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Historias de gente intrascendente

domingo 06 de febrero de 2022 | 6:00hs.
Historias de gente intrascendente

Nunca inspirarán una película de Marvel ni de DC. Tampoco un cortometraje alternativo. Este espacio es lo máximo que conseguirán en su vida. Que se den por satisfechos.

Multifacético

El 7 de septiembre de 1966 nació en una remota isla del Pacífico el analista computacional Sigifredo Vargas. Es curioso, porque cuando vio la luz, ya se lo conocía como el analista computacional Sigifredo Vargas. A los 13 años este precoz científico decidió que no le importaban los números, los circuitos ni los métodos estructurados, por lo que decidió volcarse a las artes abstractas y al estudio de las culturas orientales.

Cuatro años más tarde compuso su ópera prima musical. Un concierto para instrumentos de cuerda y viento. Se estrenó en el teatro municipal de Mount Blanc, en Austria, ante una inmensa multitud expectante. Las críticas fueron demoledoras: Sigifredo no tenía idea alguna de composición musical, ni siquiera sabía ejecutar instrumentos.

El caos invadió su alma. Se sentía inútil. Los intentos de explicarle que no podía saber todo sin aprenderlo fueron en vano. Sorpresivamente, a los 22 años, mientras trataba infructuosamente de fabricar un helicóptero con restos de cartón, se puso de pie de un salto y anunció que uniría América del Norte con América del Sur a pie. Abandonó a los nueve kilómetros: nunca había practicado deportes.

La vida de Sigifredo caía en picada, pero la historia le tendría reservados algunos capítulos interesantes más. A semanas de cumplir los 27 años se inscribió como voluntario en un programa en que se investigaban las condiciones propias de los genios naturales. Meses después sufrió un desmayo producto de su afición a comer trozos de pintura que despegaba de las paredes.

Despertó dos décadas después y no recordaba nada de nada. Con una personalidad utilitaria y dinámica, ensayó un pequeño emprendimiento de viandas hasta que consiguió trabajo como cajero en un centro de cobro de boletas de servicio. Rápidamente mostró su habilidad con las matemáticas y ascendió hasta el puesto de gerente regional. En pleno festejo por su ascenso, se golpeó la cabeza con un corcho de champagne y recordó quién era.

El año pasado recibió el premio Cardo a la gente que tiene todo para triunfar y no lo aprovecha.

Hacerse escuchar

A Rolo le dijeron desde pequeño “el que no llora, no mama”, y ese fue su leitmotiv. Queja tras queja fue avanzando en la vida hasta lograr lo que se proponía. Sus primeras maestras intentaron imponerle disciplina, pero fracasaron. Así logró ser abanderado sin casi haber estudiado, todo con tal de evitar sus agudos quejidos y sus constantes reclamos.

La crisis de la adolescencia no lo transformó, por el contrario, empeoró los síntomas. Decimos síntomas porque sus padres, que originaron la conducta, creyeron que se trataba de una enfermedad y consultaron a cuanto psicólogo, psiquiatra y neurólogo hubiera en el país. “El estetoscopio está muy frío”, “¿ya me puedo levantar?”, “no quiero tomar más estas pastillas”, “qué lugar tan horrible, voy a salir”. Rolo era capaz de enloquecer al más calmo profesional, todos acababan dándole el alta (a pedido suyo, para no verlo más).

Nunca volvió a casa con advertencia alguna de la escuela, y no precisamente porque su comportamiento fuese ejemplar. Ningún docente se atrevía a llamarle la atención. Presidente del Centro de Estudiantes, Rolo consiguió notables modificaciones académicas en perjuicio de la calidad educativa. Menos tareas, menos exámenes (para los que, de cualquier manera, jamás estudiaba), más tiempo libre. Su vida era caótica. Para todos, excepto para él, que la disfrutaba, no importa qué tan triste y miserable parecieran mostrarla sus quejas. Hoy Rolo es periodista, gana muy buen dinero y su única labor es quejarse, quejarse y quejarse. Es más, probablemente si leyera este relato, se quejaría.

El investigador

¿Cuál es la prenda de vestir que más produce daño a la piel de los codos? Responder ese interrogante fue el objetivo de la investigación de Floro Coturno, un estudiante de posgrado en Trabajo Social de la Universidad de Bérgamo. No le fue fácil lograr la aprobación del cuerpo docente, pero no hay que subestimar el poder de la intimidación. Floro medía 2 metros 3 centímetros, jugaba al básquetbol y practicaba jiu jitsu.

Así, se puso manos a la obra. Convocó a 200 personas y las hizo vestir de determinada manera durante tres meses. Cumplido el plazo, evaluó sus codos con la ayuda de un médico, que también prestó su colaboración bajo coacción.

Las prendas de jean y de lana rústica aparecieron como las que peor cuidaban la piel de los codos y la seda era la más amigable, según el estudio. Una semana después presentó su trabajo y las autoridades le extendieron el título de posgrado.

Su carrera, sin embargo, se derrumbó cuando envió esa tesis al Concurso Europeo de Investigaciones Científicas. Janet Dignuchy, principal jurado, era fanática de las prendas de jean, por lo que se sintió ofendida, convocó a Floro a su despacho y a pesar de su menuda figura, lo derribó con una toma de judo que había aprendido mirando los Juegos Olímpicos en televisión.

Floro abandonó la ciencia y montó un centro de estética de codos en el garage de su tía, a la que amenazó con estrangularle el gato.

Inédito. Bachiller es periodista y reside en Posadas. Prepara su primer libro de cuentos

Mariano Bachiller

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