. Venga más bien a este pórtico y tome una placa de esos relieves...

De “Piedras en verde silencio”. Inédito. Capaccio es licenciado en Comunicación social y docente de la Unam.
Rodolfo Nicolás Capaccio

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