El hombre que quería morir en el campo

domingo 27 de febrero de 2022 | 6:00hs.
El hombre  que quería morir en el campo
El hombre que quería morir en el campo

Conté siete personas delante de mí y ya había otras tantas detrás. Lamenté haber dejado para ese lunes tantos trámites bancarios; los que me resultaban de tal importancia que sin ellos no podía continuar con las transacciones que me habían llevado a Puerto Iguazú.

Soy por lo general una persona dueña de mis emociones, llegando en algunos extremos a considerárseme tal actitud como de hipocresía, pero existen unas pocas situaciones en que –como contrapartida y a modo de equilibrio en el temple de mi carácter- la impaciencia me transforma, sacando a relucir a veces hasta lo más grave de mí. Las burócratas esperas es una de ellas y solo encuentro algo de alivio cuando exteriorizo el fastidio con gestos físicos y hasta con protestas a viva voz.

No se cual de estas manifestaciones hubo de estimular la intención de consolarme, lo cierto es que oí la reflexión a mis espaldas.

-Solo nos queda rescatar lo positivo...

No fue una opinión común. Al menos no lo era para ese lugar y bajo aquellas circunstancias. Intuí por lo tanto que no se trataría de una persona común. Al girar vi a un hombre viejo. Solo viejo, de esos sin tiempo. Vestía modestamente y portaba una mirada franca, apacible.

-¿Positivo...? –respondí interrogativamente, mientras él observaba mis ojos a su misma altura, con estudiosa precisión.

-Imagínese que de no ser por esta cola no estaría hablando con un tipo inteligente.

-Bueno... gracias por lo de inteligente... –titubeé, reponiéndome de tan inesperado elogio.

-Me refería a mí –dijo y estalló en una contagiosa carcajada.

II

Llevábamos más de dos horas en aquel restaurante de la avenida Victoria Aguirre. La cena era ya casi un lejano recuerdo y el único vestigio resultaba ser un bien embotellado torrontés, en cuyo gusto habíamos coincidido plenamente.

La lluvia que amagó ser pasajera –como casi todas las de verano- se había transformado en un verdadero diluvio, enfriando de tal manera la noche que desfrutábamos quedándonos de sobremesa en aquel acogedor ambiente. El viejo César encendía de a ratos un nuevo cigarrillo, mientras con voz pausada comentaba cada cuestión que surgía del diálogo ameno, distendido. Sus vivencias eran muchas y desarrolladas al amparo de una filosofía tal que no me cansaba yo de escuchar sus opiniones, su historia, sacando a relucir permanentemente su alma de poeta.

-Qué suerte tiene usted de vivir en un lugar tan hermoso –opiné, iniciando un nuevo tema, tras bajar la copa que ya había tomado la temperatura del ambiente.

-Así es... –respondió, pero capté en su semblante un dejo de tristeza. De alguna manera mis palabras habían neutralizado su buen humor- ...sin embargo a pesar haber nacido y vivido casi toda mi vida en este lugar, la selva siempre me inspiró algo de claustrofobia.

Me sorprendió aquella particular apreciación, pues se trataba de un sentimiento que yo también lo tuve siempre. Soy misionero y he vivido muchos años en plena selva, pero soy oriundo de Posadas, es decir del sur de la provincia, donde predominan los campos. Por eso me extrañó que tuviera ese sentimiento de ahogo en la selva; era explicable en mí, pero no en él.

-Es como que me asfixia ver el cielo solamente sobre mí; me siento como encajonado.

“Cuando joven viví algún tiempo en San José, de donde recuerdo los más hermosos atardeceres de mi vida, con el sol muy bajo, casi tocando el suelo... ¡y la llanura dándome esa sensación de libertad, que jamás la volví a sentir en otra parte!”

Mientras decía esto, sus ojos brillaban con una expresión lejana, como visualizando imágenes deliciosas, envueltas en los más dulces pliegues de la nostalgia.

-Cuando llegue mi hora –sentenció finalmente- quisiera morir en el campo; en algún lugar entre Santa Ana, Posadas y el río ¡Qué lugar maravilloso!

III

Tres días más tarde, culminadas mis gestiones, decidí pasar a despedirme del viejo César. Conocer a aquel agradable anciano fue como ver mi senil reflejo, tal el grado de identificación que sentía.

El asilo destacaba sus grises aún por sobre el imponente sol vespertino y un pálido jardín no alcanzaba a alegrar la gran fachada de fríos ángulos.

-Lamento comunicarle que don César falleció ayer. Lo enterraron esta mañana –la mujer intentaba ocultar su indiferencia, sin lograrlo.

Y me fui, escupiendo amarguras. Un ser de luz había asomado en el derrotero de mis penumbrosas rutinas y se esfumó. Simplemente.

Quedé un instante pensando en él; cuando dejé de hacerlo ya estaba en Santa Ana. Cegaba aún el sol a un palmo del horizonte y me detuve en lo alto de la loma del San Juan.

La tibia brisa cabalgaba el espeso pajonal que ocultaba mis pasos campo adentro y dejé mis flores en aquel llano que solo podía ser tumba de un alma libre.

IV

Yo también he de morir algún día –viejo César- de cara al sol, donde el viento huya desbocado hacia los confines y el cielo caiga derramado en azul plomizo hasta tocar el suelo.

 

Azarmendia es cofundador de los grupos literarios AVE (Aristóbulo del Valle) y Misioletras (Posadas). Tiene publicado los libros: Desde lo profundo y Amor y Semilla (Poesía)

Miguel Azarmendia

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