Gotas de sangre en el cuello

domingo 27 de marzo de 2022 | 6:00hs.
Gotas  de sangre  en el cuello
Gotas de sangre en el cuello

Romualda desde niña se impresionaba con las heridas que tenían los caballos y las vacas en el cuello, allá en la chacra de sus padres. Por la mañana muchas veces algunas heridas aún estaban sangrando, la madre los desinfectaba con el curavichera y siempre hacía la señal de la cruz sobre las heridas.

—Este año están terribles los murciélagos. —Dijo un verano especialmente seco y caluroso.

Romualda quedó intrigada ya que conocía a las pequeñas “ratas volantes”,  como las llamaban sus hermanos mayores. Una tarde, mientras veía revolotear media docena de ellos alrededor del gran níspero que estaba detrás de la casa preguntó:

— ¿Son estos los bichos que muerden a las vacas?

—No, —contestó su padre— son mucho más grandes, esos no se ven al atardecer, aparecen de madrugada y se chupan la sangre de los animales.

— ¿Chupan la sangre de las personas?

— ¡Claro que sí! —contestó Abel, el hermano mayor de la familia.

A partir de esta aclaración Romualda comenzó a fantasear sobre la posibilidad de que alguno de estos vampiros se le acercara, se apoyara en su cuello y le chupara toda la sangre. Se imaginaba, no sin escalofríos y de sensaciones raras de miedo y de susto, a uno de estos monstruos persiguiéndola, incluso llegó a soñar.

En una noche de pesadilla se vio a si misma acercándose a uno de los terneros en el potrero y como un artilugio de magia, o como un hechizo generado vaya a saber por qué sortilegio, de una gran herida del cuello fueron saliendo uno tras otros grandes murciélagos, con los dientes chorreantes de sangre que se le fueron acercando lentamente en un silencio sepulcral. La niña pretendía moverse, correr o huir hacia la casa para guarecerse de esta siniestra bandada. Pero se sentía inmóvil, como clavada al suelo. La nube de estas ratas con alas se le fue acercando lentamente, comenzaron a rodearla hasta dejarla en una absoluta oscuridad que llegó a asfixiarla. Intentaba gritar pero le faltaba el aire de los pulmones, cuando tomo conciencia que no podía respirar se despertó con un sobre salto y evidentemente había gritado, porque en la puerta de su dormitorio apareció su madre preguntándole que le pasaba. La madre tuvo que tomarse mucho tiempo para calmarla, hasta le trajo un vaso de agua fresca de la cocina.

El terror se acentuó cuando escuchó, en la transmisión del noticiero diario, que daban en el horario del medio día la radio de AM de la zona, que, desde el ministerio de la provincia, se iba a llevar adelante una campaña de erradicación de los murciélagos por el hecho de ser transmisores de la rabia. En esta oportunidad había soñado que alguno de sus perros, su mascota preferida, mientras jugaba con ella, repentinamente abrió su boca rabiosa comenzando a salir una espuma sanguinolenta. Su perrito faldero, que incluso podía dormir en su cama, repentina y lentamente se fue transformando en un murciélago. Primero fueron sus fauces, luego los ojos rojos, las orejas y por ultimo le fueron creciendo amplias alas negras que con fuertes nervaduras y una piel que parecía cuerina, fueron surgiendo desde la espalda. Después de levantar vuelo, el perro devenido en murciélago, la comenzó a acosar, amenazándola con extraerle hasta la última gota. Romualda se veía a si misma pálida y escuálida, sin sangre, pero con una fuerza descomunal. Se lanzó a correr hacia un bosque donde ella buscaba protección, su mascota no dejaba de chillar y ladrar muy cerca de su nuca.

-Por suerte puedo correr esta vez –pensó.

Cuanto más corría, más se le acercaba, cuando al final se encontró en el bosque se dio cuenta de la trampa, de entre los árboles y de un sinnúmero de troncos abiertos y podridos comenzaron a salir más y más murciélagos, todos con la figura y la conjunción de estos animales y su idolillo. La desesperación fue terrible, una vez más quiso gritar pero no pudo, de nuevo esta terrible sensación de ahogarse y de no poder respirar. Cuando sintió el roce de los animales en su pelo, en su cara y sentía que se le acercaban peligrosamente a su garganta, intentó una vez mas de gritar, despertándose de su sueño bañada en sudor y temblando de frío en medio de un caluroso verano. Tan solo los mosquitos zumbaban a su alrededor y todo era silencio.

Al filo de la infancia habían estado con sus hermanos tumbando un viejo árbol, para sacar de sus entrañas miel de Yateí, en el monte, cerca de la casa. Romualda se dedicaba a tirar con una soga el viejo tronco medio podrido, mientras que sus hermanitos estaban dale con el hacha y el machete tratando de derribarlo. Cuando el tronco, carcomido por gruesos gusanos, cayó y se despedazó entre la capuera y el resto de los árboles, la miel amarilla comenzó a supurar de su seno. El susto y el terror se apoderaron de los niños cuando desde el mismo vientre del vetusto vegetal comenzaron a salir murciélagos, en su variación de colores entre un marrón oscuro y un lustroso negro brillante, algunos de considerable tamaño. Los varones se hicieron la fiesta con la matanza de ellos, ya que los asquerosos animalejos no podían levantar vuelo con sus torpes alas de piel, pero la niña no podía salir de su petrificada posición con la soga en una mano y el machete en la otra, sintiendo la misma sensación de cuando soñaba. Fue en esta oportunidad que los chicos se pusieron a estudiar a estos animales, Benjamín el menor, que siempre tenía inquietudes científicas, extendió las alas de uno de ellos para ver su estructura, su color y su consistencia. Vieron las garras en las coyunturas y los agudos dientes en la boca de los gigantescos animales recién asesinados.

—Fuahhh, pero es igualito a Drácula, —dijo Abel con una cara de sorpresa y admiración.

—Siii, a la noche vamos a mirar la revista, para ver las coincidencias.

—Nooo, yo vi la película… ¡Los dientes igualitos, mira!

Juntaron la miel que se llevaron triunfantes a la casa. Mientras los varones ya hacían comentarios totalmente ajenos a lo recién vivido, Romualda no se podía despegar de la sensación terrorífica que la había invadido recientemente. El hecho de que Benjamín se llevara uno de estos oscuros y ensangrentados bichos, colgado de un palo, la enojaba y la hacía sentir totalmente impotente ante el descaro de su hermano, por no tomarla en consideración en relación a su miedo.  Su indignación creció aún más cuando a la noche su padre, con un aire festivo, sacó uno de los viejos diccionarios enciclopédicos y comenzó a leer en voz alta vida, alimentación y costumbres de estas alimañas. Diferenció en la lectura a los murciélagos, que se alimentan de mosquitos y algunas frutas, de aquellos gigantescos vampiros que se alimentan de pequeños animales e incluso hacen heridas para beberse la sangre de grandes cuadrúpedos y de personas.

Al llegar a su adolescencia y a la juventud, estos miedos pasaron a un segundo plano. Los sueños no volvieron a aparecer, tan solo algunos pensamientos erráticos la asaltaban, cuando el tema volvía a estar presente en alguna sobremesa de la familia. Romualda se casó y tuvo su primer bebe, una hermosa niña que tenía los ojos claros de ella y el perfil agudo y bien definido del padre. Junto a Juan construyeron la casa, en una chacra nueva, al pie de los cerros, allá en el medio de la provincia, muy cerca del arroyo grande y juntos hicieron el desmonte. Varias veces, de los viejos troncos podridos, aparecían los murciélagos, pero ya no le causaban el miedo, tan solo una repulsión innata y furiosa.

En esta casa nueva, que pasó a ser cobijo, nido y guarida de su entera felicidad, despertaba en algunas noches por un leve golpeteo en las ventanas. Siempre pensó que era el viento que movía las cortinas, porque nunca pudo ver nada. Alguna vez despertó a Juan, para asegurarse, a partir de las preguntas, de que no fuera nada anormal. En estas oportunidades se levantaba y aprovechaba para ver si su hija estaba bien, intuitivamente le tapaba el cuello a pesar de los calores del verano. 

Una noche se volvió a despertar por el suave sonido insistente en la claraboya, quedó quieta en su cama porque le pareció ver una sombra del otro lado, una leve brisa negra, que pasaba por el cristal de la ventana, quedándose posado en la parte inferior, hasta que, casi sin movimiento, volvió a alejarse. Las ventanas cerradas por el frío del invierno tan solo vibraban levemente con esta sombra negra, que aparecía y desaparecía furtivamente.

Romualda en ningún momento relacionó esta pequeña brisa, este sutil movimiento, ésta débil sombra, detrás de los vidrios cerrados, con cosa alguna, simplemente las observaba. Como los movimientos eran tan rápidos y, la llegada y la partida, sucedían en tan ínfimos instantes, no llegaba a tomar conciencia. Además todo lo observaba desde el letargo de su semi somnolencia que no la dejaba tomar conciencia de lo que sucedía.

Algunos años pasaron, Romualda volvió a quedar embarazada de su segundo bebe. La alegría en el hogar era inmensa ya que la promesa de un varoncito se cristalizaba en felicidad en la pareja,  porque ello complementaria toda la fuerza femenina que había traído la primera hija.

El verano, una vez más, se hacía sentir con todo su calor y el enero estaba más seco que nunca, se anunciaban incendios y  con ello la certeza de que varias vertientes iban a cerrar sus fuentes lacrimales para dejar de verter agua a los arroyos. Juan había comentado de lo terriblemente bajo que estaba el Paraná. Dijo que en la chacra se encontró animales que no había visto nunca, entre ellos varias serpientes desconocidas, incluso un aguará guazú excepcionalmente grande, que lo siguió un trecho largo por la picada hacia el mandiocal, donde había ido a trabajar aquella mañana.

—Te digo que era tan grande que me dio miedo… Hay que cerrar bien la casa y no dejar a Pamela sola ningún segundo, —sentenció Juan, como presagiando alguna tragedia.

Romualda tenía su ojo sobre la niña mientras lavaba la ropa en la pequeña laguna que había quedado del arroyo, con los pensamientos perdidos y preguntándose donde iría a lavar la ropa en la próxima semana ya que el agua se estaba poniendo turbia y estaba cada vez más baja. Esa noche habían cenado mandioca con huevos fritos.

—Hasta las gallinas no quieren poner huevos. —Comento Romualda al freír los tres únicos huevos que tenían en la heladera.

Trancaron puertas, encerraron bien a las gallinas e incluso Juan ató con alambre la puerta del chiquero para que nada pasara. El calor hizo que ambos estuvieran despierto largas horas en la noche. Una pequeña brisa hacía que las cortinas se hamacaran por la ventana que había quedado abierta por las altas temperaturas. Desde el cerro bajaba una leve brisa que hacia parecer fantasmas a los blancos cortinajes que, cuando se movían y se iluminaban con el resplandor de la luna, que estaba a medio crecer, más cerca de la luna llena que del cuarto creciente. Juan ya dormía, ganado por el cansancio del trabajo en el día. Romualda una vez más tapó el cuello de Pamela y se durmió levemente.

Un golpeteo en la ventana la despertó. Como un reflejo vio a la brisa negra que partía de la cama de su niña y se apoyó en el dintel de la ventana. Observó cómo, en breves aleteos levanto vuelo, moviendo levemente las cortinas que reflejaron una vez más a la pálida luna. Prestó atención sobresaltada, un terror le cerró la garganta y con mucho esfuerzo supero su parálisis, que la tenía atada de pavor a la almohada que estaba húmeda de sudor. Temblando se acercó a la cama de su pequeña de tres años. Un grito sofocó todo ruido silencioso que provenía de la selva y entraba sin permiso por la ventana aún abierta.

La niña, más pálida que la luna, tenía los ojos azules abiertos mirando fijamente a la nada. La madre movió impulsivamente las sabanas y vio gotas rojas en ellas. En la garganta una herida amplia, de la que aun brotaban gotitas de sangre.

— ¡Gotas de sangre como en las heridas de los caballos y las vacas! —gritó.

Esas gotas eran los restos de una vida, una esperanza y un sueño que se diluyó a partir de una simple mordida, de un murciélago que calmo su sed, en estas tórridas noches del calor misionero. 

El autor es oriundo de Montecarlo y vive en Gualeguaychú, Entre Ríos. Ha publicado varios libros, el último en el 2021 “Campos Floridos”.

Waldemar Oscar von Hof

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