Los acopiadores

Andar con un amigo en la noche es mejor que andar solo en la luz. Helen keller
domingo 20 de marzo de 2022 | 6:00hs.
Los acopiadores
Los acopiadores

I

 
El sol agonizaba tras los valles del Cuña Pirú. Sus tenues rayos trazaban excelsos pincelazos en naranja sobre la inmensidad azul y, al mismo tiempo, acariciaban las monumentales grapias que estiraban sus sombras hasta el gris asfalto.

El despojo de sus hermanas y otros árboles nobles humeaba en la dantesca pila mortuoria de los rozados; ellas serían reemplazadas por los yerbales y otros cultivos del hombre.

La vieja casa de madera estaba enclavada en un desfiladero, muy cerca de la ruta provincial número ocho que serpenteaba flanqueada por los altos paredones a un costado y, el precipicio por el otro, con la relativa seguridad de los guardarrailes entre ambos.

El hombre apagó el motor y se bajó del destartalado vehículo que, en su mejor época, habría tenido las dos puertas.

—¿Qué te parece, Choco? ¿Será que va a aguantar? –preguntó dubitativo Ezequiel Mallman señalando la camioneta.

A Lucio Fretes no le gustaba ese apodo; tampoco la forma de mascar el trozo de tabaco del recién llegado. Estuvo a punto de hacerle saber eso, pero decidió callar de nuevo.

Estaba disfrutando de unos mates sentado en cuclillas; a su costado, un par de gruesos tizones ardían manteniendo el hervor de un guiso y el agua contenida en una pava calcinada. Tenía puesto un pantalón vaquero gastado y una camisa de mangas cortas sin botones que dejaba ver su pecho velludo.

Observó desanimado al herrumbrado vehículo. Se levantó y caminó descalzo hacia el viejo Dodge, mientras cebaba el agua caliente en su mate de porongo.

—El asiento y el chasis se están curuvicando todo ya. ¡Gran siete! –sentenció el hombre de piel morena–. Mientras el motor siga respondiendo.

—Fijate, boludo, parece que hay un problema con el carburador –dijo Mallman y lanzó un escupitajo de color oscuro que pasó entre las piernas de su amigo.

—¡Carajo! –gritó asqueado Fretes–, ¡mirá bien dónde escupís tu porquería!

—Eh, ah, no seas amarillento, chamigo –A Mallman le divertían estas situaciones y mostró unos salteados dientes amarillos mientras sonreía. Tenía el rostro minado con cicatrices de viejos granos infectados, como si hubiera sido bombardeado por meteoritos microscópicos.

Fretes levantó el capó que emitió un quejido metálico y herrumbroso; lo sujetó con un tramo de madera. El olor a gasoil y aceite quemado se esparció por todo el lugar.

—Dale, arranque –dijo mientras introducía la cabeza entre los cálidos vapores del radiador. Estaba cansado, quería que todo terminase lo antes posible y volver con su familia a Eldorado. Este sería el último viaje de “acopio”.

Tenía treinta y cinco años, y al igual que su pintoresco amigo, lo suyo era vivir de changas en changas y no eran delicados para el trabajo rudo.

Las manos encallecidas y el hombro dolorido eran consecuencias de la extenuante temporada de tarefa. Siempre se movían juntos, eran los primeros en llegar y los últimos en irse de los yerbales, pero no quedaron conformes con la paga, no era ni la mitad de lo que les habían ofrecido; esta noche terminarían de recuperar todo lo que les correspondía.

Al tercer intento el viejo motor arrancó, una bocanada de humo negro salió despedida por el caño de escape que estaba sujetada al chasis con alambres.

—Híjole, ¿dónde conseguiste esta pudrición? –preguntó Fretes–, precisa de un carburador nuevo, porque este cagó fuego.

Mallman apagó el motor y se quedó unos segundos meditando, sentado sobre los resortes de la butaca que sobresalían del tapizado. Su realidad era que vivía de hacer cualquier tipo de trabajo: “No le hago asco a nada, patrón o patrona”, era su frase cuando aceptaba desmalezar terrenos, podar árboles, cavar tumbas en el cementerio o juntar la basura del municipio. En la temporada de tarefa siempre se lo veía acompañado por Fretes y entre los dos hacían la diferencia.

—Va a tené que ser así nomá, Choco, no queda de otra. Traemo todo de un saque… tiene que aguantar –dijo dubitativo–. Mañana bien temprano vienen con el camión a llevar todo.

Lucio Fretes dejó caer la tapa, que desprendió porciones de chapa herrumbrada, y se dirigió con paso veloz hacia el fogón. Separó la olla de hierro de las brasas tomándola del mango con un pedazo de cartón sucio. A un lado, dos caballetes sujetaban un corte cepillado de palo rosa que Ezequiel Mallman había “adquirido” de un aserradero; eso también se iría con la carga y obtendrían un buen dinero “extra”.

—¿Y va a traer la plata también? –preguntó mientras le alcanzaba a su amigo el humeante guiso de arroz en un plato hondo de aluminio.

—¡Y ma’vale, pavo! –gritó Mallman mientras depositaba su naco en una lata de picadillo–, guaú qué vamos a hacer todo esto gratis. ¿Qué le agregaste al carayá? Quedó demasiado rico… y…

Choco Fretes torció la boca, se sirvió en su propio plato y saboreó el arroz pegado en la cuchara de madera. Estaba esperando este momento.

—A la Añá, boludo –interrumpió con seriedad.

Los ojos celestes de Mallman escrutaron horrorizados la carne blancuzca del plato a la vez que lanzaba el contenido de su boca en incontenibles arcadas. Salió disparado hacia la parte trasera de la casa mientras Fretes se sumergía en un caos de carcajadas y gesticulaciones, satisfecho por su obra maestra puesta en escena.

—¡Negro yapú!¡Pobre de vo si le pasaba algo a la Añá –gruñó Mallman mientras retornaba con una enorme comadreja en el regazo–. Mirá qué panzona está; en cualquier momento va a tené sus añacitos… pobrecita ella.

El animal asomó su hocico entre los brazos del hombre y éste la depositó suavemente en el suelo; venteó ávidamente el ambiente y luego siguió a Mallman como si fuera un perro fiel.

—Vení, Añá, no le hagas caso a ese tagüirongo. Dejá que se ría nomá. –De su propio plato le sirvió porciones del guiso de “gallina”, que la inusual mascota devoró en unos segundos.

Unas horas más tarde, cuando la noche ya lucía su bata de estrellas titilantes, los dos hombres se subieron en silencio a la desvencijada camioneta y se alejaron en punto muerto por una larga pendiente en bajada.

La comadreja los observó desde una rendija del cielorraso, luego se acomodó para parir en su madriguera de tela y cartón que le había preparado su salvador hacía varios años, cuando era una pequeña huérfana.

Por debajo de ella los enormes bultos parecían acecharla en silencio, pero sabía que los sacarían muy pronto. Al ocupar todos los espacios como una bestia amorfa, según su comprensión, era el momento en que los humanos liberaban el espacio y ella podía corretear por el piso de tablones.

El silencio del exterior le resultó incómodo y todos sus sentidos se pusieron en alerta; había algo amenazante afuera, aunque todavía no podía interpretar su forma y origen. Todavía no.

I I

Fretes conducía con habilidad y osadía, pues eran condiciones necesarias para hacerlo sobre el antiguo camino terrado y con las luces apagadas. Curvas cerradas, contracurvas y largas pendientes colgadas literalmente sobre el abismo que, bajo la luz de la luna, ofrecía una vista majestuosa y aterradora; pedazos de terrones se desprendían cuando las cubiertas mordían el acantilado.

Las maldiciones de uno eran retrucadas por una risita de suma satisfacción del otro que, disfrutaba ver a su compañero asirse con fuerza de donde sea, hasta que las manos le quedaban moradas y a punto de sangrar. En sus viajes nocturnos, la conversación giraba invariablemente sobre lo mismo.

Mallman: –Andá más despacio, boludo…

Fretes: –Ji, ji, ji. ¿Ta frunciendo, eh…?

Mallman: –Loco mismo…

Fretes: –Amarillento so vo…

Cuando cruzaron la ruta número ocho, el paisaje cambió a un yerbal que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Los árboles despojados de su vestido de hojas parecían espectros desnudos en las penumbras.

Fretes disminuyó la marcha y condujo la camioneta sobre las huellas que habían dejado los camiones y tractores para sacar los raídos rebosantes del “oro verde”.

—¿Te acordás por dónde era? –inquirió Mallman preocupado mientras miraba cómo los líneos pasaban por el costado, interminables, perpetuos y amenazantes. A pesar de trabajar en los yerbales y conocerlos, ellos eran extraños, forasteros, intrusos que buscaban un bocado, que creían que les pertenecía y, les habían sacado de las bocas injustamente.

—Ma’vale, pavo –contestó Fretes mientras introducía la camioneta en unas de las infinitas filas del yerbal. Cincuenta metros más y ahí estaban. Gordos raídos, tensos por el apretado nudo, esperaban en soledad la llegada de los arrebatadores.

Durante el día escondían los raídos y marcaban el lugar para no perderse en la oscuridad, si a la luna se le ocurría ocultarse detrás de una nube viajera. No era la primera vez que hacían esto, “trabajaban” rápido, sin apagar el motor.

—Hay cinco, llevamos todo en un solo viaje –murmuró Mallman.

Levantaron sobre los hombros el primer bulto y lo arrojaron sobre la carrocería; el mismo método con el segundo.

Fretes, de espaldas a la camioneta, vio el fogonazo, lejos, por detrás de su amigo y, unos segundos después, les llegó el sonido del estampido.

Mallman sintió un dolor en la espalda, semejante al hierro candente atravesándole la piel, las rodillas se doblaron y el aire escapó de sus pulmones en una fuerte y fría exhalación.

Los brazos dejaron caer el raído y su rostro se convirtió en una máscara blanca como el marfil. Una pequeña y grotesca flor púrpura nació en su abdomen, fue extendiendo sus finas y rojas raíces hacia abajo, manchando los pantalones y la tierra bajo sus pies.

Otro fogonazo seguido del estampido. El proyectil pasó llevando su mensaje de muerte con un fino silbido.

—¡Chorros de mierda! ¡Ahora van a comer plomo! –El grito fue una sentencia brutal.

En raras ocasiones Mallman reflexionaba en la muerte o en la religión. De pequeño fue bautizado en la Iglesia católica y esa fue la única vez que pisó el templo. De padre alcohólico y violento, el pequeño Ezequiel se mudó con su madre a la casa que habían heredado de sus abuelos hasta que ella murió de una extraña enfermedad. Sin hermanos ni hermanas, sus parientes solo lo veían cuando corría detrás del camión recolector de basura, y era suficiente, no querían más contacto que eso.

Por eso, mientras se desangraba en ese yerbal, solo pudo pensar en Añá, la comadreja, su fiel mascota.

—Vamos, gringo… sujetate por mi cuello… vamos. –Fretes levantó literalmente a su amigo y lo acomodó en el asiento del Dodge– Malditos. Maldiciendo, revisaba la espalda herida de Mallman alumbrándose con un encendedor. El hombre que se desangraba en la camioneta era, a su criterio y por circunstancias de la vida, un hermano. Porque alguien que duerme en el piso y te ofrece el único catre, es especial; alguien que comparte techo, comida y mate es especial; alguien que rescata a una pequeña comadreja de entre los colmillos de una jauría de perros, cura sus heridas y la alimenta, es especial.

Pero él disfrazaba su admiración y orgullo por su amigo con un “¡Loco!”, siempre le decía eso; era un cumplido, sin dudas.

Fretes aceleró y la camioneta corcoveó hacia adelante; buscando salir del laberinto de líneos y plantas, encontró el camino que lo sacaría de nuevo a la ruta. El motor gimió cuando el conductor apretó el pedal de aceleración hasta el piso; las luces de otra camioneta los cubrieron cegándolos por un instante, eran reflectores potentes y venían de atrás.

—Qué… qué mierdaaa. ¿A dónde vam…? –Mallman tosió y la sangre tibia le supo a metal al llegar a su boca.

Fretes conducía con el brazo izquierdo y con la derecha sujetaba al herido. –Te voy a llevar al hospital –respondió, pero estaba seguro de que su amigo no llegaría vivo ni a la mitad de ese recorrido. Le pareció escuchar una sonrisa.

—No… no seas boludo. Rumbeá para… casa.

—¿Qué? No. Yo…

—Escuchame… lo que… te digo. Ya soy finado, pero vos… tenés que seguir.

Unas lágrimas se desprendieron de los ojos negros de Fretes, no recordaba cuándo fue la última vez que lloró. Le pareció que fue hace quince años, cuando nació su única hija.

La ruta los recibió de repente y las cubiertas chillaron por el giro y la fricción; el conductor puso dirección hacia las peligrosas estribaciones, regresarían a la casa.

Por unos instantes las luces de los perseguidores desaparecieron y Fretes tuvo la vaga esperanza de que hayan desistido del acoso, pero reaparecieron y se acercaban rápidamente. La noche, antes apacible, ahora era una sombra amenazante y vengativa.

Fretes desconectó las luces y luego de unos minutos giró hacia su derecha y condujo guiándose por sus instintos entre las angostas huellas que zigzagueaban por el flanco del cerro.

En las alturas detuvo la marcha, se quitó la remera y lo colocó sobre la herida por donde había salido el proyectil; la sangre tibia se le escurrió entre los dedos, su amigo estaba sentado sobre un charco púrpura; la respiración entrecortada y el sudor frío de Mallman lo estremecieron una vez más.

El haz de luz cortó el velo oscuro frente a ellos y unas mariposas nocturnas danzaron un instante en ese mágico y tramposo túnel blanco.

Fretes se asomó al vacío y escupió una maldición. Cual fiera sedienta, sus cazadores no cayeron en la trampa y venían con ansias de sangre. Los grillos a su alrededor callaron un instante, como intuyendo la tempestad que se desataba dentro del hombre.

—Tenemos que rajar. Esos infelices nos encontraron. Vamos a…

—No… dejame acá… vos andate –lo interrumpió su amigo mientras se deslizaba penosamente hacia afuera–, pero antes… girá la chata. Esto no les va a ser gratis.

—Todavía… todavía podemos escapar –protestó Fretes sujetando al herido por las axilas.

—¡No! –El grito de Mallman lo sorprendió. Observó la determinación en los dilatados ojos del moribundo. Con suavidad lo apoyó contra el barranco y se subió nuevamente al Dodge; un par de maniobras y la vetusta camioneta quedó apuntando hacia la única salida.

—Escu… escúchame bien –comenzó a decir–. Corré… hasta la casa. Abajo de la segunda tabla del piso… está mi ahorro. Agarrá para vos. No es mucho…volvé con tu familia. Ahora ayudame a subir.

Con el rostro bañado en lágrimas Fretes acomodó a su amigo en la butaca del conductor; quería decirle tantas cosas pero el tiempo ya no les pertenecía y a Mallman se le escurría implacable y veloz.

—Sacala a… Añá de su nido… llevala al monte y… prendé fuego el rancho. Que… que no le quede nada… a esta manga de empachados. –Los pálidos labios apenas se movieron, pero Fretes los escuchó como un grito dentro de él; aquí, entre las penumbras mortales del cerro, conoció la verdadera esencia de su amigo.

I I I

Mallman conducía al filo de la inconsciencia, tenía los dedos crispados sobre el volante como tratando de asirse a la realidad, y percibió que ya no sentía dolor.

Divisó un círculo luminoso unos metros por delante que se acercaba rápidamente, la camioneta dio un topetazo contra el costado del paredón y la luz intensa, que parecía envolverlo, desapareció de repente.

Escuchaba voces a su alrededor. Reconoció la de su madre llamándolo para almorzar, mientras él siendo un gurí, jugaba feliz entre las altas ramas de las mandiocas. Giró en una curva y otra luz, esta era distinta, maligna y cargada de malos presagios; a diferencia de la anterior, esta lo encandiló. Un fogonazo nació en su parte central y Mallman sintió un golpe indoloro en el pecho, pisó el acelerador y el viejo Dodge se trepó literalmente sobre el otro vehículo con un quejido de metales y cristales que estallaron por la violenta colisión.

El hombre no se detuvo, y luego de dejar atrás un tendal de heridos que lo maldecían, inició, ya descontrolado, su viaje al abismo.

Las luces regresaron. Intensas, acogedoras y estaban en todas partes; una de ellas envolvió al conductor. Mallman se sintió feliz al ser parte de una inmensidad que lo disolvió en millares de moléculas.

Cuando escuchó la explosión, Fretes detuvo un momento su alocada carrera, y al mirar hacia atrás, divisó a lo lejos una lengua de fuego saboreando las penumbras. Cerró un instante los ojos y musitó una plegaria para Mallman.

Su figura se recortaba contra el grandioso disco ambarino. Las perladas gotas de transpiración cubrían el cuerpo y cual viejo fuelle de acordeón, su pecho se expandía y contraía buscando el oxígeno para continuar. Apoyó las manos sobre las rodillas y su plegaria mutó a una maldición cuando vio más luces de automóviles subiendo el cerro.

Continuó corriendo por un trillo que su amigo utilizaba como atajo para salir caminando a la ruta y que desembocaba en la plantación de mandiocas lindante a la casa y ya no se detuvo hasta llegar allí.

Los tizones humeantes lanzaron chispas al aire cuando el hombre las agitó, introdujo el extremo del más pequeño en un tacho de brea y lo encendió con un encendedor que extrajo del bolsillo de su estropeado pantalón.

Se iluminó con la improvisada antorcha para subir por la escalera y llegar hasta el cielo raso por la pared exterior. Los ojos vivaces de la comadreja brillaron en la penumbra del cielorraso cuando escuchó el llamado del hombre.

—Vení, Añá, hay que rajar de acá. –Fretes estiró un brazo y la atrajo suavemente hacia él, ella protestó con un chillido pero no se resistió.

Mientras descendía de la escalera sintió cómo las diminutas crías se contorneaban dentro de la bolsa marsupio.

Él la había visto cuidar de su prole; era una madre abnegada que se alejaba hacia el monte periódicamente, seguida por su camada, tardaban varios días en regresar, pero no lo hacían todos; siempre faltaban una o dos crías, hasta que finalmente, en unas de las tantas incursiones, Añá regresaba sola.

Ella aprovechaba el bosque para las enseñanzas y posterior independencia de las crías; a pesar de la confianza que les tenía a los hombres, elegía la espesura como el lugar de supervivencia de su linaje.

Fretes la colocó sobre sus hombros y ella le enroscó la cola por el cuello y se aferró con sus pequeñas garras a la enrulada cabellera. Añá percibía a través de la piel, los nervios y la adrenalina del hombre; eran como pequeñas ondas de electricidad que le recorrían el cuerpo hasta llegar a su pequeño cerebro.

Desde su posición, observó como Fretes habría el candado que mantenía cerrada la puerta y se introducía al interior de la casa. Chilló nerviosa cuando la luz de la antorcha le dejó ver los enormes raídos de yerba que estaban apilados hasta el cielorraso.

El hombre apoyó una rodilla en el piso y levantó con facilidad una de las tablas; Añá reconoció la envoltura de plástico que él tomó; había observado muchas veces cómo Mallman lo retiraba y después de guardar cosas, lo volvía a colocar en su lugar. No comprendía algunas actitudes del hombre pero ella misma solía ocultar los huevos de gallina que le obsequiaban cuando no tenía hambre, le intrigaba la envoltura, por no poder discernir su utilidad.

El hombre roció con gasoil y brea las enormes ponchadas, las paredes del exterior y el corte de palo rosa que utilizaban como mesa; luego fue acariciando con su antorcha aquí y allá, como un mago de la antigüedad dominante del fuego.

Las llamas lamieron tímidamente la parte inferior de la casa pero luego treparon furiosas, incontenibles y crepitantes; se introdujeron al interior y se lanzaron sobre las ponchadas henchidas del oro verde, formando un dantesco barbacuá.

Fretes se alejó corriendo con el calor del fuego quemándole la espalda en el mismo instante que las camionetas de sus perseguidores arribaban al lugar, escuchó los disparos y sentía pasar los proyectiles a su alrededor. Tropezó y cayó en el trillo, pero continuó hasta llegar a la seguridad del monte; fue cuando se percató de que Añá no estaba en su hombro. La había perdido.

La buscó a tientas, la llamó con susurros desesperados, pero era inútil, no respondía a sus llamados. Agazapado como un puma en la espesura vio como las luces de los reflectores abanicaban el trillo, buscándolo.

—¡Te vamos a encontrar! ¡Vas a terminar como el otro! ¡Ladrón infeliz! Las amenazas no lo intimidaron y algo se despertó dentro de él cuando nombraron a su amigo; eran el odio y la sed de venganza. Trató de apagar esas emociones negativas, pero se aferraron a él como espinas.

—¡Pero... qué carajo! ¡Bicho de mierda! ¡Ahg! –La maldición y grito de dolor de alguien lo hicieron acercarse al trillo; tuvo un presentimiento y no se equivocó.

El hombre sacudía violentamente una de sus piernas tratando de que la furiosa comadreja dejara de clavarle los colmillos, con la culata del fusil comenzó a golpearla mientras trataba de iluminarse con la linterna del celular.

Fretes se materializó de la nada arrojándolo al suelo con un empellón. La sorpresa hizo que el atacante soltara su arma. El celular cayó cerca de su rostro irradiando con su luz verdosa, el aterrado rostro; ahora la comadreja era el menor de sus problemas.

Desistió de incorporarse cuando el caño de su propia arma se apoyó en su rostro. Fretes tomó el celular del agresor e iluminó a Añá, el animal estaba juntando a sus crías desparramadas por el suelo, se habían soltado cuando el tropezó en su huida. No todas sobrevivieron, pues habían sido pisoteadas por su perseguidor; Añá las colocó a todas en su bolsa marsupial y se trepó nuevamente al hombro de Fretes.

—Yo no… –lloriqueó el hombre en el suelo.

—Cobarde –gruñó Fretes.

—Por favor… no quiero morir. Mi papá me obligó a venir… por favor…

—Este bicho tiene más coraje que todos ustedes –lo interrumpió Fretes–, y el hombre que asesinaron tenía un gran corazón.

El muchacho que suplicaba no tendría más de veinte años y ahora su vida dependía de un hombre con el torso desnudo que tenía una comadreja aferrada al hombro.

—Ponete boca abajo y quedate quieto –le dijo Fretes.

—Sí… sí, señor… por favor no…

Unos segundos después el joven giró lentamente la cabeza y no vio a nadie, el hombre y su mascota se esfumaron en las penumbras del monte.

El hombre de piel morena y su familia entregaron el celular a las autoridades, estaba todo grabado. Fretes pasaría un tiempo recluido en la cárcel, pero los asesinos de su amigo lo harían mucho más.

Las estaciones pasaron y un manto verde cubrió el patio. Las cenizas de la casa incendiada se esparcieron llevadas por los vientos de las serranías; las mandiocas que plantó el hombre se pudrieron en la tierra.

En los calurosos veranos, el árbol de mango plantado por Mallman se cargaba de frutos y era aprovechado por una gran cantidad de aves y por los pequeños mamíferos que venían de la espesura.

Los lugareños llamaron a ese lugar “cerro de los acopiadores”.

Inédito. Chamorro vive en Puerto Iguazú. Tiene publicado los libros Cicatrices (2018) y La Colmena (2021).

Javier Chamorro

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