La obsesión de Alberto

domingo 27 de marzo de 2022 | 6:00hs.
La obsesión de Alberto
La obsesión de Alberto

Alberto, mi gran amigo y maestro, disfrutando aquella juventud donde despedazábamos poemas embriagados de pasión. Él, con el tiempo fue creyendo firmemente, y eso fue hasta el último de sus días, en una antigua leyenda que contaron aquellos nómades judíos en el libro del éxodo. La historia remitía a esos tiempos aciagos, llenos de dificultades y contratiempos, en su marcha por el desierto, mientras iban en busca de la tierra prometida, obviamente amparados y favorecidos por la mano generosa de Dios. Atravesando largas extensiones de la nada, era de suponer que sólo había en sus alforjas algunos víveres que traían de Egipto, país del que habían sido sometidos a una prolongada esclavitud. El Alimento diario para vivir, era una evidente dificultad, porque al acabarse éste, comenzó a azotarlos una terrible hambruna, importante, por cierto. El pueblo impaciente comenzó a protestar y a recriminarle a Moisés, entonces el Señor (más o menos así es la historia relatada), envió maná del cielo durante cuarenta años. Así fue como abrió las puertas de los cielos, e hizo llover sobre ellos “el maná” y de esta forma saciaron el hambre durante ese lapso de su historia, con ese alimento que para ellos era como el trigo de las alturas. Pan de nobles comió el hombre; envió comida hasta saciarles.

Lo único que tenía que hacer el pueblo, era ir a recogerlo y una vez realizada esa tarea, lo trituraban con piedras de moler o machacaban en un mortero, lo cocían en una olla y lo pre- paraban en forma de galletas. Su sabor era como de un pastel apetitoso. De noche, cuando el rocío caía sobre el acantona- miento, descendía el maná; a la mañana en los alrededores del campamento, encontraban todo húmedo por el rocío, pero cuando éste se evaporaba, la superficie del desierto quedaba cubierta por copos de una capa fina como escarcha. Ante esta increíble demostración de fidelidad, las familias quedaban absortas al observar semejante milagro. “¿Qué es esto?”— se preguntaron en los primeros momentos de aquel milagro.

Y así fue como estos hombres y mujeres de esos lejanos tiempos se proveyeron de alimento, era provisión divina de maná, sustento bendito que se extendió sin cesar y abundante- mente durante cuarenta años, hasta llegar a la tierra donde se establecieron; la frontera con la tierra de Canaán.

Alberto está convencido que la muerte no tuvo poder sobre aquellos hombres; es decir, por gracia divina están viviendo eternamente entre nosotros. En uno de aquellos días que nos quedábamos conversando hasta bien entrada la noche, me recordaba lo que Moisés le había dicho a Aarón, su hermano: “Toma una vasija y llénala con maná, después colócala en un lugar sagrado, delante del Señor, a fin de conservarlo para to- das las generaciones futuras”. Esto representaba un testimonio vivo de lo que había hecho Yahvé por ellos. Aarón hizo tal como se lo ordenó Moisés. Posteriormente lo colocó dentro del arca del pacto, frente a las tablas de piedra que estaban grabadas.

Alberto cuando hablábamos del tema, reflexionaba con una contundencia verbal asombrosa, insistía que los humanos por- tamos sobre nuestro ser, la carga valiente de sabernos mortales. De esta manera, ignorando lo que nos sucederá, deambulamos de un lado al otro, tomando preocupaciones y desvelos que se desarrollan a diario ante los avatares de la vida. Incorporamos angustias, ansiedades y tristezas a medida que se deslizan los años sobre nuestro físico. El destino en algún momento se apiadará de nosotros y afianzará la inevitable sentencia de muerte, afirmaba con vehemencia mi amigo. En todo caso, dejaba entrever claramente su convicción, al sostener y defender la idea de que en estos momentos y con nosotros en el día a día, se encuentran ellos, como seres inmortales, intercambiando opiniones, conjeturas, haciéndonos ver cada una de las dificultades que se presentan a través del recorrido que compartimos en esta vida, como si esta fuera la mejor y oportuna opción que se debe adoptar, sin darnos por enterados de su verdadera condición. Eternos vivientes entre nosotros, siendo que contrastan con nuestras pobres vidas, apenas alcanzamos a reconocernos como necesitados y afligidos seres, destinados a morir desde que estamos creciendo, porque nadie tiene aún la capacidad de escapar a esa inevitable condición. Ellos, en definitiva, estarán en este mundo hasta el juicio final. Son los afortunados beneficiarios y portadores de eternidad. Los días trascurren sobre sus cuerpos, sin embargo, parecen indemnes al paso del tiempo, pero lo más importante es la capacidad de permanecer entre nosotros, sin dejar huellas mientras vivimos en simultaneidad con ellos.

Parecen seres comunes como nosotros, pero son guardianes de un legado tan secreto como inviolable, entre esos afortunados nadie sería capaz de divulgar su condición. Es una manera saludable de vivir tranquilos, sin distinción ni privilegios que se reflejen a simple vista, cumpliendo funciones a diario, similares a cualquiera de los demás seres humanos; se encuentra el carpintero, el herrero, el granjero, el artesano, el jornalero, el comerciante, el banquero y se desplazan con su exquisita vitalidad por los siglos de los siglos, con una marcada y esencial diferencia; nosotros, obligados a pasar a través del arco inevitable de la muerte, pareciera tan simple, pero paradójicamente se asemeja al parto natural, en el que pasa a través del canal vaginal, y de la misma forma, tan sencillo y natural, se muere como se nace.

Largas horas hablando del tema, han hecho que el mismo se torne una obsesión; incluso para mí. Si existe una persona consciente de su realidad racional; ese soy yo, pero ahí me verán, plantado, tozudo, con mi pensamiento en las antípodas del suyo. Varias veces hemos debatido con el aporte de diversas conjeturas, será que ellos están conscientes de su condición de inmortales, o creerán que es un sueño que invariablemente emana de su propia conciencia, y luego logran incorporarse a través de sus pensamientos, quizá impensado para ellos mismos. Otra conjetura debatida entre ambos, era la de creer que morían, pero que se suceden durante siglos, o bien, aquella posibilidad de que luego de morir reencarnan en otra persona, esto último escapa a su concepción religiosa, aunque no descartábamos ninguna probabilidad.

También llegamos a pensar un poco más racionalmente, como que estos seres son relativamente inmortales y por ello no tienen conciencia de ello; en realidad también mueren, pero luego aparecen en otro lugar del mundo, con otra condición social, con vagos recuerdos que alimentan sus déjà vu. Sin embargo para Alberto, y esto lo pensó siempre, el maná había sido el alimento milagroso por el cual ellos habían logrado trascender al tiempo y convertirse en eternos.

Pan bajado del cielo, se identificaba con aquel capítulo del que hablaba Juan: “...Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre…” (Jn 6, 48-5l). Por algo Yahvé, había ordenado que conservaran un poco de maná, con el fin de que sus descendientes vieran cómo a través de ese alimento esencial, se alimentaron durante años en el desierto, o quizá, en ese sentido de resguardo del mismo, pudo existir otra intención. Alberto se conformó con creer en esta última posibilidad. Entiendo, que ni a él, le interesaba mucho la mismísima eternidad, aunque estaba convencido de que el maná existió y existe aún en alguna parte del mundo, en algún seguro reducto, custodiado férreamente por sus descendientes.

En posteriores conversaciones mantenidas, por mi parte, no insistía más. Sin embargo, me preguntaba; ¿cómo puede ser posible creer que aún pueda existir, una fracción mínima de esa sustancia con semejantes propiedades? No obstante, el Evangelio parece contundente: “Al que venciere, daré a comer del maná escondido y daré una piedrecita blanca y en la piedrecita escrito un nombre nuevo, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe” (Ap 2, 17).

En estos últimos tiempos, y empujado por las convicciones de mi gran amigo, estoy siendo perseverante en la búsqueda del alimento de la inmortalidad, y si la suerte no me es esquiva, lo obtendré a través de algún método químico. Necesito el maná, debo conseguirlo, aunque ese propósito consuma mi vida entera. — Esto me lo propongo a diario — ¡Vaya ironía! Qué otra importancia puede tener este mundo, que es un des- atino, como dice el catalán, si no logro la eternidad. A veces, luego de trabajar durante horas en mi laboratorio, debo confesar que protesto contra Alberto, por el simple motivo de haber puesto en mí esta excéntrica inquietud. Las dudas aparecen a cada instante y para colmo, no es fácil encontrar entre los mor- tales alguien que se dedique a semejante cometido. Más difícil aún es interpretar las escrituras sagradas y a través de ella, ser fiel a sus palabras, sin ser desterrado del reino de los cielos.

No obstante, estas vacilaciones y dado mi carácter insistente, me entrego con pasión a ese objetivo. Tengo la mente puesta en el firme propósito de lograr la síntesis de esta divina sustancia, pero a veces, no lo voy a negar, desconfío si lo que persigo frenéticamente, no pudo haber sido lo que acabó con su existencia. Con él había pasado, algo muy similar a lo que me ocurre ahora, según un comentario que en su momento dejó deslizar. Trató de convencer a otro amigo en común; como si la situación se volviera un círculo vicioso del que no se sale sino a través de preguntas y respuestas, que uno va procesado mientras pasa el tiempo, y no se logra visualizar en lo inmediato.

Alberto ya no está entre nosotros, eso es lo que creemos sus amigos. Nadie es capaz de asegurar que ha fallecido, es lo que aparentemente la realidad quiere mostrarnos, pero qué pensar, si al final de todo su desvelo, hubiera logrado su objetivo.

Yo me enteré de su “desaparición física”, a través de Roberto, seis meses posteriores a su deceso. El mismo se había enterado el día anterior al que me lo comunicó. Parece que la familia no divulgó a nadie sobre su fallecimiento. Por eso algunos creemos que esa preocupación latente en él, lo haya llevado a ser un afortunado poseedor, de aunque más no sea, una pequeña migaja de maná. Quizá, ahora esté en otro lado del mundo, disfrutando de su ansiada inmortalidad.

Desde hace un tiempo, algo está inquietándome. La última vez que estuve en la gran ciudad, hace dos meses aproximadamente, la misma que nos conocimos y confraternizamos.

¡Es increíble… ocurrió lo que temía! Estando en una librería viendo algunos títulos y al levantar la vista, mirando a través de la gran vidriera exhibidora: ¡Aseguro con toda mi razón, me pareció verlo, se encontraba como pasajero en el asiento trasero de un taxi! Estoy seguro que él me visualizó. Increíble, no podía salir del estupor, lo tuve frente a mis ojos.

—¡Era él… estoy convencido que era Alberto!

El relato es parte del libro Nunca más será hoy de reciente publicación. Giordano es autor  además de los libros A tientas y letras, Descarne y Relatos inconexos

Heraldo Giordano

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