Inicio Rádovan

domingo 03 de abril de 2022 | 6:00hs.
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El doctor se levantó un poco más embotado aquella mañana, había puesto cuatro gotas en su vaso de agua. Sabía que tenía un día pesado por delante. Por lo general, no necesitaba más que dos gotas algunas veces por semana. Habían pasado muchos años, pero las historias eran siempre iguales. Aun en escenarios de enfermedad, violencia y muerte, podía encontrar una monotonía espantosa a la cual temía acostumbrarse. Los bríos de sus años juveniles le habían permitido noches de insomnio, noches esbozando memorias diferentes. Su imaginación no era prodigiosa pero sí obstinada, insistía durante horas. Con frecuencia, un rostro cualquiera de alguno de sus fracasos daba vueltas en su cabeza. Le pedía un final diferente, le susurraba con voz gastada que no podía terminar así. Cuando se apagaban, lo hacían solo físicamente, porque sus voces seguían recorriendo la cabeza de Fússinher hasta que él, con la omnipotencia de la ficción, los mandaba a descansar en paz. Le daba nueva forma a lo que había presenciado como si fuera un escultor, pero cada martillazo del cincel impactaba de lleno en su pecho. Sufría porque le importaba, sentía que todo era más pesado de lo que él podía aguantar. Entonces aparecían las imágenes, las voces de lo que no fue, las potencialidades que se apagaron entre sus manos. Recordaba el último aliento de vida de un desafortunado paciente penetrando sus fosas nasales, paseando por su garganta para instalarse en su mente y desde ahí atormentarlo.

Su juventud había comenzado a desgranarse y las fuerzas para trabajar con pocas horas de sueño se alejaban con lentitud. Su esposa, sin embargo, se alejó con rapidez, solo dejó algunos indicios que él jamás interpretó. No le importó. Siquiera buscó una explicación. Aquel día había trabajado en el primer caso que puso su nombre entre los apellidos notorios de la región. Un niño pícaro que solía hacer encomiendas por la ciudad tenía entre sus clientes al doctor y también al joven de la casa Mendoza. Nadie daba propinas como Darío Mendoza y en ese momento se estaba retorciendo de dolor ante la mirada de sus familiares y servidumbre. También había dos médicos que no habían podido identificar el problema. Con la potencia de sus jóvenes músculos, Darío realizaba contorsiones involuntarias que lo doblaban como una hoja de papel, sus rodillas llegaban a golpearle la sien. Las personas menos acostumbradas a escenas grotescas habían salido del lugar. Una mujer madura, sin embargo, intentaba brillar. Sostenía una cruz mientras repetía “Crux sacra sit mihi lux, non draco sit mihi dux”. Fússinher entró al cuarto escoltado por el niño. “Haga eso en voz baja”, le dijo a la mujer. Había visto síntomas similares una vez. Pidió a los hombres presentes que enderezaran y sujetaran al paciente boca arriba. Tomó una manguera de su maletín, introdujo una buena porción de la misma en la boca de Darío Mendoza y le suministró un líquido incoloro de fragancia intensa. Su cuerpo cobró rigidez súbitamente, no hubo una sola respiración en el cuarto. La cruz estaba en el piso. Fússinher observó su reloj y contó los segundos. Después de ponerse verde, el joven Mendoza dejó lo último que le quedaba de fuerzas en un vómito fétido y rosado que cubrió buena parte del piso. Desplomó su cuerpo con violencia sobre la cama. A pesar de estar inconsciente, respiraba relajadamente. Las convulsiones habían cesado. El médico esperó al lado de su cama. Luego, tomó una lupa de su bolsillo y observó el vómito. Mojó sus dedos en el líquido y los frotó con suavidad, sintió cómo se pegaba en las yemas de sus dedos índice y pulgar. Susurró algo en el oído del niño y éste salió como un rayo. Le preguntaron qué ocurría y Fússinher solo dijo que necesitaba otro medicamento para que el paciente pudiera dormir. Controló los signos vitales. Recomendó que le dieran alimentos sólidos recién al cabo de una semana porque, aunque estaba fuera de peligro, todo su sistema digestivo estaba lastimado. El niño volvió tan rápido como se había ido, pero no tenía medicamento alguno en sus manos. Dos oficiales de policía entraron inmediatamente después. El médico tomó la mano de uno de ellos y frotó sus dedos manchados en la palma de la misma. “Vidrio molido”, dijo y comenzó a guardar sus pertenencias. Se fue en silencio, sabía que él no tenía nada más que hacer en el lugar y tampoco le interesó lo que pasó después. A partir de aquel día, algunos lo llamaron “Fússinher, el sabio”. Había personas que lo buscaban como si no existiera otro médico en la ciudad, y él, ya abandonado por su compañera, tenía tiempo para acudir. Cuando llegaba a alguna casa, no había nada que perder. Entonces nadie le echaba la culpa por un desenlace indeseado. Desenlaces que ya no molestaban al doctor desde que había comenzado a usar esas gotas. Las había adquirido en la farmacia en la cual había conseguido parte importante de su sabiduría. En ese mismo lugar, con mucha lentitud, fue perdiendo un poco de su identidad. Sin embargo, nunca dejó de conmoverse con lo que veía día a día. Solo aprendió a tolerarlo, a asimilarlo como quien se acostumbra a lo que hace daño. Casi una década de formación en el exterior le había dado a Fússinher la historia y experiencia necesarias para trabajar con tranquilidad. Era un hombre preparado, cubierto por una necesidad imperiosa de resolver cualquier cuestión que se le pusiera enfrente.

Aquel día, ingresó a la farmacia con un habitual y parco saludo. Una persona estaba pidiendo un purgante. En el fondo, la pared interminable de frascos mostraba una imagen deformada de la figura del doctor en el reflejo de los vidrios. Mientras esperaba, tensaba los dedos de ambas manos a la vez para después relajarlos y escuchar el sonido de las articulaciones. Se apoyaba sobre la punta de sus pies y, cuando bajaba, exhalaba con suavidad. Era parte de su ritual para adquirir coraje. El cliente salió y luego fue el mismo Fússinher quien cerró la puerta de entrada de la farmacia. Lo que tenía que comunicar era demasiado importante para ser interrumpido. Había encontrado la forma, el hombre, el cuerpo y el paciente. Les había resultado difícil, porque nadie negaría la dificultad de explorar nuevos caminos sin sentir culpas, remordimientos o miedos. Fússinher lo había logrado.

Jeremías Rádovan escuchó con atención, luego atravesó la puerta que estaba detrás del mostrador de la farmacia seguido por Fússinher. Ingresaron a la residencia del farmacéutico. En una habitación sin ventanas, iluminada solamente por una vela, una mujer dormía con tranquilidad mortuoria. Joven, de rostro níveo, los cabellos castaños prolijamente cortados enmarcaban una expresión relajada. Sobre la cabecera de la cama había un reloj a cuerda y un reloj de arena de tamaño considerable y fluidez lenta. Duraba veinticuatro horas y estaba por la mitad. Fússinher apoyó sus dedos sobre la arteria carótida de la mujer y observó el reloj. “Treinta y cinco por minuto”, marcó.

—La luz sigue siendo nuestro mayor problema, dificulta el proceso de relajación, tiene que ser mínima, podríamos poner un pedazo de tela sobre su rostro —dijo Rádovan.

—Es cierto, algo suave para que no dificulte la respiración ni moleste sobre la piel. Igual ella está en perfecto estado. Mañana va a poder irse. Calculo que van a pasar cincuenta días hasta que necesite volver.

Luego del caso Mendoza, llegaron a los oídos de Fússinher pedidos de los más atípicos, a veces eran inclusive súplicas. El que refería al caso de la joven Vilma Garay no era menos desafiante que los demás. A pesar del poderoso apellido familiar, la condición de la mujer era desconocida. Solo había rumores. Se decía que vivía encerrada porque su hermana mayor no quería más descendencia familiar que complicara el manejo del clan a futuro. La Dama Garay, como era conocida la mayor, estaba a cargo de un imperio comercial y de media docena de hijos y sobrinos cuyas ambiciones había que controlar. Se encontró repentinamente en ese lugar de poder por la prematura muerte de su padre. Hecho que sorprendió a todos ya que, como el hombre había sobrevivido a un disparo de arma en el pecho, los más crédulos de la ciudad pensaban que a través de algún pacto sobrenatural, se había adjudicado, además de dinero y poder, cierta inmortalidad. Se decían muchas cosas de la familia, y la Dama Garay disfrutaba de las fabulaciones que alejaban a los demás de la verdad. Pero no pudo ocultarla a Fússinher, quien guardaba en su mente más secretos de los que podía asimilar. La Dama Garay había convocado al médico, agotada, tras haber retirado a su hermana del hospital donde había estado internada y, la mayoría del tiempo, sedada. La única opción que la institución había ofrecido para su problema era una lobotomía. Ella lloró durante varios días antes de tomar una decisión. Finalmente, ganó la misericordia y optó por mantenerla en su casa al menos algún tiempo más y, en ese lapso, las historias de Fússinher llegaron hasta su residencia. Lo primero que descubrió el médico era que nadie había intentado asesinar al padre de la familia. La joven Vilma Garay, cuando solo tenía seis años, había presenciado un intento de suicidio. Ella sólo quería sorprender a su padre con un beso y entró en el peor momento, mientras apretaba el gatillo. Su inesperada intromisión hizo que el caño se desviara algunos milímetros sobre el final. La bala atravesó los músculos del hombre, pero no pudo detener su corazón. La sangre derramada del tórax logró ser contenida a tiempo por uno de los criados. Ese mismo ayudante se encargó posteriormente de describir a un agresor inexistente. Lo hizo por devoción a la familia y al bienestar que ésta le proporcionaba. Nadie debía saber que el poderoso Garay había querido acabar con su vida. El disparo de Lucio Garay fue incapaz de lograr su objetivo. Sin embargo, no solo había enmudecido a la niña de seis años, sino que, además, el estruendo volvía a sonar en su pequeña cabeza una y otra vez de manera aleatoria. También volvía a sentir la pólvora flotando en el aire. Esto le provocaba gritos terroríficos tan intensos que llegaban a dañar sus cuerdas vocales. Con el correr de los años, ya nadie toleraba los alaridos incesantes de una mujer que flotaba fuera de la realidad de su familia. Su padre ya había muerto de tuberculosis, y ella seguía gritando por aquel disparo. Ni siquiera los propios sirvientes sabían qué hacer durante sus crisis. La Dama Garay tuvo que contratar enfermeros capacitados durante veinticuatro horas para que su hermana no corriera peligro alguno. La situación se volvió inmanejable y la única opción que había encontrado fue internarla. Luego, con Fússinher, apareció otro camino posible.

Ahora dormía en una de las camas de la residencia Rádovan, tras un año de descansos prolongados. Había vuelto a la realidad, a veces elaboraba frases completas con cierta dificultad. Ya no salían alaridos fantasmagóricos de su garganta. Sin embargo, invariablemente, una tristeza profunda volvía a crecer en todo su cuerpo y comenzaba a escapar de la realidad llamando a su padre. Entonces, su hermana mayor pedía una vez más ese descanso suave, prolongado y revitalizante. Debía someterse al mismo proceso cada cincuenta días aproximadamente. Era lo mejor que le podían dar. La Dama Garay afrontaba los gastos del tratamiento sin objeción alguna. Siempre recordaba que había estado a punto de aceptar que alguien revolviera el cerebro de Vilma para frenar los gritos. Fússinher ofreció algo tan radical como secreto. La confianza debía ser mutua. La matriarca estaba agotada, la insistente pujanza de sus hijos y sobrinos, más los agotadores años de responsabilidades tras el fallecimiento de su padre, habían desgarrado su cuerpo internamente. Su hermana era una responsabilidad más que la envejecía día a día. El prestigioso nombre de la farmacia adicionado a la peligrosa pregunta: “¿Qué tiene que perder?”, lograron convencerla. Jamás le preguntó al doctor de dónde adquiría la seguridad de su ofrecimiento. De la misma manera en que Fússinher no le había preguntado al farmacéutico cuántos errores fueron necesarios para llegar a una mezcla botánica tan eficiente.

Fússinher, como muchos otros doctores, estaba acostumbrado a adquirir sus fármacos con Rádovan. Sin embargo, el farmacéutico supo reconocer algo en este médico. Sufrido y preocupado por cosas que desconocía, parecía haber nacido con el mismo costal al hombro. Cuando estos hombres se encontraron y se reconocieron mutuamente, ambas vidas tomaron un rumbo más intenso. Rádovan ya era conocedor de combinaciones poco convencionales de químicos vegetales que lograban mejoras significativas en estados de ansiedad y paranoia. A su pesar, no había conseguido una manera segura de probar las fórmulas. La sabiduría de Fússinher era también la de Rádovan. Y ambos supieron que Vilma Garay era el canal perfecto para elevar la apuesta en aquel momento. Lo habían logrado, con resultados parciales pero efectivos. Ahora había un número considerable de personas que permanecían cautivas de estos exclusivos servicios que permitían no solo dormir dos días seguidos, sino también ralentizar el corazón y todo el flujo sanguíneo. De esta manera, al menos durante un tiempo, patologías psicológicas complejas como las de Vilma Garay podían permanecer apaciguadas. Habían logrado extraer a varias personas de situaciones de ansiedad y dolor. Además, los pacientes presentaban una mejora física que podía apreciarse observando con detenimiento la tranquilidad y frescura de sus rostros al despertar. El tratamiento era voluntario y secreto por su propia naturaleza. Había dejado de ser arriesgado. Sin embargo, la emoción se había esfumado con el éxito y la eficacia. Lo único que creció en los últimos años, además de los recursos pecuniarios que nunca eran suficientes para la investigación, fue la curiosidad de ambos. El universo que se extendía ante sus ojos con cada resultado de las combinaciones y extractos que Rádovan fabricaba era demasiado tentador como para no explorarlo. Sólo hacía falta encontrar una persona que no temiera las consecuencias de recorrer ese camino y, en la cárcel, esperaba Magencio.

Sebastián Borkoski

Capítulo II de la novela Inicio Radovan. Borkoski publicó además El Sueño Rádovan (2020) Los diablos blancos (2016) El puñal escondido (2011) y Cetrero nocturno (2012) entre otros Ilustración: Maco Pacheco

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