El cuidador de almas

domingo 17 de abril de 2022 | 6:00hs.
El cuidador de almas
El cuidador de almas

Del pueblo solo quedan ruinas y casas deshabitadas. La falta de cuidados y el tiempo fueron transformando, lo que otrora fue un pujante poblado, en un aguantadero de personajes siniestros acostumbrados a la marginalidad y capaces de soportar los hechos anormales que le dieron en llamar “Pueblo fantasma”. Mesas y sillas que se mueven solas, puertas y ventanas que se abren y cierran, gritos aterradores, apariciones, luces danzantes y piedras que se elevan y caen sobre los techos. Todos estos hechos provocaron que la gente fuese abandonando el lugar, huyendo hacia otras ciudades.

Todo había comenzado cuando don Alfonso, un hombre de quien nadie supo de dónde vino, compró la lúgubre casa que estaba en el centro del pueblo y que había pertenecido a un inmigrante que la abandonó para volver a su tierra natal. Cerrada y oscura, estaba rodeada de grandes árboles que impedían el paso de los rayos solares y donde la humedad se percibía a través de la descascarada pintura. Si de día su imagen aterraba, de noche la sensación aumentaba, especialmente en aquellas en las que una vela encendida aparecía en una abertura de la pared del frente de la casa. Esto comenzó a causar terror entre los vecinos que, al verla, inmediatamente se ponían a rezar.

Cada noche que se veía la luz de la vela, al otro día indefectiblemente, alguien del pueblo se iba de este mundo. Hubo veces en que aparecieron dos velas encendidas y al día siguiente dos vecinos fueron llevados al camposanto. Cada noche, la gente miraba de reojo hacia la casa y hacían correr la voz de la situación observada.

Don Alfonso era un hombre reservado, sin amistades, aunque muy respetado por los vecinos, nadie quería causarle problemas por temor a que encendiera una vela en su nombre. Salía muy poco y cuando lo hacía era para comprar lo necesario para vivir. Igualmente, todos lo evadían y muy pocos lograron intercambiar algunas palabras con él, entre ellos don Raúl el almacenero.

Era un hombre sereno, de bajo perfil, nunca una discusión con nadie, su único problema radicaba en un extraño poder del que no recordaba cómo ni cuándo le apareció y que consistía en ver las almas de las personas. Se lo había contado al almacenero en una de las pocas charlas que tuvo con él, un día en que éste estaba solo detrás del mostrador.

Un buen día, los atemorizados vecinos organizaron una reunión para tratar el tema. Entre los presentes estaba don Raúl, quien contó lo escuchado de su misma boca. Relató que el hombre en cuestión le manifestó el don que tenía, que consistía en poder ver las almas de las personas, de las vivas que iban muy pegadas al cuerpo, como abrazándolo, y las de los muertos, almas en pena que aún deambulaban solas por este mundo, a la espera del descanso eterno. Éstas últimas, mientras estaban penando hacían de las suyas, asustando a la gente buena, pero huían al ver a Don Alfonso pues le temían, ya que con un rezo las mandaba al infierno para no regresar jamás.

Además, don Raúl comentó que el hombre era capaz de percibir, por la felicidad, tristeza o ira que presentaba el alma, el tipo de persona a quién correspondía. Esto le había permitido conocer a personas que aparentaban ser muy buenas a la vista de todos, pero en realidad eran como lobos disfrazados de corderos, listos para hacer daño. También personas que parecían tristes, pero con un alma feliz, con mucha paz interior que eran capaces de realizar cualquier sacrificio por los demás a costa de sus carencias.

Asimismo, le había contado que sabía cuándo una persona moriría, pues veía cómo el alma se iba separando del cuerpo, en un proceso que duraba varios días y que comenzaba por las piernas, siendo la cabeza la última parte en separarse. Cuando veía al alma separada y paralela a la persona que caminaba, sabía que al otro día, indefectiblemente, sería el fin de esa persona. Entonces su misión era avisar para que todos recen por su alma, de tal manera que ésta no quedase vagando haciendo desmanes en la tierra, especialmente si no era un alma buena.

Recordaba don Raúl que le había preguntado si no había forma de avisarle a la persona y que el hombre negó la posibilidad y saludándolo amigablemente se retiró con sus mercaderías.

Algunos vecinos, atemorizados por lo escuchado, pidieron al comisario que no lo deje salir de la casa para evitar que utilice su poder y así evitar las muertes en el pueblo.

El comisario accedió y habló con don Alfonso. Éste, apesadumbrado por el pedido prometió no salir y solicitó al almacenero las mercaderías necesarias que le permitiesen subsistir durante ese tiempo.

Durante un mes don Alfonso no salió. Y a pesar de no haberse encendido la vela, igual murió gente en el pueblo, con la diferencia, que a todos tomó por sorpresa, pues antes, cuando veían la vela encendida, inmediatamente todos se ponían a rezar y el que aún sin saber que moriría, se preparaba, ya que por lo menos la noche de la vela encendida, rezaba por su alma en el caso que le tocase partir. Paralelamente, en el pueblo comenzaron a suceder cosas raras. Parece que las almas de los que morían sin prepararse, se quedaban para atemorizar a los pobladores y agredirse entre ellas, por ello las piedras y los aullidos de terror, aún a plena luz del día.

Nuevamente fueron al comisario, esta vez para pedirle que le permita salir a don Alfonso. Habían descubierto lo útil que era con sus avisos. Y así fue, nuevamente lo vieron caminar con su sobretodo negro, su boina y bastón, pero lo notaban distinto, quizás abatido por el tiempo pasado en el encierro.

Días después, apareció una vela encendida y todos los habitantes del pueblo rezaron esa noche por sus almas por si acaso le tocara abandonar este mundo, pero también por las demás almas de las personas del pueblo. Al día siguiente se preguntaban a quién le tocó partir, pero no faltaba nadie. ¿Se había equivocado don Alfonso?

Algunos vecinos fueron hasta la casa, extrañamente la vela seguía encendida y nadie respondió al llamado de la puerta. El comisario dio un fuerte empujón y la vieja puerta cedió, al entrar vieron a don Alfonso sin vida sobre el sillón con la cara visiblemente sonriente. Sobre el escritorio, una nota que decía “Gracias por rezar por mi alma, no quisiera que se quede en este pueblo”

Desde ese momento, el poblado lentamente se fue llenando de almas en pena, vagando por las calles y asustando a los habitantes. Los negocios comenzaron a cerrar y todos comenzaron a irse. El último en quedarse fue el comisario. Antes de partir recordó y entendió que la sonrisa en la cara de don Alfonso auguraba lo que vendría. Rezó un bendito, se acomodó en la vieja camioneta y también él, lentamente inició el abandono. A medida que se alejaba, una lluvia de piedras caía sobre el techo del vehículo. Sintió que era la forma con la que los fantasmas lo despedían.

Inmediatamente escuchó una rara voz desde el asiento del acompañante que le decía “acelera y no mires atrás”. Le pareció ver una tenue imagen sonriente de don Alfonso que se desmaterializaba mientras le hacía un gesto de saludo. Respiró hondo, una última piedra cayó sobre el techo, aceleró y avanzó por ese camino que era sólo de ida. Para él, tampoco habría regreso a “Pueblo Fantasma”.

José Pereyra

Esta obra pertenece al libro “Cuentos y relatos que dejan huellas” – Editorial “Ediciones Misioneras” – Septiembre 2021. Pereyra es docente jubilado y reside en Virasoro, Corrientes

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