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La fuga

domingo 17 de abril de 2022 | 6:00hs.
La fuga

Cuando Cardoso salió del rancho tenía una gran lucidez. El peligro ponía en tensión todo su ser, buscando instintivamente la manera de escapar. Ahora empezaba a darse cuenta de que lo que acababa de hacer, tenía importancia como nada de lo que antes le sucediera. La puñalada que acababa de pegar a ese hombre que encontró en el rancho de la Olinda, no quedaría seguramente impune como aquella otra que le permitiera librarse de Ramírez... En realidad no había querido hacerlo... Al final resultaba que la única mujer que tuvo en su vida, era su perdición... Nunca había sentido dentro de sí ese furor homicida... Sólo desde que la vio aquella noche en la bailanta...

Tenía que obrar ligero. Menos mal que la mujer quedó tan aterrada, que no pudo gritar y cayó como un trapo blando, cuando él le pegó un planazo en plena jeta con el cuchillo... Seguramente se había desmayado... En cuanto al hombre, cuando recibió la puñalada, se bamboleó e intentó llegar hasta la mesa donde tenía el revólver, pero se tropezó en una silla y quedó de rodillas, con la cabeza gacha. Se veía que no podía hablar ni moverse... Pudo rematarlo tranquilamente, pero de pronto se apoderó de él un terror inexplicable... Pensó que si huía rápidamente podría escapar. Lo que más le convendría sería pasarse al Paraguay, en su propia canoa... Pero no, la canoa estaba otra vez en poder de Udoro, porque la última vez que fuera al río se había desfondado y había que arreglar esas tablas... Ver a otros era peligroso, porque a lo mejor lo denunciaban... ¿Acaso no contaban que algunos que habían conseguido pasar, habían sido devueltos a la costa argentina, por la misma policía paraguaya?... El herido era un hombre de la clase importante, seguramente amigo del gobernador y del jefe de policía... Sería perseguido como una rata... Debió rematarlos a los dos, para haber tenido más tiempo para disparar... ¡Si volviera!... Pero no, eso sería peor. A lo mejor ya habían avisado a la policía...

Rápidamente remontó la cuesta que llevaba al rancho de doña Eugenia. Levantó el alambre y entró sin abrir el rústico portón. El perro que dormía afuera, se levantó y silenciosamente le lamió la mano y movió varias veces la cola. Cuando Cardoso le acarició la cabeza, dio media vuelta y fue a echarse otra vez en el tibio lugar que abandonara para saludar a su amigo.

Golpeó, con pequeños golpes rápidos, la puerta de tablas. Doña Eugenia con su oído ligero, propio de sus muchos años, se levantó al instante, adivinando de quien se trataba. Seguramente a su hijo le había sucedido otra desgracia por la perra esa... Hacía tiempo que andaba esperando que un día u otro...

Abrió la puerta y agarrándolo de un brazo, lo hizo entrar prontamente. Sin prender la luz susurró:

-¿Mbaé pico oyejhú ché membuy? (1)

-Nada doña, pero tengo que dispará en seguida.

-¿Pero qué le pasó a uté. Alguna chanchada de esa porquería?

-Ajá... Tenía otro hombre...

-¿Y?...

-Cuando volví por mi rancho éta noche, etaba allí. E un hombre grandote que vive por la plaza San Martín... ¡Se clavó por mi cuchillo! - terminó sonriendo.

-¿Y la Olinda?

-Le pegué en la jeta con mi cuchillo. Se cayó como muerta...

Siguió un silencio corto. Después habló el hombre:

- Doña, tengo que dispararme. ¿Tené uté uno peso para emprestame?

La mujer rebuscó debajo de un ladrillo que tenía en un rincón del rancho y sacó un pequeño envoltorio que contenía alrededor de treinta pesos, en billetes de uno, arrugados y sobados, producto de su trabajo en las piedras del río, rascando y golpeando las ropas de los ricos. Se lo alcanzó al mozo diciéndole:

-Tomá uté ete dinerito. No tengo má y ahora disparate rápido que no te agarren.

Cardoso le puso una mano en el hombro y la vieja con sus manos sarmentosas, le acarició el cabello renegrido y tieso como cerda de caballo. Le puso en el bolsillo dos galletas y lo empujó suavemente hacia la salida...

Nuevamente Cardoso se encontró bajo la luz de las estrellas... Pensaba rápidamente. Puesto que él era hombre del río, lo más natural era que la policía pensara que trataría de pasarse a la otra orilla. Ya debían haber establecido vigilancia por la costa y, naturalmente en el puerto, para cuando saliera la primera lancha... Él no podía, al menos por la costa frente a Posadas, tratar de llegar al Paraguay... Tal vez más arriba... Pero no... Lo que tenía que hacer es disparar hacia el interior... ¡Hay tantos ranchos por el monte!... Y por lo menos durante algunos días él se rebuscaría, aunque fuera trabajando como peón de algún gringo... Más arriba era fácil pasarse y después para agarrarlo... Sí, sin duda era eso lo que le convenía...

Caminó a campo traviesa en dirección al hospital. Desde allí seguiría el camino que corre paralelo a la ruta y que va hasta el arroyo Zaimán por un lado y por otro a la carretera principal, por el taller de Bonetti. Unos cuantos cientos de metros más adelante podría tomar sin que nadie se fijara en él, algún colectivo que en poco tiempo lo alejaría del pueblo. Después ya vería qué debía hacer. Lo más urgente era alejarse...

Miró al cielo. Como hombre acostumbrado a salir de noche al río, calculó que serían alrededor de las tres de la mañana. Caminando ligero podría estar en las cercanías del Parque Adam, en una hora u hora y cuarto y para entonces, ya empezarían a pasar los colectivos del interior...

Salió al camino pavimentado. A la izquierda se recortaba la mole inmensa del hospital. Cruzó la esquina y siguió adelante, hundiendo sus alpargatas en la blanda tierra roja. El ejercicio le calmaba los nervios y la brisa nocturna que le acariciaba el rostro, le producía una extraña sensación de bienestar. Hubo un momento en que no pensó que estaba huyendo... Sino que volvía a ver a la Olinda, después de haber andado pescando en el río... Ahora se daba cuenta de cuánto significaba para él esa mujer que había impreso en su alma una huella que nunca se borraría... ¡Pero la gran puta se la pegaba!... También se la pegó al otro... Ramírez era bien macho y la mujer lo traicionaba... Al final esa porquería era la causante de que él hubiera ido perdiendo sus fuerzas, volviéndose un borrachín a quien todos despreciaban y ahora, un asesino fugitivo de la justicia... Empezaron de pronto a abandonarle las fuerzas que los nervios excitados le dieran... Transpiraba y disminuyó el ritmo de su andar... De pronto sintió hambre y recordó que esa noche no había cenado más que las copas de caña que se tomó en lo de don Pérez...

Se sentó al lado del camino y sacó una galleta mordiéndola con ansia... Pero había que seguir. Con la boca pastosa se levantó y camino hacia adelante. No podía hacerlo con rapidez, porque de pronto e inexplicablemente, había vuelto a apoderarse de su cuerpo esa flojera que hacía más de dos meses se le metiera en el pecho. Sudaba abundantemente y las piernas le temblaban... Ahora no gozaba con el viento que le golpeaba la cara, porque le parecía que traía envuelto en su brisa susurros misteriosos, amenazantes, ecos de ladridos que le hicieran acordar al Lobison; y ruidos de pisadas que se arrastraban a su alrededor... Empezó a tener miedo. Andaba casi corriendo, mirando a los costados, sobresaltado, temiendo que de pronto apareciera algo que le impidiera seguir… Los árboles del camino se terminaron. Salió a un lugar donde había más claridad; un terreno pedregoso, donde sólo crecía espartillo. A lo lejos vio, recortado en la noche, la silueta de un rancho y el perro guardián ladró a su paso, pero ese era un ladrido fuerte y claro que le produjo la sensación de no estar solo, llevando tranquilidad a su turbación. Camino todavía un kilómetro más, donde debía doblar para salir al camino que conduce a Garupá y a las demás poblaciones del interior. En la esquina se levantaba el viejo aljibe de ladrillo y más atrás los restos ruinosos de la casa. Una leve claridad permitía reconocer el perfil de las cosas y vio claramente esconderse el perro detrás del aljibe... No había duda, la desgracia le perseguía y ahora sabía que, antes o después, acabaría con él... Se dirigió al pozo y lo rodeó buscando al animal... Pero nada vio y se sonrió de su inocencia... Un fantasma no deja rastros visibles ni se le puede ver de cerca, pero eso no quiere decir que sea menos real...

Las cosas empezaban a surgir del seno de la noche. A su derecha, unos metros adentro del alambrado, pastaba una vaca overa y la tranquilidad del rumiante le pareció un augurio favorable. Más allá en un rancho, empezaba a rebullir la gente. Por el camino, en dirección contraria, venía un jinete y Cardoso miró atento, aunque desechaba la idea de que fuera alguien que lo persiguiera. Era un gurí de jeta prominente que cabalgaba en pelo, con sus largas y flacas piernas desnudas colgando y balanceándose... Seguramente iría al arroyo a bañar al animal... Llegaba por fin al camino principal y el corazón le golpeaba fuertemente. A su izquierda veía la cuadrada construcción de material y a su derecha el espeso bosque. En los ranchos cercanos empezaba a verse fuego... Estarían preparando el mate de sus ocupantes... Dos autos pasaron velozmente, casi pegados, envueltos en una nube de tierra... Cardoso se metió en el camino. Ahora que se sentía dentro del peligro, estaba tranquilo. Siguió caminando porque pensaba subir en algún paraje donde no hubiera casas...

Varios coches lo pasaron sin que se fijaran en él. Estuvo tentado de parar a un camionero y pedirle que lo alzara, pero no se atrevió. Esperó un rato en la arribada que empezaba después del puente desde donde se divisa el Parque Adam y pronto vio aparecer el colectivo rojo, envuelto en tierra, que iba hacia San Ignacio. Cuando paró el vehículo, aunque pensaba bajar antes pidió:

-San Ignacio pebé (2).

-Cinco peso, chamigo.

Pagó y se acurrucó en el fondo del vehículo, sobre la ventanilla derecha. Pensó que desde allí, podría observar mejor a todo el que entrara. Se arrebujó en el ponchillo y entrecerró los ojos, haciendo como si durmiera, aunque se mantenía bien despierto. Los brazos cruzados sobre el pecho, le permitían palpar el cabo de su cuchillo. Cinco o seis eran los pasajeros y todos con aspecto de colonos, algunos de pelo rojizo y manos enormes y cuadradas, cubiertas de vello espeso y dorado. Nadie hablaba y Cardoso sintió profundamente este respiro que tenía... El sol empezaba a pintar con brochazos suaves las lomas de los cerros ondulados, de verdes profundos abajo y alegres en la cima. Pronto surgiría a su alrededor un mundo mágico de colores, de infinitos verdes que aprisionarían a la serpiente roja del camino...

Dejaron atrás Villa Lanús. Por la ventanilla desfilaron los graciosos cerros, cuyos verdes semejaban cuidado césped de jardín. Allá abajo, en una hondonada o en la cima, algún rancho minúsculo humanizaba el fino paisaje... Esas ondulaciones lo llevaron a pensar en el río, en su felicidad perdida formada de agua, de sol y de aire... Ahora erraría huyendo siempre. Cada mirada y cada rostro desconocido, serían una amenaza...

Se iban acercando a Garupá. El camino subía y bajaba en pronunciadas pendientes. Sus costados habían sido abiertos en la tierra dura y roja. Allá adelante la gran planicie que tenía a su izquierda el río y dominándolo todo como espléndido telón de fondo, el cerro de Santa Ana, saliendo del anaranjado amanecer, como un girón azul desvaído y puro. A su derecha las cuidadas plantaciones de yerba, con árboles alineados militarmente, en filas que se empequeñecían en su perspectiva geométrica. A Cardoso, acostumbrado a la libertad de su vida de pescador, no le gustaba esa disciplinada explotación de la naturaleza... Buena cosa para los gringos que venían a buscar plata y morían inclinados sobre el surco, sin mirar al cielo una sola vez...

Pararon frente a una casa grande que hacía esquina. Era un almacén cuyo propietario, gordo y blando, parecía un enorme escuerzo de ojos redondos y claros, que tenían la vaguedad de la mirada de los ciegos. Allí funcionaba la agencia local del colectivo y pararían unos minutos, subiendo algunos bultos y pasajeros.

Cardoso quedó adentro. Como todavía era temprano, podía aparentar que seguía durmiendo... Mentalmente veía el pequeño pueblo, encaramado sobre la cuesta, con sus humildes casitas de material sin revoque o sus casas de madera pintada... De buena gana bajaría a tomar una caña, pero no se atrevía... Cuanto menos se hiciera ver, mucho mejor; pero el hábito del alcohol pudo más que su prudencia y bajó. Sin mirar atravesó el grupo de ocho o diez personas que hablaban con el chofer y penetró en el almacén. El dueño, al verlo, se dio vuelta despaciosamente y lo miró con sus ojos inexpresivos. Cardoso sintió la mirada resbalarle en el cogote y un escalofrío, como si la piel hubiera sido rozada con un objeto metálico.

Pidió un vaso de caña doble, que le sirvió una muchacha morena y pequeña, vestida pobremente y con los pies descalzos. La miró mientras bebía, pero ella parecía indiferente a todo y se comportaba como una sonámbula. Apuró el vaso de un trago y el calor del alcohol le llenó las venas y la sangre de claridad interior:

-¿Cuánto é? — preguntó apuntando con un dedo el vaso.

-Sesenta centavo...

-Echá otro trago por mi vaso.

La mujer vertió el ambarino líquido, que Cardoso bebió ávidamente. Pensó comprar galleta y un poco de salame para comer, pero la caña le calmaba el estómago. Pagó y salió del boliche, dirigiéndose al colectivo, que empezaba sus preparativos para salir. Mezclado con el resto de los pasajeros, debió esperar unos instantes para ascender. Le pareció que todos lo miraban. Un gringo enorme, con hombros de gorila lo empujó y Cardoso sintió un estremecimiento de arriba abajo... A lo mejor lo había empujado para buscarle pleito y hacer que lo detuvieran... Pero no, pareciera que ni siquiera se hubiera dado cuenta de que existía... Una vez adentro debió conformarse con viajar dos asientos adelante, por haber sido ocupado su sitio. No quiso reclamar. Cuanto menos lo notaran, mejor... Por fin arrancaba este auto de porquería...

Un vigilante acababa de llegar y hablaba con el dueño del almacén... Los miró con el rabillo del ojo, al pasar frente a ellos y le pareció que lo miraban con insistencia. El auto aceleró y las últimas casas del poblado desaparecieron, antes de cruzar la vía del ferrocarril.

Cruzaron el arroyo Garupá. El ancho puente cortaba esa bella cinta de plata, que lamía mansamente las riberas llenas de una maraña impenetrable. Sobre los reflejos del gris acerado del agua, cabrilleaba el sol naciente... Los colores eran ahora nítidos, como pintados: plata, esmeralda, rojo y azul...

La monotonía del camino adormeció sus pensamientos. Estaba casi en ayunas desde el mediodía anterior, sostenido por un poco de alcohol. La tragedia en que vivía esas horas, había aumentado el desgaste de sus nervios y el reciente trago de caña, sumado al movimiento del vehículo, le hizo empezar a ver las cosas como a través de una niebla... Poco después dormía, con la cabeza inclinada hacia adelante, con leve ronquido...

-¿Qué te parece chamigo? — dijo el que cobraba los boletos, muchachote zambo de jeta aindiada y pelo ensortijado de africano.

-Se habrá empedao en el boliche - dijo el chofer encogiéndose de hombros.

Algunos lo miraron inquietos. Un tape borracho siempre es peligroso, pero el hombre estaba tranquilo.

Todavía dormía cuando pasaron Santa Ana. El camino se retorcía como enloquecido, mientras subía y bajaba los cerros. Un barquinazo producido por la huella profunda, le hizo golpear fuertemente el parietal contra la ventanilla, despertándolo con vivo dolor.

—¡Añá!...

A los costados del camino, la selva enmarañada pugnaba por cerrarlo. Grandes árboles de retorcidas ramas, se elevaban hacia el cielo, invadidos de parásitos y de lianas que colgaban airosamente. Arbustos y yuyos de todas clases, no dejaban ver la tierra que sostenía su espesa trama. Se veían saltar pájaros entre los árboles, persiguiéndose y haciendo evoluciones placenteras, en la fresca mañana. Se oían ruidos entre la maleza, a ras de suelo, como si reptiles o felinos se abrieran paso. De vez en cuando un esbelto lapacho ponía su nota de color, entre los sombríos tonos, con su ramo gigante de bellas flores, que iban desde el rosado violáceo, hasta el carmín. Doscientos metros adelante un felino grande cruzó en dos elegantes saltos el camino y se perdió en la espesura. El cobrador, excitado, señaló a su compañero:

-¡Mirá chamigo, el tigre!

-Ajá... -¿Sería lindo baja y balearlo!

-¿Y diande lo iba a vé otra vé? ¡Eso bicho son bien vivo!

El coche empezaba a bajar y la espesura se abrió en un inmenso valle. Estaban llegando al Yabebirí. La cinta del camino era de un rojo inconcebible y se veía hundirse allá abajo y subir serpenteando la ladera de enfrente. A la derecha, algunas palmeras raquíticas, daban una nota convencional de trópico. En suave pendiente empezaban los cerros que se perdían en la lejanía, atenuando cada vez más sus verdes. A la izquierda, entre montes densamente poblados de árboles, donde se alcanzaban a ver algunas plantaciones y casas, aparecía el ancho y cristalino Yabebirí, el arroyo más hermoso de Misiones, con su curso serpenteante, en demanda del río padre para fundirse en él...

Cuando remontaran la cuesta y llegaran a la margen del arroyo, habría que esperar el acercamiento de la balsa, donde subiría el vehículo para pasar al otro lado. Ello demandaría tiempo y ocasión a todos los pasajeros para observarse y Cardoso pensó que no le convenía. Al llegar a la hondonada, acercándose al chofer, le dijo:

-Pará acá nomá chamigo...

-¿Queré baja?

-Ajá...

-Todavía falta a San Ignacio.

-Tengo que vé un amigo por eto lado...

El hombre se encogió de hombros y detuvo el coche. Cardoso saltó y sin darse vuelta, se encaminó hacia el monte, sin saber fijamente adónde iba...


(1) ¿Qué le pasa, mi hijo?
(2) Hasta San Ignacio.

Juan Manuel Areu Crespo

Capítulo XIV de la novela Bajada Vieja. Areu Crespo fue pintor, grabador, escritor y escribano. Nació el 20 de mayo de 1909 en Totana, Murcia, España y falleció en Buenos Aires el 2 de febrero de 1989.

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