El veterano

domingo 13 de marzo de 2022 | 6:00hs.
El veterano
El veterano

Todo el Pozo Feo sabía lo que significaban esos tiros y los sapucay chillones que seguían, mezclados con los frenos chirriantes del carro polaco. En el almacén de Silvestre nadie asomaba, es decir, nadie de la familia, pero algunos parroquianos que bebían y jugaban a los naipes comentaron sonrientes, en el idioma, un portugués salpicado de castellano, la situación. Todos los años ocurría lo mismo. Hacía algunos días lo habían visto pasar, callado pero eufórico, pequeño y ensoberbecido, rumbo al pueblo, a cobrar su cosecha. Tenía dos buenos caballos de montar, pero seguramente elegía el carro porque cada miembro de su familia, quince en total, esperaba un lindo “presente”, un regalo cualquiera que compensara, aunque sólo simbólicamente todo un año de esfuerzos en la chacra. Pero él partía solo, apenas un manchón mostachudo dentro del carro, después de prometer con anticipada generosidad y asentir, callado, a otros requerimientos que, éstos sí, no pensaba cumplir. De ida, durante el tramo más duro por lo pedregoso del camino y lo sinuoso y abrupto del cerro, rumiaba el extenso batallar diario y sobre todo el extenuante de los días de la cosecha. Todos los hijos, varones y mujeres, salvo las que estaban conchavadas como domésticas en casa de los maestros, trabajaban duro, de sol a sol. Los más pequeños faltaban a la escuela para cosechar el algodón, el maíz o el poroto, o recoger en bolsas de arpillera el tung, o ensartar en alambres el tabaco amarillo. Faltaban tan a menudo que la policía, a pedido del director de la escuela, le había intimado el cumplimiento de sus deberes de padre, bajo pena de conducirlo detenido al destacamento. Un sargento de apellido Rocasagasta era el más inflexible en estas cosas, tanto que últimamente era suficiente que el director pronunciara este nombre para que él, Napoleón Machado, prescindiera de la mano de obra menuda.

Toda la familia, en verdad, semejando un harapiento batallón, ganaba posiciones en la siembra, lo mismo que en la cosecha, despuntando cogollos de té, que volvían a brotar en pocas horas, sobre las filas interminables, bajo el sol que desbordaba el espacio.

Bien podía ser este el último viaje, meditó, porque, al menos por ahora, no le producía dicha alguna subir de este infiero al otro. Era como la repetición de la misma escena: Pamela, su mujer, abriendo el baúl para exhumar la ropa dominguera (para él la anual), con persistente olor a naftalina, planchándola prolijamente a la luz de la petromax”, chirriando los bulones de la vieja plancha a carbón, mientras él limpiaba el revólver (una reliquia que había comprado a un contrabandista hacía veinte años) y los hijos andaban por ahí, como perros que cambian de lugar sólo para echarse en otra parte. Leía por centésima vez el aviso de la cooperativa de Alem, donde le informaban que podía pasar a cobrar el valor de los productos entregados hacía algunos meses, protestando porque no consignaban el monto de la liquidación. Esta vez embetunó la cartera y la enlazó al arrugado cinturón de cuero, arma doméstica peligrosa en sus manos, sobre todo por la maciza hebilla que el tiempo había ennegrecido. Contaría uno a uno los billetes antes de acomodarlos en sus amplios compartimientos, Todo iba siendo apilado en una silla, las botas tipo fuelle, la faja para soportar el dolor de los riñones, las bombachas con los amplios pliegues planchados, el corta plumas para picar tabaco, el facón con gastado mango de plata. Al costado, la valija de cartón, donde pondría alguna ropa interior y las escasas provisiones que necesitaba, según su mujer, y que volverían al cabo de unos días, en mal estado. No era hombre de masticar en el camino. Fuera de los chalas y alguna mascada de tabaco, o bajarse a orinar, no se detenía nunca, salvo en los boliches. Eso era otra cosa. Acomodaba el maldito carro bajo los árboles, por costumbre, aunque fuera de noche, y después a acodarse en el mostrador. En la primera estación, “Casa Celeste Caburé. Almacén de Ramos Generales”, se entretuvo hasta después del mediodía. A partir de la tercera copa de caña lo hicieron hablar y la lengua ya no se detuvo. Maldijo a todos los maestros, a sus mujeres y a los hijos, pero sobre todo a su vecino Silvestre, en cuyo boliche no se detenía por enemistad (“le tengo reservada una bala”, decía). Los maestros se habían aprovechado de sus hijas que, después de dos o tres años de estar como sirvientas, ya no querían regresar a la chacra y preferían mudarse al pueblo y vivir allí aunque sea como prostitutas. Pero en el fondo no las imaginaba carpiendo a los quince o dieciseis años. Para eso estaban los más chicos, sobre todo los varones, a quienes nadie avivaba, ni siquiera los maestros en cuya memoria pasaban a ser sólo un nombre en el registro de grado y una presencia únicamente en las fiestas patrias, cuando se repartían golosinas.

Continuó pesadamente, gritando de vez en cuando a los caballos, sólo por hacer algún ruido, bajo el sol del que lo separaba el sombrero aludo y negro, y en la última pendiente, antes de llegar a Alem, disipó un poco su somnolencia haciendo girar la varilla del freno, algo dura por el herrumbre bajo la grasa negra. Comenzaban a encenderse las primeras luces que, como en el año anterior, lo guiaron hacia la fonda “El Mediterráneo”, del polaco Kaczuk, que lo recibía con grandes palmadas en los homóplatos de pigmeo.

Se irguió, luego de acomodar sus bichos en la caballeriza y tantear el revólver en el costado derecho. El carro también quedaba bajo resguardo, ya que solía dormitar en las tablas del piso (y luego dormir, por la noche) usando como almohada la valija de cartón y como colchón y frazadas las calchas de sus caballos de silla, que viajaban con él todos los años como un equipo permanente. Jamás se le ocurrió pedir una habitación, tal vez porque en su primera visita todas estaban ocupadas y tuvo que dormir en el carro.

Como otras veces, entregó el revólver a Kaczuk y pidió el primer vaso de caña “para espantar el bicherío” y poner las cosas en su lugar. Por esto también permitía que el otro lo despojara del arma, amigablemente, por su propio bien, porque “es peligroso que un hombre de tanto empuje vaya armado”. “Más vale, don Napo, aguantar alguna impertinencia que terminar en la pelada de puro cojudo”. El segundo vaso de caña para bajar el catarro y después una cerveza para poner a tono el garguero. Y sintió que también abajo la sangre comenzaba a palpitar. “Mandame, che Kaczuk, la más hedionda para el carro, que no soy nada fino para andar eligiendo y así me desperezo, porque uno se atonta de andar todo el año moliendo en el mismo mortero. ¿Cuántas tenés ahora, correntino, polaco bien correntino y preñador? Después me mandás otra para recostarle el riñón en el buche, qué carajo, para eso trabajo todo el año y me puedo dar estos gustos”.

Había varias, como siempre, iba diciendo el otro, una en cada pieza. “Van y vienen. Por allí las agarra la policía y desaparecen una temporada. Fijate, Napo, cuando llega una invicta los cruzados la meten en la jaula con cualquier pretexto hasta sacarle bien el jugo. Me la devuelven machucada pero en linea, lista para el servicio regular. A veces vuelven como hechizadas y le tienen miedo a todo, a los ratones, a los borrachos, al ruido de las puertas en la noche. Pero, eso sí, vuelven profesionales en un noventa por ciento y ya no quieren hacer otra cosa. Cuando están muy baqueteadas sirven para cocineras o mucamas y son muy alcahuetas: gozan con lo que hacen las demás, o con los que creen que hacen”.

Se acomodó los mostachos con aire aburrido. Sentía alguna curiosidad por esas cosas, pero cuando venían en forma directa. “Sólo tenés que mandarme la más hedionda, che Kaczuc, para empezar, y las otras después, de a una, por número de pieza, correntino, y además, si todavía me quedan ganas, a volver a empezar, qué pucha, para eso trabajo todo el año y ahora vengo a cobrar la cosecha. Mañana me presento en la cooperativa, retiro el toco y me lo guardás, Kaczuc, que a mí me lo pueden robar del carro, no quiero esos problemas”.

“Está bien, Napo, lo guardo en la caja fuerte, como siempre, y te lo voy entregando de a poco. Por las minas y el chupi te paso la cuenta al final. Alojamiento no te cobro porque te arreglas en el carro. Ya hay varios que hacen lo mismo que vos. Me conviene porque entonces hago trabajar las piezas por hora. Todos nos beneficiamos. Vos ahorrás, yo saco un suplemento y las potrancas ganan unas chalitas frescas. Y esto sigue siendo una simple fonda, o un hotel familiar. Aquí la ley no autoriza los quilombos como en Corrientes. Allí trabajé en el “Gato Negro”. Pero la ley no puede modificar las necesidades de la pobre gente. Hay que vivir y dejar vivir, Napo. Por eso todo el mundo me quiere. Me respetan en el pueblo como si fuera el dueño de una fábrica. Te juro, si no fuera por los naipes estaría rico”.

Pasaban los días y el hombrecito continuaba acodado en el mostrador de la cantina, ubicada en el frente del hospedaje, prácticamente sin comer, enarbolando el eterno cigarro junto a la copa de caña o cerveza, la una para “cortar” la otra. De tanto en tanto husmeaba hacia la calle, la lluvia o el sol, la gente que pasaba o los carros de los que como él iban a cobrar las ganancias del año o “el retorno”. Ah, si pudiera seguir así por años, si no tuviera que ir a la cooperativa a hacer cola para cobrar sus pesos, si alguien pudiera traérselos para evitar así las esperas, las humillaciones, los sarcasmos de los empleados de la cooperativa que año tras año le demoraban a propósito el pago para hacerlo protestar en portugués. ¿Por qué no podía enojarse en castellano? Ah, esta vida así sentado, vaciando copas y desmoronando cigarros, recibiendo por la noche mujeres en su descolado vehículo, escuchando de boca de ellas cómo se habían iniciado en el oficio, incluso conversando plácidamente con Kaczuc (qué amigo), ésta sí que era vida, Kaczuc anotaba sus gastos en un cuadernito grasiento, se ocupaba hasta del maíz y el agua para los caballos, de despertarlo de las monas todas las mañanas cerca del mediodía.

Ya no podía postergar la cobranza. Se alisó los mostachos y luego de un breve uso del excusado se encaminó a la cooperativa. Anduvo de oficina en oficina, rezongando y soportando observaciones hirientes hasta que, cerca del mediodía, logró acomodar en su vieja cartera entintada los billetes en fajos “planchaditos”. Juró una vez más, por lo bajo, y maldijo al liquidador que, según él, le había birlado con el cuento de los sellados y gravámenes una buena suma. Escupió varias veces en la vereda, como para dejar constancia del profundo desprecio que le merecían aquellos hombres insignificantes con aire de altos funcionarios y regresó a la fonda para dejar en manos de Kaczuc el botín. “Todo un año, correntino”, exclamó golpeando los fajos contra el mostrador. Extrajo de un bolsillo dos papelitos arrugados, las listas de presentes para sus familiares, y pidió al otro que le mandara a comprar las cosas que figuraban en una de ellas. Estrujó la otra refunfuñando una maldición. “Dos días más y vuelvo”, dijo.

Anotame los gastos. Quiero también algunas balas para el trabuco. No sea que cuando tenga que recargar me falten. Que me falte cualquier cosa menos esa bala que tengo prometida. Hoy mandame, Kaczuk, una que me abaraje bien el riñón enfermo. Esta caña me golpea con gusto la garganta, mi compadre. ¿Cuántas te quedan? ¿En qué número voy?” “Dos, don Napo. Con la de esta noche no hay problema. Pero con la de mañana, la última, yo no sé. Esa vuelve de las rejas. Era nueva y la pescaron en cuanto pisó la fonda. Creo que es de tus pagos, qué sé yo, del Pozo Feo o por allí cerca. Ah, viejo Napo, no le perdonás a ninguna. Ja, ja, si para eso está la plata y el sudor de la frente y la mar en coche”. “Qué lindo hablás correntino, Si no dan ganas de volverse al Pozo Feo. Hasta la caña parece más rica en esta fonda. Creo que ahora voy a probar un bocado”.

Y esa noche no quería abandonar su pequeña fiesta en el carro. “Avisale a Kaczuk que hoy quiero toda la noche. Total, mañana duermo. Ya no tengo que ir a la cooperativa. Quiero sacarle el jugo a este carnaval”. “Qué jugo, viejo, si estás completamente seco, hueso y cuero sin vida?”, dijo la mujer, “No importa, la vida la ponés vos, putita”.

Se levantó a las once y acarició la botella casi vacía. Recordó que le tocaba la última y después el regreso. De ese modo cada año quedaba marcado a fuego en su memoria, cada año era algo distinto porque por lo general eran otras aunque el carro era el mismo y los caballo y el ruido de sus dientes en la caballeriza y el sabor de la caña y la cerveza y las burlas en la cooperativa y el maldito liquidador con sus descuentos y la mar en coche” de Kaczuc y la más hedionda del primer día y los chalitas en el mostrador grasiento y la calle roja del pueblo bordeada de luces al anochecer y el perfume de las mujeres entre el olor de las calchas sudadas y su virilidad trabajosa entre cada historia triste o risueña.

Valía la pena ver qué pasaba en estas últimas horas hasta que apareciera Kaczuk con la factura general, como decía, dentro de la que incluía la factura de los “presentes”, la de las copas, la liquidación horaria de las mujeres con el descuento por el uso al por mayor, el alquiler de la caballeriza y la utilización del excusado. Ah, y las comidas salteadas, lo más barato, ja, ja, don Napo vive del aire, qué raro, un tipo con tanto empuje.

Al anochecer ordenó las calchas porque se aproximaba la hora. Un placer adicional le inundaba casi todo el cuerpo. Se acarició los mostachos descoloridos y tosió un comienzo de gripe antes de apagar la comezón con un fuerte trago de caña. “Caramba, cuánto demora”, pensó y comenzaba a impacientarse cuando vio que una mujer se encaramaba con la misma dificultad que la de la noche anterior. “Soy yo, don Napo”, musitó. La otra no quiere venir. Se enteró de quién es usted y dice que lo conoce. Dijo que se vaya usted de aquí o se va ella de la fonda, se llama Joselina y no tiene adónde ir. Déjela en paz, don Napo. Yo me quedo con usted un rato y después váyase. ¿Quiere que le diga la verdad? Es su hija. Pobre viejo. No pensaba encontrarla aquí ¿eh?. “Malditos presentes, maldita fonda -pensó-, maldita familia”.

Todo el Pozo Feo sabía, en efecto, lo que significaban esos tiros... y lo que vendría después. El carro se perdió chirriante entre los pedruscos de la pendiente hacia el arroyo López. “No me queda ni una sola bala para la madre de esa perdida”, pensó el veterano y entonces acarició el largo chicote de cuero trenzado con el que azotaba el anca de las bestias. A su lado saltaban entre las barandas del carro la vieja valija de cartón y las calchas mugrientas. Las provisiones preparadas para el viaje volvían intactas pero descompuestas.

Cuando su figura diminuta saltó del carro, chicote en mano, la mirada perdida en los ojos como brasas, nadie salió a recibirlo. Un montón de sombras harapientas huían, como otros años, escondiéndose detrás de los árboles secos del rozado. Tendrían que aguardar algunas horas, rondando sigilosamente la casa, hasta que la furia del viajero se transformara en silenciosa presencia. Ignoraban que esta vez un rencor suplementario le bullía en el pecho.

Del libro La tumba provisoria. Toledo fue poeta, periodista, abogado, profesor de Filosofía y Ciencias de la Educación

Marcial Toledo

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