La amante de la lluvia

domingo 24 de abril de 2022 | 6:00hs.
La amante de la lluvia
La amante de la lluvia

“Amo ver la lluvia caer, podría pasarme horas junto a la ventana en invierno o bajo la galería en verano. No me aburro nunca”. Así le gustaba presentarse ante sus amigos por correspondencia en una época en la que chatear por internet todavía estaba muy lejos en el horizonte. De hecho, en el pueblo en el que Ángela nació y creció, ni siquiera había electricidad. Sólo la radio (a pilas o a kerosén) era el contacto de los habitantes del lugar con el mundo exterior, además de los dos o tres diarios que semanalmente traían algunos de los conductores de camiones que volvían de la ciudad. En el pueblo no había muchos chicos de su edad y su única diversión, aparte de las radionovelas, era escribirse casi a diario con alguna de la decena de personas de distintas partes del mundo que conoció gracias al correo (prácticamente el único servicio eficiente de todo el país). Les hablaba de varias cosas: de sus sueños, de su deseo de viajar, de su incipiente interés por la pintura, de pequeñas anécdotas hilarantes de la vida cotidiana y, principalmente, de su amor por la lluvia. Escribía poemas sobre ella, algunos con potencial para convertirse en canciones si tan sólo mamá le enseñara a tocar el piano. Había un único problema: el pueblo era extremadamente árido y en todos sus años, Ángela jamás había visto llover.

Su vida dio un vuelco la mañana en que mamá y papá salieron corriendo a la calle apenas empezó a oscurecer. Otro eclipse de sol, pensó ella, y no se les hubiera sumado de no ser porque Pipo, el perro, se puso a aullar y a gemir antes de esconderse bajo la mesa y seguir con la letanía canina. Eran nubes. Negras, enormes, capaces de traer la noche en cuestión de segundos con un poderoso viento en las capas altas de la atmósfera y una tensa quietud en la superficie. Cuando bajó la vista, notó que todos los vecinos estaban afuera, con cara de alegre sorpresa. “Va a llover”, exclamó la tía Zita, que vivía enfrente y no era realmente pariente, sino una amiga de la familia. Pero eso Ángela no lo sabía, como tampoco entendió qué era eso que caía del cielo, levantaba el polvo de las calles y se sentía frío en la piel. Papá abrió los brazos y comenzó a girar de cara al firmamento, mamá sonreía y su rostro se llenó de gotas (lluvia o lágrimas, quién sabe). Todos reían a carcajadas como en el final de cada capítulo de las radiocomedias de los sábados.

¿Esto es la lluvia?, exclamó, indignada, Ángela, la única que no celebraba el acontecimiento. Qué decepción. El cielo gris, el agua pálida y fría, la tristeza hecha fenómeno meteorológico. No podía dejarlo así. Entró corriendo a la casa, se encerró en su habitación y escribió una carta que copió una y otra vez cambiando solamente el encabezado. Terminó de madrugada, a la luz de las velas. Hubiese sido más rápido si sacaba fotocopias, pero... ya saben, no estaban disponibles. El correo abría a las 6 y ella estaba ahí a las 5.30. No había tiempo que perder.

La protesta era ridícula, pero siempre es bueno tener amigos poderosos e influyentes y Ángela, sin saberlo, los tenía. Su carta fue publicada en diarios y revistas, traducida a decenas de idiomas y transformada en un manifiesto en torno al que se formaron al menos tres grupos de presión política. Algo iba a cambiar y tenía que hacerse en grande. Los gobiernos recogieron el guante y decidieron duplicar el presupuesto para investigación. Las universidades abrieron nuevas especialidades. Científicos de las más variadas disciplinas se abocaron a la tarea. Los diarios publicaban en primera plana los avances, algunos vitales; otros, sensacionalismo barato. Transcurrieron los años, Ángela envejeció y fue pasando de la expectación a -otra vez- la decepción. Y cuando todo parecía perdido, la respuesta a sus pedidos. ¡Lluvia de colores! Verde, azul, naranja, violeta, celeste, amarilla.... Ya no más tardes grises por el mal tiempo. Ya no más miradas depresivas en domingos amargados.

El impacto a nivel mundial fue inmediato y el cambio, inmenso. Se redujeron las guerras, los conflictos culturales y religiosos, los robos a mano armada, la violencia en general. Ángela era la responsable de todo eso, el planeta le debía gratitud y no tardó en pagársela. Por caso, la ciudad de Los Ángeles, allí donde se filman las películas más resonantes de la Tierra (varias de ellas, por cierto, dedicadas a contar su historia) cambió su nombre a Ángela City. El día de su cumpleaños se transformó en festivo en casi todos los países. Un famoso artista -conocido por un nombre por el que antes era conocido, pero no así en el medio de su carrera- le dedicó su más famosa canción convencido de que el púrpura era el color favorito de ella (en realidad era el rojo, pero la homenajeada nunca dijo nada para no avergonzarlo). Y a nadie extrañó cuando la nominaron al Premio Nobel de la Paz.

La presión a lo largo del planeta fue enorme. Los principales líderes, referentes sociales y ganadores anteriores estuvieron de acuerdo. La mayoría de los nominados de ese año retiraron su candidatura. Por supuesto que tenía que tocarle a ella. El 10 de diciembre, el Comité Noruego anunció públicamente lo que miles de millones de personas esperaban con ansiedad: Ángela es la elegida. Cámaras siguieron en vivo su traslado al aeropuerto, se filmó el vuelo y la llegada a Oslo tuvo la mayor audiencia televisiva de la historia. Hubiese sido aún mayor si se contara a los miles que viajaron de cientos de países a alentarla en su ingreso al Ayuntamiento de Oslo. Ángela subió los tres escalones del escenario, se acercó al micrófono y recibió primero un diploma enmarcado, ante el que sonrió. Luego, en un estuche negro, la medalla con la efigie de un hombre en una cara, unas siluetas humanas en la otra y unas cuántas letras. Todo en dorado. Sólo en dorado. Qué decepción, exclamó.

Mariano Bachiller

Inédito. Bachiller es periodista y reside en Posadas.

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