La manía de querer tener siempre la razón

martes 22 de marzo de 2022 | 6:00hs.

Por Iñaki Domínguez Para Ethic

En los tiempos de internet parece que las redes sociales y las plataformas varias en las que nos relacionamos promueven discusiones de todo tipo que poco tienen de debate. En este tipo de interacciones, lo fundamental no es articular ideas y comprender otros puntos de vista y perspectivas, sino tener siempre la razón; algo muy humano, por otra parte.

Digamos que nuestra necesidad de tener siempre la razón expresa la cosa en sí de nuestra existencia como voluntad, que diría Schopenhauer. O mejor, para explicarlo en términos nietzscheanos: nuestra obsesión por salir vencedores de todo conflicto verbal es manifestación de la humana voluntad de poder. Da la impresión de que ese querer tener la razón a toda costa es parte de nuestra constitución filogenética. Pero quizás esa respuesta tan autoevidente no satisfaga nuestra curiosidad al respecto. Preguntémonos de nuevo: ¿por qué queremos tener siempre la razón?

Entre otras cosas, al imponer nuestros respectivos puntos de vista reafirmamos nuestra identidad individual como sujetos. Y es ese, por otra parte, uno de los fundamentales encantos de las redes sociales: que en ellas tratamos de reafirmarnos socialmente ante aquellos que han de ser espectadores de nuestro valor como personas. Tener la razón es simplemente un modo de hacer prevalecer el ego propio ante el ajeno. Es por ello que todo debate o discusión en redes no tiene mucho sentido, pues ninguno de ambos oradores dará la razón al otro y no habrá resolución al conflicto en ningún caso. Y teniendo en cuenta que en redes todos nos miran, o al menos eso creemos, habrá muchas menos posibilidades en dicho ámbito de que cualquiera de las personas en conflicto ideológico y de opinión tenga la intención de dar su brazo a torcer y reconocer que se equivoca. Para evitar este tipo de confrontaciones estériles en redes sociales y no recibir o lanzar insultos, quizás lo mejor sea no participar. De este modo, los internautas en cuestión se ahorrarán disgustos y malestar.

Curiosamente, en términos de gustos, este fenómeno también se manifiesta tanto en redes como en la vida real. Existen distintos tipos de seres humanos. Algunos tienen gustos concretos porque realmente algo les gusta (es decir, que privadamente gozan de ello) y, a su vez, hay personas que dicen gozar con ciertos productos culturales (o creen gozar con ellos) porque dicho interés reforzará su identidad pública. Son este tipo de personas las que no saben distanciarse de sus gustos, y se identifican con ellos.

Esto se debe a una sencilla razón: sus gustos son un modo artificial de potenciar su ego y autoimagen. Estas son las personas que se enfadan cuando alguien critica a sus artistas, sus libros o sus películas favoritas. En cambio, la persona segura de sí misma y de sus gustos, aquella que no los emplea para la promoción personal, no siente ofensa alguna cuando otros cuestionan aquello de lo que ellos disfrutan. Dichas personas tienen suficiente confianza en sí mismas y en sus gustos, por lo que saben distinguir entre sí mismas y estos.

Lo mismo pasa con aquellos que saben separar su propia identidad de la de sus hijos, por poner otro ejemplo. Muchos padres hoy viven obsesionados con el valor de sus hijos a causa de un narcisismo que les lleva a identificarse con ellos, por lo que siempre esperarán de ellos grandes logros, dotes y rarezas (en el mejor sentido de la palabra). Y ello muy a pesar de que en la mayoría de los casos los hijos sean mediocres, lo cual no es un insulto, sino un simple hecho de la vida: que habitan las medianías y son más normales que excepcionales. Los padres del pasado, sin embargo, distanciaban –y mucho– su propia identidad de la de sus hijos, que a menudo eran para ellos zoquetes gamberros y cargantes.

Por estos motivos es importante tratar de asimilar que no siempre tenemos razón, que nuestros gustos no cuentan con una importancia capital –puesto que no nos definen– y que nuestros hijos no son los mejores (ni lo serán). La madurez consiste, básicamente, en saber ganar, pero sobre todo en saber perder, puesto que de algunas victorias gozamos en la vida, pero muchas más serán las derrotas, por pequeñas o grandes que estas sean. En realidad, toda vida, por muy triunfal que sea, es la crónica de una larga derrota; es difícil creer lo contrario: volviendo a Schopenhauer, la voluntad individual, aún en el caso de imponerse, quedará de inmediato saciada para dar a luz a nuevas voluntades que habrán de dominar nuestro horizonte vital y que jamás seremos capaces de saciar por completo.

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