Helada negra

domingo 20 de febrero de 2022 | 6:00hs.
Helada negra
Helada negra

Las cabezas de las farolas suspendidas en la niebla se bambolean en la oscuridad.

El coche avanza.

Nora, en el asiento de atrás, acomoda a su beba entre los brazos. La acaricia. Ellos lo arreglaron todo. Nora sólo es una autómata que sigue indicaciones.

—Es nuevo el auto —dice el primo; hace un esfuerzo por cortar esa niebla que también se instaló allí, en la cabina. Su mujer, Élida, baja la cabeza en señal de aprobación. Es cómodo, siente Nora, no lo piensa, no puede pensar, reclina el cuello hecho un nudo sobre el respaldo y se distiende por segundos.

—Es nuevo —repite su marido sentado junto a ella en el asiento de atrás.

Las ventanillas empañadas desprenden una leve cortina mojada; pequeños riachuelos caen sin ganas, en forma irregular, hasta la goma inferior del vidrio, que los abraza. La noche se cierra más aún. Nora cuenta las gotitas, una dos tres cuatro cinco… diez… y trata de mirar entre los pequeños cauces de agua, distinguir alguna estrella, la luna menguante, las luces de los pueblos que pasan rápido, opacas. 

Le parece que todavía no han dejado un caserío y ya cruzan otro, breves destellos en algunos, bruma cerrada sobre los bañados. Los focos, encima de los postes de la luz, se rodean de ese tul blanquecino, esa nada que los cubre.

Élida se suena la nariz y trata de conversar; vuelve la cabeza sólo un poco, el gesto de ofrecer algo y pregunta quieren café, una pastilla de menta, una galleta. El marido de Nora juega con el atado sobre las rodillas, lo pasa de una mano a la otra, los nudillos enrojecidos, raspados; no se decide a fumar, en el auto no.

—¿Qué hora es?

Han salido al borde de la medianoche, quizá demoren ocho, diez horas más. Los autos se cruzan, fantasmas encandilándose por segundos. Viajan por tramos largos detrás de algún camión; imposible pasar con esta niebla.

—Duerman un poco —dice Élida—; fue largo el día —y  agrega en voz baja—. Mañana también será largo. Toca a su marido en la mejilla.

—Yo entretengo al conductor, no se preocupen. Él no se cansa nunca, por algo es viajante.

Una sirena corta la noche que flota en esa niebla espesa y ella, Nora, embotada por el vaho de la cabina, cierra los ojos, los aprieta. No es una ambulancia, pero el sonido taladra igual. Punza como una herida infectada; la herida chupa el ruido y una caja de resonancia se instala allí, aprisiona  su cabeza igual que la otra vez. No puede taparse los oídos, lleva a la beba en brazos, pero sigue con los ojos cerrados hasta que duelen.

Las sirenas se acercan. Élida gira la cabeza y de reojo mira a la beba.

—Un control.

Nora le acomoda la mantita, la aprieta contra el pecho. Detienen el coche.

—No bajen las ventanillas —dice el conductor, y hace un  gesto hacia atrás.

Los gendarmes se desdibujan detrás del vidrio que no deja de supurar gotas minúsculas. Las armas apuntan hacia el auto, se cortan, se diluyen a través de los riachuelos de agua, las armas, los gendarmes. Élida sostiene, inmóvil, los documentos.

Una bocanada de aire helado se mete por la ventanilla de adelante.

El gendarme mira los documentos con una linterna, luego enfoca hacia adentro del auto, se detiene un momento en la beba, luego en Nora, en el marido; después hace un gesto brusco indicando que pueden seguir.

Nora se estremece, no para de temblar. Los dientes le hacen ruido, su marido la mira de costado y le acaricia la nuca.

—Va a helar.

—Antes del amanecer, cuando levante la niebla —dice Élida, y hace un soplido con la boca entreabierta.

—Gracias por traernos —responde el marido—. No sé qué hubiésemos hecho. Y con todos estos canas en la ruta. ¿Cuándo se va a terminar este infierno?

 

—Mi amiga Dorita —dice Élida cambiando de tema—, un día de niebla como esta, así cerrada, iba caminando y dobló en una esquina; chocó con otra persona ¡tan fuerte! Que se desmayó.

¿Por qué no se callará? piensa Nora, y las palabras de la mujer de su primo resbalan sobre ella como las gotas por el vidrio.

—Después se terminaron casando —sigue Élida—. Lo que es la vida.

Se interrumpe de golpe y le sale un gemido entrecortado, gutural. Por hacer algo, gira la perilla de la calefacción. Un tufo cerrado, denso y pegajoso, se desparrama dentro del auto.

Nora, de inmediato, se acuerda del olor.

El olor del sanatorio, esa mezcla picante y ácida. Se metía a través de la piel, se instalaba en el cuerpo, bien adentro.  Ella se refregaba las manos, las piernas, pero igual le daba náusea y buscaba el baño más cercano; en el baño era peor, olía a rancio.

Sentada en uno de los bancos del pasillo, quieta, muy quieta, Nora trataba de no pensar; la mantita de la beba sobre las rodillas. Élida insistía en salir, llevarla a tomar algo, pero Nora decía no, no, a veces con palabras, a veces con la cabeza. La mujer de su primo la obligaba a ponerse el saco, aunque más no fuese sobre los hombros; ella la empujaba con el codo para que se corriese, pero igual logró colocarle un chal sobre la espalda. Nora rebuscaba dentro del bolso su tejido para enhebrar las agujas. En el fondo, junto a los ovillos, estaba la camperita que había empezado a tejer. Un  ovillo era blanco, el más grande, para las partes delanteras, la de atrás, las mangas; el modelo de la revista traía un canesú redondo, muy difícil de hacer, con una hilera de corazones que entretejía con lana roja.

En la página de la revista se veía como un pequeño collar, corazoncitos en forma de fresas enlazándose debajo de la abertura del cuello. Quería  terminarlo, tejía rápido mientras esperaba que terminara la  operación. Se lo pondría a la beba cuando la llevara a casa, quería que estrenase algo hecho por ella. El invierno venía frío y sólo tenía ropa heredada de los primos.

II

En las ventanillas crece la humedad. El calor molesta.  Le transpiran las manos aunque las tiene heladas. Presiente allá afuera una hilera de árboles raquíticos, desnudos,  enredaderas sin hojas prendidas a los alambres. De tanto  en tanto —no sabe bien, quizá lo imagina—, la noche trae alguna ráfaga de azahares; es posible que los pastos estén  cubiertos de escarcha, y la escarcha haga un leve crujido  cuando se rompa, cuando alguien, una bota, un pie, hunda  su transparencia blanquecina enterrándola en el barro.

El vapor se adhiere al vidrio. Siente los ojos tan secos que le queman.

Intenta cerrarlos otra vez, pero un puñado de espinas se instala debajo de los párpados y los mantiene abiertos a la fuerza. Dentro del pecho hay un hueco, una cavidad que no se llenará con nada. Entonces la mira y la envuelve un poco más.

¿Por qué ella, Nora, seguía respirando?

No puede comprenderlo. Su respiración no se detuvo a las ocho y cuarto del día anterior. Inhala y exhala como siempre, casi como en el verano, casi como en Navidad.

En Navidad su marido compró un barril de cerveza para  festejar; excelente idea, dijo Nora y se fue a la panadería.

Cantidad de babas del diablo flameaban como ligeros hilos de seda, tomados a las ramas de los árboles. Se le pegaban a los brazos, a la cara, a su enorme panza. Nora reía intentando sacarse esas fibras viscosas. Nunca había visto tantas todas juntas.

De la panadería trajo el mejor pan de miga y armó una parva de triples, con palmitos, atún, jamón crudo, lechuga; la  cerveza acompañaba bien. Su marido abrió temprano el barril y empezó a tirar un liso tras otro, fríos, casi helados.  Mientras preparaba los triples, le señalaba el vaso para que le sirviera más. Hasta que su panza a punto de estallar dijo, es ahora.

Alcoholizada y pariendo, qué vergüenza. Esa noche de Navidad vacilante, extenuada, la recibió. No sabía que la felicidad podía ser así, redonda y completa.

No lo sabía. Y no lo era.

Su beba no estaba bien. ¿Sería por eso? ¿Por el alcohol? Una y mil veces los médicos lo dijeron que no: esa, no era ninguna razón; el especialista se rio y la trató de ignorante. 

Era verdad, Nora sabía que era ignorante de muchas cosas, no era médica, ni siquiera enfermera, sólo madre. Comenzaron a golpear puertas de especialistas, prácticos, curanderas, videntes, hasta que le dijeron que la operación era la única salida. Nora agachó la cabeza pero no se rindió;  siguió golpeando puertas hasta que el marido dijo basta y la beba no pudo más.

La llevaron en ambulancia a la Capital. La sirena ululaba.  Cientos de kilómetros iguales, aullando, rugiendo, aullando hasta llegar.

Otro control. Hay uno cada 200 kilómetros.

Desde que llegaron los milicos piden documentos, miran hacia adentro, preguntan. Apenas se distinguen las caras que flotan en esa leche espesa. El control anterior husmeó por la ventanilla, enfocó la cabina y se detuvo en la beba. A Élida se le fue el color, se volvió de cera. El primo la increpó, si no podía dominarse sería por su culpa lo que pasara,  con estos no se juega, si se daban cuenta terminarían todos  en cana, o peor, muertos.

—Necesito fumar —dice el marido y suspira.

El atado hecho un bollo se le resbala y rueda hacia el piso del auto.

—Hay una estación dos pueblos más adelante.

Les alcanza una petaca con bebida.

—Al conductor no le doy —aclara Élida.

Nora la rechaza. No quiere nada. Ni alcohol, ni agua, ni comida. Nada. Sólo estar allí, en el auto, con su beba en brazos; la acomoda, la arrulla levemente hacia adelante y hacia atrás. Entorna los labios, y murmura sólo para ella la música que tarareaba cuando la dormía.

III

Entre el sanatorio y el ahora, una cantidad de tiempo indefinido se instaló en el medio, compacto igual que un fardo de pasto.

Se llevaron a la beba y Nora hizo bolitas, nudos, cuentas,  en un pedazo de lana roja que se colocó en la muñeca izquierda, al lado del reloj. Y rezaba. Seguía las oraciones mientras enlazaba una lana por delante, la otra detrás, tejía los corazoncitos como fresas alrededor de la circunferencia del cuello. De tanto en tanto, corría la pulsera de nudos un eslabón hacia abajo.

Su marido, detrás de la mampara del patio interior, devoraba cigarrillos mientras caminaba de una punta a la otra; se  detenía, levantaba los ojos hacia el cielo y soplaba con fuerza. El humo se elevaba, débil, apático, hasta desaparecer. Élida hablaba con las otras madres en la sala de espera, las  madres pasaban, una, luego otra, y Élida seguía hablando.

Para estirar las piernas, Nora recorría el pasillo hasta el fondo, pero el olor la hacía retroceder; volvía al asiento junto  al tejido y se tapaba las rodillas con la mantita.

Se acuerda bien, ahora se acuerda bien que miró la hora, no en el reloj colgado sobre la pared de la sala de espera. Ese reloj estaba fijo, las manecillas quietas. Miró el reloj prendido en su muñeca izquierda, al lado del trozo de lana con  nudos, miró el rectángulo plateado y el cuadrante blanco, una aguja que pasaba encima de las ocho y la otra que seguía girando hacia las tres. Con saliva, quitó una manchita que ensuciaba el vidrio. En el preciso momento en que raspaba con la uña la manchita del vidrio, se abrió una puerta  y salió el médico. Nora se levantó de golpe y se abrazó a la mantita. El tejido se le resbaló; quedó en el suelo, al lado del bolso, apoyado de cualquier forma junto al banco. Su pie se enredó en la lana y fue destejiendo lo tejido, hilera  tras hilera, desarmando el canesú, las pequeñas fresas, los  corazoncitos rojos. Corrió hacia el médico, lo miró a los ojos, lo agarró de los brazos, el médico parpadeó. Lo empujó y entró a una sala, luego a otra y a otra. Una enfermera  de cofia y delantal, cubiertos los zapados hasta el tobillo de tela de algodón blanco, limpiaba una mesa de vidrio, tiraba  agujas, cánulas a un cesto. ¿Dónde está?, gritó Nora, o creyó gritar, ¿Dónde está? El médico y su marido llegaron por detrás, la sostuvieron, trataron de sentarla, pero algo más fuerte que ella, lo impidió. El médico hablaba, Nora daba vueltas en círculo, se tomaba el vientre que caía empujado por el estómago, el corazón, los pulmones, todo bajaba hacia alguna otra parte de ella. La baba le salía por la boca y chorreaba en las comisuras, giraba como un trompo sosteniéndose el vientre con la manta arrugada.

Su marido comenzó a golpear la pared con los nudillos. El ladrillo hueco retumbaba, plof plof plof. Alguien la arrastró hasta una puerta que daba a una sala con azulejos blancos;  blanco el techo, blancas las paredes, blanco el piso; aséptico  y helado, ese campo de nieve sin rasguño.

Y allí, en la saliente inmaculada, su beba, su chiquita, su vida

su

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Nora, rígida, paralizada en la puerta de la habitación; alguien la tomó del brazo. Sin saber qué hacer se puso a contar, uno por uno, los azulejos de la pared de enfrente, todos,  de arriba hacia abajo, una y otra vez. Una mano la empujó hacia adelante, y ella, Nora, pudo acercarse, se acercó, para  abrigar a su beba, para envolverla en la mantita.

IV

—Hay viento del sur —dice el marido y mira a través  de la ventanilla—. La niebla despeja.

¿¡Viento del sur!? La helada será negra.

— Quemará todo —agrega Élida; y parece sollozar. La noche se cierra antes del amanecer y la ruta se incrusta en ese ojo ciego. El viento cruza en ráfagas, golpea sobre el baúl, en la luneta trasera. Adelante, luces potentes, suben y bajan, avanzan hacia ellos.

—Último control. Háganse los dormidos.

El auto se detiene.

Los gendarmes aparecen por todas partes. Nora levanta el brazo izquierdo que le hormiguea. Con el puño desarma los riachuelos de la ventanilla, aureolas de agua se deslizan; los mira, los gendarmes también la miran.

Aprieta fuerte a la beba contra el pecho, la envuelve un poco más, y lentamente comienza a bajar el vidrio.

 

El relato es parte del libro Mamá quiere ver las rosas y otros cuentos, editorial Contexto. Severín tiene publicado además Helada Negra (2016), Muda (2018), La Tigra (2018), entre otros.

Patricia Severín

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