Ese niño grande llamado Toro

lunes 25 de abril de 2022 | 6:00hs.

Con el transcurso del tiempo, las aldeas, los pueblos y ciudades van transformando su fisonomía. El progreso cambia la urbanización y la población también modifica su eje.

De conocerse todos en las poblaciones pequeñas hasta las grandes urbes, donde el tiempo y las actividades van mutando, hasta la sensación de que nadie se conoce con nadie.

Posadas no es una excepción a esa regla. Desde la tradicional vuelta a la plaza hasta la pujante ciudad de frontera, ha habido una transformación constante. Sin embargo, los personajes populares siguen estando vigentes en todos los tiempos. Por ello han sido reconocidos y recordados por distintas generaciones.

Un poco hacia atrás en el tiempo, pero no tanto, al dirigirse  hacia el este o hacia el oeste, por la calle Bolívar, con seguridad se cruzaría con Toro, quien rondaba  la esquina de Casa Tía, el Correo o  el viejo cine Español.

Toro era un niño grande con capacidades diferentes. Si partimos de la base de que una persona con capacidades diferentes es aquella que presenta temporal o permanentemente una limitación, pérdida o disminución de sus facultades físicas, intelectuales o sensoriales.

A Toro, las limitaciones y el cuerpo robusto no le impedían realizar tareas laborales; la caja de lustrabotas y los billetes de lotería u otros juegos eran parte de su acervo y de la manera de “ganarse la vida honradamente”.

Le costaba expresarse verbalmente, pero sabía darse a entender y conocía perfectamente el dinero, las líneas de colectivos y las actividades normales del microcentro.

Cuando terminaba de lustrar un zapato golpeaba con el cepillo el cajón y pegaba un silbido pleno de alegría.

A Toro todo el mundo le saludaba y él respondía con naturalidad. Era un tipo querido que se ganó el respeto de la gente con sencillez y afecto.

Es digno mencionar lo que ocurría cuando subía al bondi: quería pagar el boleto si bien el chofer no le cobraba. Si estaba sentado y ascendía una mujer sola o con niños, se levantaba para cederle el asiento.

Daba la sensación de que trabajaba para ayudar a alguien, quizás a una parte de su familia, aunque muchas veces frecuentaba la ciudad a altas horas de la noche, como para dormir en cualquier lugar.

Una de esas noches, en el viejo Brete junto al río, donde las familias se reunían para charlar o comer algo, Toro vio a una señora acompañada de sus hijos. Después de saludarlos, les hizo gestos a los chicos de que cuidaran a su madre, se tocó el pecho, juntó las manos y elevó la mirada, dando a entender que la suya “estaba en el cielo”. Esos gestos de bondad poseía.

Frecuentaba los eventos sociales y populares, podías encontrarte con él en la tribuna de Guaraní Antonio Franco, en el anfiteatro Manuel Antonio Ramírez o en un acto alusivo del 25 de mayo.

Era raro verlo de mal humor, aunque solía contrariarse consigo mismo cuando no podía realizar algo o tenía una dificultad inesperada.

Para Toro, todas las personas eran iguales. Cierta vez, una señora con un bebé en brazos cruzaba la calle Bolívar y, como tenía un bolso en la mano, lo hacía lentamente. Era un horario de tránsito intenso, entonces él se paró en el medio de la calle, como si fuese un inspector, y detuvo la marcha de los vehículos. Nadie se ofendió y los automovilistas recibieron un aplauso de nuestro protagonista.

Este niño grande era parte del paisaje de la ciudad, un personaje popular lleno de ternura, responsable con sus cosas y respetuoso con la gente. Afecto que era  retribuido de distintas maneras.

Un ejemplo de ello es cuando,  en el club Tokio, donde  se realizaban peleas de boxeo, Toro venía y era inmediatamente reconocido por el público. Es más, en una calurosa noche de octubre se enfrentaban el campeón argentino Ubaldo Sacco y Federico Oscar Godoy, de Posadas. No cabía un alfiler en el club japonés. Las tribunas colmadas a pleno.

Toro era el encargado de colocar los guantes de los boxeadores en el  rincón de cada uno antes de iniciarse la pelea.

En el momento de  subir al ring, un sonido ensordecedor explotó en el club japonés. Las gargantas quedaron rojas de tanto gritar al igual que las manos de aplaudir. Pese a la popularidad de los púgiles, Toro ganó por goleada.

 La gente cantaba y aplaudía:

–¡Olé, Olé, Olé, Olé!

–¡Toro, Toro, Toro, Toro!

–¡Sos lo más grande que hay!

Por Ramón Claudio 0Chávez
Ex juez federal

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