Ucrania, lloramos por ti

miércoles 02 de marzo de 2022 | 6:00hs.

Subió los escalones del colegio salesiano Pascual Gentilini, enclavado en el corazón serrano de San José en Misiones. Venía a ocupar el lugar dejado como becario de su hermano mayor, quien decidido a seguir los estudios sacerdotales encaró viaje hasta la ciudad de Córdoba para enclaustrarse en el Seminario Mayor. Tenía presente la figura de su hermano, alto y fibroso cual las tacuaras que bordean la avenida del colegio, con su espesa cabellera suelta al viento, como un trigal. Admiraba su fuerte torso tostado por el sol, adquirido en el peregrinaje cansino de surcar la tierra con el arado de mancera mientras él, sentado bajo un árbol, esperaba atento que le pidiera el agua fresca del cántaro de barro. Sentíase feliz cuando su hermano al descansar lo miraba levantando el dedo pulgar como diciendo “es tu turno”, y presto le acercaba el líquido mineral que renueva la energía, atenúa el cansancio y refresca el cuerpo. Tenía muy claro que su servicio era menor, pero lo hacía con todo el amor posible, pues sentía, en su fuero íntimo, que era partícipe auxiliar del cotidiano y duro oficio de trabajar la chacra. Después, cuando su hermano saciaba la sed y le devolvía el ánfora mirándolo a los ojos, sentía en su alma de niño la protección magnífica que percibía a través de estos, tan verdes y bondadosos. Sentía también una especie de comunión rebosante, sin necesidad de hablar, que lo unía con aquel ser tan querido. Como el diálogo sin palabras que armoniza las almas afines y, presuponía, que tal sentimiento continuaría durante el curso de su existencia y en la eternidad tras la muerte. Fue allí, en el claro espacio de la tierra trabajada, rodeado de verdes bosques y serranías brumosas, cuando empezó a comprender -sin necesidad de explicaciones- qué es lo que se entiende por amor fraterno. El sentimiento de afecto tan distinto al amor filial, pero de igual modo tan intenso. Y razonó: ¿Cómo no ha de ser así? Si venimos del tronco de nuestros padres cuyas raíces quedaron sepultadas vaya a saber en qué lugar de la lejana Ucrania. Y yo y mis hermanos seríamos las ramas que reciben la misma savia y el mismo alimento. La savia que se recicla in eternum y que transmite generación tras generación la condición espiritual del género humano. De lo contrario, no se explica, como mis padres que han perdido bienes materiales y seres queridos en la vieja Europa, se asentaron en esta pequeña patria de tierra colorada y, sin saber el idioma, lograron un pedazo de tierra para vivir y trabajar en paz que, en la Ucrania, dejada atrás, únicamente los ricos terratenientes eran los dueños de cada palmo de suelo. Cómo no creer entonces en el milagro sagrado de la continuidad de la especie, si estos dos seres venidos del otro lado del mundo, se asentaron en un puntito de la vasta geografía de Sudamérica para unirse, formar familia y dar vida a retoños a los que inculcaron los sagrados valores de la moral y de la fe; cómo no creer, entonces, en el génesis que habla del principio de todas las cosas. Y de golpe en su pensamiento brotó la figura de su madre, quien llegó a Argentina cuando todavía era una chiquilla. Poco más de lo que ahora son sus hermanas menores. Atrás habían quedado enterrados los recuerdos de primera infancia; nostalgia, dolor y desarraigo, guardaba en el fondo de su alma que bien simulaba, pero jamás pudo superar. La siguió observando en su imaginación y, cosa rara, por primera vez la vio como mujer. Pensativo, dijo para sí: Qué rubia es mamá. Tan menuda y tan hermosa. Parece lábil y etérea y, sin embargo… Él sabía, todos sabían que en el interior de la aparentemente débil mujer habitaba la fuerza arrolladora que vence los obstáculos y dificultades. Todos sabían que junto a su marido había levantado la casa de madera sobre tacones altos; que aró la tierra, plantó yerba, ordeñó vacas, construyó corrales, dio de comer a los animales y, encima, se había dado tiempo para lavar y planchar, preparar la comida familiar y, con todo, le alcanzaba el tiempo para cuidar y repartir amor por toda la familia.

Esos sentimientos, también eran de otros padres que habitan la colonia, los cuales sabían lo duro que es trabajar la chacra cuando se carecen de los medios suficientes. —Quién mejor que ellos —se dijo a sí mismo— para saber lo que es dejar el sudor de una vida en el surco de la tierra; el sacrificio de cosechar los frutos tras largas jornadas de veranos calientes y fríos lacerantes. Ellos, que tumbaron árboles para después sembrar los arbustos sagrados de la yerba mate y el té. Hicieron potreros, construyeron tajamares, desviaron arroyos, levantaron sus propias casas y combatieron las hormigas que de la noche a la mañana rapiñaban el sembradío dejando a cambio la tierra yerma. Ellos, los que amasaron pan y ahorraron moneda tras moneda después de vender la cosecha -que un día se transformó en excedente-, invirtieron en herramientas para alivianar el duro trabajo y mejorar la producción; todos ellos, cómo no van a pretender una mejor calidad de vida para sus hijos si es el deseo comprensible y natural de todo padre hacia sus retoños. Deseos originados desde que el hombre es hombre y transmitidos generación tras generación, como el augur de la esperanza.

Como si las frustraciones de sus antepasados europeos, ya en el paraíso celestial, o la diáspora de los parientes en lugares ignotos los obligaran a reunirse en ese pedacito de tierra colorada rodeada de árboles, y más árboles. Como si fuera la venganza feliz de tantos hombres y mujeres que fueron exterminados, desterrados y sufrieran los opresivos horrores de la guerra. Porque así fueron siempre los territorios de Ucrania y Polonia, terrenos de ocupación y de saqueos; corredor de los guerreros de imperios en pugna; campo de batalla de los poderosos de turno desde épocas milenarias, ya sean Hunos, Mogoles, Zaristas, Napoleónicos, Nazis o Bolcheviques. -Es el sufrimiento de los pueblos elegidos por Dios dicen los ucranianos-  Y hoy, Ucrania, está invadida por un nuevo Satán del engendro bolchevique. Por eso Ucrania, lloramos por ti.

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