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La pulpería

“…porque el tiempo es una rueda, y la rueda es eternidá.” José Hernández “No es tan fácil irse del tiempo.” Pablo Díaz

domingo 06 de marzo de 2022 | 6:00hs.
La pulpería

 

Cuando el hombre llegó,  sintió que el viento frío de la noche le golpeaba en la cara. Entró al edificio viejo, de aspecto colonial, atravesó el modesto recibidor y saludó. Del otro lado del mostrador, el dueño del pequeño hotel le sonrió. Cruzaron unas palabras y cuando el hotelero le preguntó el motivo de su viaje, el hombre contó que quería hacer algunos bocetos de la antigua arquitectura de San Pedro. –Cuando estaba llegando, vi casas muy interesantes- dijo el hombre.-  En la otra cuadra, en la esquina, hay una construcción que se ve que es muy vieja y…- el hotelero interrumpió: –Mire, señor, este pueblo tiene lugares muy bonitos, pero no puedo dejar de decirle que parece que ese edificio abandonado es peligroso.

-¿Peligroso?

-Así dicen. Por lo menos en los últimos tiempos. Son dichos, pero hay un misterio ahí. Dicen que a los que merodean mucho por ese lugar no se los ve más. Lo que se dice es que unos tipos que quisieron vivir ahí entraron sin permiso y nadie los vio nunca más. Desaparecieron.

- Desaparecieron… ¿Y usted qué opina?

-Yo no opino nada. No sé. Lo acompaño a su cuarto.

Llegaron a la habitación, al final del pasillo, y el hombre se acomodó. Era un hotel sencillo pero confortable. 

Al día siguiente, lo primero que hizo fue, como era su costumbre, registrar en su cuaderno de notas lo que haría. Escribió: San Pedro, 24 de marzo de 1977. Voy a recorrer el pueblo para hacer algunos bosquejos. Es un pueblo que tiene mucha historia. Comenzaré por uno de los edificios más viejos, que según me han dicho es una pulpería auténtica, llamada “El Olimpo”. 

Dejó el cuaderno y abrió la ventana. Hacía aún más frío que cuando llegó. La cerró pronto. Se puso un pantalón grueso metido adentro de las viejas botas y encima de la camisa y el pulóver, un poncho largo. Así abrigado, salió.

Cuando llegó a la esquina de la pulpería “El Olimpo”, el edificio le pareció interesantísimo. Estaba casi intacto. Se ubicó en la vereda opuesta y comenzó a dibujar.

No habían pasado ni quince minutos, cuando un patrullero pasó despacio. A unos cincuenta metros se detuvo y bajó un policía.

-Buenos días.

-Buen día, agente.

-Documento, por favor. Y dígame qué está haciendo acá.

-Soy arquitecto y vine por unos días a hacer croquis de los edificios antiguos de San Pedro.

-No se puede quedar acá. Circule, por favor.

-Sí señor… ya me iba. 

- Termine pronto su dibujo y retírese… pero nada de fotos.

-No, gracias, agente.

A la noche, luego de cenar en el hotelito, el hombre salió a caminar por San Pedro y, sin haberlo planeado, desembocó nuevamente en la esquina prohibida. 

La alta luna mojaba el horizonte. Se acercó a la pesada puerta y creyó oír que adentro, alguien hablaba, o rezaba.

-¿Hay alguien en “El Olimpo”…?- alcanzó a pensar. Un segundo después, sintió el golpe.

Cuando el hombre despertó sentía un fuerte dolor de cabeza. Intentó incorporarse pero se sentía mareado. Volvió a recostarse. Recién entonces vio que no había techo encima de él. Solamente podía ver un cielo infinito, iluminado por la luna llena.

Su cuerpo estaba dolorido, pero sentía que estaba acostado sobre algo mullido. No era un colchón. Sus manos tantearon el lecho y sintieron fríos pastos crecidos. Muy confuso, descubrió que estaba en medio de un vasto campo, en medio de la noche. 

Como pudo, se puso de pie, con torpeza. Bajo la luz difusa de la luna vio, hasta perderse en el horizonte, una llanura de pastos y pajonales. 

Tenía la certeza de hallarse en un sueño, pero se sentía desamparado. Así se hallaba esa noche, contemplando las estrellas, que le parecían más bellas por sentirse desgraciado. Se encontraba en aquella soledad oscura, cuando el grito de un chajá le hizo dar un brinco. Se dio vuelta hacia atrás y entonces vio, no muy lejos, unas luces tenues.

Comenzó a caminar hacia las luces. La noche era fría. Por suerte llevaba su poncho y sus viejas botas de cuero. Cuando se acercó más, comprendió que estaba en los umbrales de un caserío. Edificaciones bajas y muy humildes, muy separadas entre sí. Avanzó por una huella. Todo parecía vacío y fantasmal. La huella desembocaba en un camino de tierra y en ese cruce se levantaba una construcción que parecía más sólida que las demás. Había un palenque al costado y varios caballos.

Sobre una puerta grande, semiabierta, había un cartel que decía “El Olimpo”. Desde adentro llegaban rumores de voces y el sonido de una guitarra.

Se acercó despacio y se asomó. Vio varias personas sentadas o de pie, rodeando a un hombre que tocaba la guitarra y cantaba en un idioma desconocido, parecido al castellano. No vio ninguna mujer y todos estaban vestidos como gauchos. Más atrás había un mostrador con una alta reja y detrás de ella un viejo. A espaldas del viejo, una cantidad de mercaderías, botellas, frascos y cajas que no distinguía bien, porque todo el lugar estaba mal iluminado por lámparas de querosén. 

“Una pulpería…” pensó con muchísimo asombro. “¿Cómo llegué acá?”. En esa confusión estaba cuando la música paró. El de la guitarra lo miró y los demás hicieron lo mismo. Uno le dijo algo. Él no podía moverse. Le hicieron señas invitándolo a entrar. Todos se comportaron muy amablemente. Enseguida notó que lo observaban con curiosidad o extrañeza. Seguramente llamaba un poco la atención. Aunque no tanto porque llevaba un poncho largo y un pantalón grueso metido adentro de las viejas botas. Entonces dijo, con voz tímida - Buenas noches - y los parroquianos murmuraron algo como un saludo. Miró hacia el viejo que estaba detrás de la reja, y este le sonrió. 

Caminó hasta el mostrador mientras la guitarra volvía a sonar. - Buenas noches- dijo al viejo.

El pulpero lo miró un momento y en perfecto español le preguntó de dónde venía, porque se veía que el recién llegado no era de la zona. Enseguida el hombre notó la diferencia entre el idioma del pulpero y el dialecto de los demás. – ¿En qué idioma hablan?- preguntó. –No les haga caso, señor, son unos brutos- contestó el dueño. Y prosiguió - En cambio se nota que usted es un caballero de la ciudad. ¿De qué ciudad viene, señor? – El hombre, todavía sin entender lo que pasaba, contestó: - De San Pedro. El dueño lo miró fijamente durante unos instantes sin decir nada. Después le preguntó -¿Le sirvo algo para beber?- El hombre aceptó. –Algo fuerte, por favor.- Después de tomar unas medidas, el lugar comenzó a resultarle familiar y ya no le parecían tan extravagantes los que escuchaban al guitarrero. El pulpero le dio conversación. Le contó su viaje desde España. Le contó que él era español pero su padre era griego. Por eso el padre le había puesto “El Olimpo” al boliche. Ellos eran humildes pero no eran brutos como esos que estaban ahí. Su padre había ido a la escuela y le había enseñado a leer y a hacer cuentas. 

El hombre, que no lo escuchaba, vio, en un extremo del mostrador, un diario “La Nación”. El viejo se dio cuenta y le dijo –Léalo, nomás. Ese diario se lo olvidó un pueblero. El hombre lo tomó y vio que era un diario “La Nación”, pero lucía distinto. Entonces vio la fecha: “Domingo 24 de marzo de 1877”. 

Recién en ese momento tuvo la certeza de que no estaba soñando, porque en los sueños no se pueden ver cifras y palabras con tanta claridad. Asustado, se apartó caminando con torpeza hacia atrás y tropezó con una mesa. Entonces varios de los gauchos lo insultaron y casi se van a las manos. Pero en ese mismo momento irrumpieron en el local varios hombres que se presentaron como policías. Comenzaron a pedir algo a los parroquianos, sin prestar mucha atención al recién llegado. Se trataba de una inspección para ver si todos tenían la papeleta que demostraba que trabajaban para un patrón.

El hombre, sin pensar, sacó su documento de identidad del bolsillo y se lo mostró a uno de los policías. El policía, de un manotón,  tiró el documento al suelo y le miró directamente a los ojos. Entonces el hombre pudo comprender que se encontraba en peligro y comenzó a explicar, atropelladamente y casi a los gritos, que él no era del lugar, y que había llegado hasta allí sin saber cómo. 

El policía lo miró con desprecio y se le acercó mucho. Desesperado, el hombre agarró de las solapas al policía, e intentó, otra vez a los gritos, explicar cuál era su situación. De un solo golpe, el policía lo derribó y otro más se sumó a la golpiza. Cuando pudo reaccionar, el hombre ya era llevado detenido, con los codos atados tras su espalda. Poco después estaba en el patio de la penitenciaría, descalzo y desnudo de la cintura para arriba, acostado de espaldas sobre el suelo de tierra y firmemente estaqueado. El frío de la noche aumentaba y cortaba la piel. Al dolor físico de los cueros que lo amarraban de pies y manos se sumaba el que cada tanto le infligía su guardián, con una picana para vacas. Finalmente, el prisionero se desvaneció y solo volvió en sí ya cuando estaba en su celda.

Días y noches pasaron y a los golpes le enseñaron que no solamente no debía quejarse, sino que debía mantenerse en absoluto silencio. Sentía vergüenza y pena al ver que lo trataban igual que a un asesino. Se había convertido en un criollo caído en desgracia, sin que nadie lo amparara. 

No eran los grillos ni las cadenas lo que lo hacían penar, sino la soledad y el silencio, tan profundos, que le hacían sentir que era el único que estaba en el universo. No sabía cuánto tiempo llevaba en aquella sepultura. Ignoraba si había una causa y, si la había, no sabía cuánta sería la tardanza para resolver su caso.

El tiempo pasaba, pesado, en silencio. El hombre sabía que no podía ni siquiera elevar una plegaria. 

El único ruido posible era el de los latidos de su pecho. 

Y algunas noches soñaba que su celda era una habitación sin rejas, limpia. La  habitación de un modesto hotelito, con una cama cómoda, iluminada por la luz de una ventana de vidrio, por donde entraba el sol de la mañana.

 

Este cuento pertenece al libro “La campana y la lluvia”. El autor es profesor de Lengua y Literatura. Tiene publicado además el libro Superficies.

Ilustración: La pulpería, de Florencio Molina Campos.

Carlos Miguel Zarza Machuca

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