Fotos

domingo 13 de febrero de 2022 | 6:00hs.
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El impresionante fulgor iluminó por completo el interior de la modesta vivienda. Juan no movió ni uno solo de sus músculos, tensos a más no poder en un aterido cuerpo, inerme por el espanto de la novedad.

Cuando en el intento de escapar de esa realidad cerró sus ojos, escuchó el enorme crepitar de un fuego, tal como si su casa se estuviera quemando toda. Los abrió entonces para ver que no era fuego, sino sólo esa luz enceguecedora detrás de la raída cortina, que convertía el pequeño espacio que ocupaba su cama en un simulacro de dormitorio, la que no paraba de crecer y crecer.

El daba por sentado que era el Espíritu Santo quien venía a pedirle cuentas de todas las pequeñas maldades que en su corta edad de doce años había llegado a cometer. Lo sabía porque ya no recordaba a cuento de qué, así enfáticamente lo expresó el cura de la parroquia unos días atrás.

Inmóvil y profundamente asustado percibió cómo al rato comenzó a bajar de intensidad de la luz hasta desaparecer. Tenía la clara percepción de haber estado inmerso en un milagro, pero lejos de sentirse extasiado en la fe, todo su ser era una enorme masa de miedo, la cual lo llevó a mantener un sepulcral silencio sobre todo lo acontecido y a nadie contó una palabra. Fue la primera manifestación de que algo raro sucedía en su mente. Mucho más tarde, al llegar a la adolescencia, frente al brote de ataques epilépticos, se acentuó el pensamiento de que, normal, no era. Pasó mucho tiempo en una calmada normalidad, hasta que al cumplir veinticinco años volvieron las raras manifestaciones de visiones que no podía explicar.

Solían venir sin ninguna regularidad, hasta que empezaron a convertirse en rápidas apariciones de fotos que se sucedían sin un aparente orden, algunas borrosas, otras claras y nítidas en las cuales se veían objetos y personas que no reconocía del todo, viendo en ellas rasgos familiares pero algo cambiados. Sólo después de muchos años al entrar en la década de los cincuenta pudo comprender dos cosas que, en vez de aclarar, enturbiaron su comprensión del fenómeno.

La primera, aterradora, que eran visiones del futuro.

La segunda, que lo alivió, es que no ocurrían en cualquier lugar. No. Sólo las tenía cuando después de pasar por un bullicio de gente, música o gritos de niños corriendo entraba en un espacio de calma y serenidad, aunque no estuviese totalmente deshabitado y con mucha más frecuencia si el lugar estaba inmerso en un bello paisaje de esos que aquietan el espíritu.

De modo que aunque nunca dejaron de inquietarlo, al saber que podía eludirlas calmó en parte la ansiedad de saberse con la facultad de ver el futuro en fotos.

Así, con el paso del tiempo, al igual que manejando un indócil vehículo, esquivando sus mañas y aprendiendo a explotar sus virtudes, de vez en cuando se encontraba empujado por una aterradora fuerza desconocida, buscando aquellos lugares que motivaban sus visiones, aunque una parte de su ser le reprochara duramente su comportamiento diciéndole que esos caminos tan extraños sólo pueden conducir a la locura.

Sin embargo, -¿Quién no quiere avizorar el futuro? se decía a sí mismo. Y con estas palabras arrojaba a un costado sus temores y salía en busca de lugares que, gracias a la experiencia que iba acumulando, hacía que las imágenes que se le presentaran fuesen cada vez más nítidas.

Se volvió un asiduo visitante de la Selva de Iriapú en cuya quietud, si bien no siempre le brindaba sus visiones, las mismas tenían una diáfana claridad en serenidad agreste de ese pedazo de indómita selva ubicada en el corazón de Puerto Iguazú, que persiste batallando duramente contra la codicia de su explotación gracias a la indispensable colaboración de los nativos de las aldeas guaraníes que viven en ella y que le ponen un coto a la ambición del blanco por poseerla.

Lamentablemente a ese entorno le faltaba el necesario pasar de un ambiente bullicioso a uno calmo y esa carencia lo llevaba a persistir en la búsqueda de lo que necesitaba.

Como casi siempre pasa, de aquello que adolecemos en nuestra vida y que buscamos afanosamente lo encontramos gracias a la casualidad que viene en nuestra ayuda.

Una tarde en que recibió a un grupo de amigos en su casa que habían viajado para conocer las Cataratas del Iguazú, aceptó de buen grado hacerles de guía y llevarlos a disfrutar del espectáculo de luces y sonidos que se ofrece todos los días al caer la noche en el Hito Tres Fronteras. A Juan, si bien le gustaba el juego de las aguas danzantes, el sonido de fuerte volumen sumado al jolgorio de muchos niños jugando con los chorros de agua, llegaba a fastidiarlo bastante, por lo que de común acuerdo con sus amigos, en cuanto empezara el show, él se iría a caminar por la bella costanera para el lado del puerto que a esa hora del crepúsculo parecía abordada por los duendes de la magia.

Al ser un día de mitad de semana sólo de vez en cuando alguien paseaba por ahí y alguna que otra pareja se encontraba en su camino tomando el clásico mate de la tarde cuando ya empiezan a caer las primeras sombras de la noche.

Al pasar frente a la plazoleta que rememora la odisea del Vasco de la Carretilla alcanzó a tener su primera visión.

Siguió caminando cada vez más rápido y a medida que avanzaba hacia el puerto, su entusiasmo fue creciendo en idéntica proporción a la nitidez y calidad de las fotos que su apremiante necesidad de conocer el futuro hacía que sus pasos fuesen vertiginosos.

Al llegar a la altura del Paseo de la Virgen de Lourdes, cruzó la calle y sintiéndose poseído por un fervor inigualable, desandando algo de su camino buscó hasta encontrar que el cielo que se extendía sobre la ribera de la costa brasilera apareciera sin que ningún árbol obstruyera su visión. Se sentó en un banco que se ofrecía a los caminantes para la contemplación de la frondosa comarca del río Iguazú y, más allá, a lo lejos, su confluencia con el río Paraná. Esa postal de viaje de un hombre contemplando el paisaje de las tres fronteras, nada tenía que ver con la realidad de Juan. Extasiado, se sentía cada vez más atrapado por las imágenes pues la nitidez de las mismas le permitía ver nombres y fechas de cumpleaños y fiestas, bellas mujeres desfilando en carnavales del futuro, tragedias de aviones caídos e incendiados aún no construidos.

Tal fue su deslumbramiento que sus amigos debieron esperarlo largo rato a que apareciera y cansados de la espera salieron a buscarlo.

Lo encontraron como poseído, solo, sentado en el banco, mirando hacia el cielo que se extendía con el río, con sus ojos bajando y subiendo de una foto a otra en imágenes que sus amigos no podían ver.

Después de la jarana de estimularlo con sacudidas y entre risas reprocharle el olvido que de ellos había hecho gala, en tono festivo volvieron caminando por la ancha avenida, comentando el espectáculo vivido en el Hito, mientras él, aún sin despabilarse del todo, arrancado de un sueño contra su voluntad, enemistado con sus amigos que habían roto la magia del lugar, se repetía una y otra vez que mañana, sin falta, ahí estaría.

El clima de Iguazú no sabe de magias. Una semana de lluvias a otra de llovizna ligera pasaba a agua cero torrencial sin ningún tipo de aviso, lo tuvo en su casa dilatando el momento de salir a buscar las fotos del futuro. En la primera noche que pudo marchó hacia el Hito Tres Fronteras y de ahí basta el banco en que había estado, mirador perfecto para su anhelo de ver el futuro, con una ansiedad que fue colmada hasta el infinito. Pudo verse a sí mismo más viejo pero alegre, distrutando la dicha de haber pescado un pez tan grande que no tuvo necesidad de mentir sobre su tamaño.

Pudo ver el puente totalmente iluminado con luces de mil colores, así, como acostumbran hacerlo nuestros hermanos brasileños y paraguayos que unía un poco más allá, río Paraná arriba, la costa paraguaya a la brasilera y que muchos en su tiempo, lo suponían irrealizable. Y también su casa que, aprovechando sus amplios jardines, alguien la había convertido en un pequeño pero coqueto hotel de la selva. Nunca supo cuánto tiempo estuvo en el lugar. Al llegar de vuelta a su casa, durmió por veinticuatro horas en el sopor de un pesado sueño del cual le costó despertar.

Al abrir los ojos y lentamente rememorar lo vivido tuvo miedo porque, o estaba loco de remate o si bien todo eso era real, si seguía yendo a ese lugar, alguna noche de esas, seguramente, vería la hora de su muerte. Duramente comprendió, cabalmente, que cualquier don dado al ser humano termina pagándose, a veces, de manera cruel. El miedo no lo dejó salir por un tiempo de su casa más allá de lo imprescindible y la noche lo encontraba siempre encerrado, distrayéndose con cualquier cosa que evitara tentarse con un paseo por la costanera. El fiscal buceador de la verdad que anidaba en su espíritu lo incitaba a correr el riesgo de avizorar el futuro mientras que el abogado defensor de su calma y sobriedad le tendía cuerdos consejos para no aventurarse en recónditos deseos que lo llevarían a la ruina.

 Juan, como juez y parte se debatía en deseos y dudas mientras el tiempo pasaba y él sentía que ahí, a pocas cuadras de su casa, el futuro era una película que pasaban todas las noches en un gigantesco cine al aire libre que tenía como pantalla al inconmensurable cielo misionero, a la cual su temerosa vida no le permitía acercarse.

En un final cantado, porque débil es la carne al deseo, volvió una noche y después, como atrapado en las redes de una adicción, otra y otra vez se lo vio pasar muchas horas sentado en el banco que llegó a considerarlo como de su propiedad. Sus amistades llegaron entonces a considerarlo un visionario pues con toda seguridad y precisión acertó al decir quién sería el próximo presidente y qué problemas tendría que acarrear en el país.

Y ni que hablar del vecino que tenía al lado de su casa, modelo de civismo y rectitud pero del cual un par de fotos delataron como un golpeador de su mujer. Sin tener elementos contundentes para acusar, Juan sólo pudo mostrar su desconfianza que finalmente se comprobó acertada, cuando la mujer del violento “ciudadano ejemplar” en una noche lluvia y llanto salió de su casa desnuda y a los gritos corriendo por el centro de la calle para escapar a lo que de seguro corría el riesgo de convertirse en un femicidio más, conmocionando a todo el barrio.

Esos y otros notorios acertijos le ganaron una merecida fama de conocedor de posibles u ocultos acontecimientos, convirtiéndolo en un oráculo al cual todos consultaban.

En el momento de mayor apogeo de su fama, cuando ya estaban caídas las barreras de la prudencia, una noche, nítida pero muy a lo lejos vio la lápida de una tumba recortada en el horizonte de un camposanto.

Puso el mejor empeño en ver mejor pero la pequeñez de la figura se lo impidió.

A la noche siguiente, acompañado de viejos temores que habían quedado de lado pero no olvidados, distinguió entre otras a la misma foto que lo había intrigado y aunque se veía mucho mejor y más cerca no pudo ver de quién era.

Cuando en otra noche vio por tercera vez la misma foto con la misma lápida esta vez tomada desde mucho más cerca, el estupor lo dejó helado al leer claramente su nombre acompañado abajo, en letras mucho más chicas, una fecha que por más esfuerzo que hizo no alcanzó a descifrar.

Al volver a su casa una pregunta no dejó de lacerarlo en todas las horas de esa noche insomne. ¿Si todos sabemos que nos vamos a morir, porqué el conocer la fecha de la propia muerte nos acongoja tanto? Juan sabía que, si se armaba de coraje, conocería lo que ningún otro mortal supo nunca, ni aún aquellos reos condenados a muerte, pues siempre quedaba latente la esperanza en una conmutación de la pena.

Mil centellas fulguraban en su mente atormentada entre contradictorias ideas que iban y venían como ondas del mar en la playa. Mucho le costó comprender que lo único válido en la vida es ese instante en que se sufría o amaba reía o lloraba y que hay conocimientos que no sirven para alcanzar la felicidad. Por eso, aunque hasta el final de sus días siempre lo extrañó, como a ningún lugar en el mundo, nunca más volvió a caminar en su amado y hermoso paisaje de la costanera de Iguazú.

El relato es parte del libro Cuentos Misioneros, Parte IV. Pomilio reside en Puerto Iguazú y ha publicado Cicatrices del alma (poesía), La licorera y otros cuentos y Los 33, (novela), entre otros.

Cruz Omar Pomilio

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