Establecido por el destino

domingo 06 de febrero de 2022 | 6:00hs.
Establecido por el destino
Establecido por el destino

El pequeño hotel, ubicado en el centro del pueblo de origen jesuítico cercano al río Uruguay, registraba un intenso movimiento de pasajeros que no condecía con el tamaño de la población, llamaba la atención tanto por la cantidad como por la diversidad de procedencia de los hospedados. El acento porteño se unía a los del centro y norte de Argentina; el portugués carioca de Río de Janeiro convivía con el gaúcho de Río Grande. La presencia foránea se explicaba por el paso San Clemente, a pocos kilómetros de la localidad, que la conectaba con el Brasil, luminoso río Uruguay de por medio. La terrible guerra en curso en Europa extendida a Asia y África, la escasez de productos de la más diversa índole, la prohibición de exportarlos o importarlos por razones estratégicas, favorecía el interés por el contrabando en la zona de frontera. Prefectura, siempre limitada en hombres y equipo, ejercía laxo control sobre el paso; si se conocían y respetaban ciertos días y horarios de la semana, resultaba posible que, por ejemplo, aparecieran neumáticos brasileños para automotores en la orilla argentina y bolsas de harina de este origen en la brasileña. Bajo este contexto de actividad intensa, Héctor decidió vender el fondo de comercio del hotel, debía aprovechar el momento para conseguir rápido comprador a buen precio. A los 40, el empresario deseaba un cambio de vida, sobre todo su esposa, Agustina, necesitaba mayor tranquilidad y tiempo para dedicarse a la crianza del hijo de la pareja, Darío, de cinco años; hiperactiva, Agustina manejaba las riendas del comedor del establecimiento al desayuno, almuerzo y cena, mientras el niño deambulaba tras sus faldas entre sillas, mesas, manteles y cocina; Darío empezaría la primaria el año próximo, requería otro régimen.

Un cordobés de Alta Gracia adquirió el hotel, se había instalado en Posadas, capital del Territorio, hacía un par de años y desde allí manejaba conexiones comerciales, lícitas y no tanto, allende los grandes ríos que circundan Misiones. Mientras media humanidad se destruía por el designio de ideologías demenciales, en este ignoto punto florecían actividades surgidas de las consecuencias económicas del conflicto.

Héctor lo tenía visto y planificado. Compró la casa situada en una de las esquinas frente a la plaza. Se trataba de un vetusto caserón de gruesas paredes, con numerosas habitaciones, altillos, buhardillas y vericuetos. Justo en la esquina se ubicaba el amplio salón que se destinaría al funcionamiento del gran almacén de ramos generales que pensaba instalar, había servido con anterioridad al propósito porque sobre la puerta principal, grabadas en la mampostería, se leían las palabras “Almacén Popular”. De la propiedad en su conjunto emanaban aires de fortaleza misteriosa; se hallaba desocupada, Héctor la compró a los Azorin, dos hermanos residentes en Oberá, que se criaron en ella junto a sus padres. Entre antiguos vecinos circulaba el rumor de que esta casona estaba embrujada, fue construida por Astrogildo, un rico brasileño de raza negra, veterano de la guerra del Paraguay, que la habitaba en soledad, afirmándose que hizo su fortuna cuando ocurrió el saqueo de la ciudad de Asunción, dejando al morir un fabuloso tesoro escondido dentro de sus muros. En la escribanía, al firmar la escritura, los Azorin dijeron a Héctor y señora que esa historia del tesoro no tenía asidero, no había nada en la casa, ellos la conocían al detalle. Héctor asintió, restando importancia al tema, se trataba de las tantas leyendas urbanas que se tejen alrededor de casas antiguas y personajes de pasado desconocido, carecía de interés para él. La edificación se emplazaba en un amplio terreno de media manzana, en el que lucía el jardín con césped, naranjos, pitangas, plantas ornamentales, entre las que destacaba un nutrido grupo de hortensias y en el centro, cerca de un enorme árbol de paraíso, el brocal del pozo, de estilo colonial, que ya no se usaba porque a la zona llegó el agua corriente; un galponcito servía de garaje. La casa se alzaba sobre cimientos de piedra de la época jesuítica, de los naranjos se comentaba que descendían de aquellos implantados por los padres de la Compañía de Jesús. El interior de la vivienda contaba con paredes revestidas de empapelado con motivos agradables, los pisos consistían en entablonados de madera de incienso, salvo el de la habitación anexa al salón comercial, un depósito, que era de mosaico. Se trataba de una buena casa.

 

El ”Almacén Popular” pronto devino referencia comercial en la región del sur del Alto Uruguay. Héctor manejaba con habilidad la reposición de mercaderías, que llegaban en camiones desde Posadas o en barco desde Santo Tomé cuando la altura del Uruguay lo permitía; estiraba plazos de pago, arriesgaba pedidos de préstamos para expandir con rapidez el volumen de negocios; las vinculaciones logradas en su actividad como hotelero resultaban útiles en la explotación del nuevo ramo. Agustina estaba contenta, avizoraba un futuro con mayor seguridad económica para la familia, aunque en un rincón del corazón extrañaba su trabajo en el comedor del hotel, donde administraba los suministros y era dueña de la gran cocina, pero fue educada para ser esposa y madre, aceptaba sin protesta las determinaciones del marido. El niño Darío se presentaba en la escuela impecable, con zapatos de charol, guardapolvo almidonado, portafolio de cuero de yacaré y otros detalles de calidad que más de una vez provocaron agresiones de compañeros por envidia: no obstante, gozaba de aprecio, en particular porque siendo muy buen alumno, no retaceaba información y ayuda sobre los temas escolares. A Darío le fascinaban las construcciones de casas, edificios, puentes, caminos, deseaba ser ingeniero y los padres prometieron que cuando finalizara la primaria en el pueblo, lo enviarían como pupilo a uno de los mejores colegios privados de Buenos Aires, para que comience a ambientarse en la gran ciudad. En el entretanto, el párvulo participaba del movimiento del almacén de ramos generales, disfrutaba de la llegada de los cajones de mercadería, colaborando en sus aperturas con una herramienta que quitaba flejes y tablitas sin dañar el contenido, luego también del proceso para que esa infinidad de cajitas, frascos, latas, envolturas diversas, se vieran alineadas en los estantes. Fue un tiempo feliz para la familia, Héctor resultó electo presidente del Club Social, Agustina integraba la Comisión de Damas de Beneficencia y pro-Hospital, el Ford V8 que les pertenecía estaba presto a llevar enfermos graves a Posadas. Lo mejor de todo fue la llegada de Sofía, la ansiada beba que Agustina y Héctor querían para completar el casal de hijos; el nacimiento en pleno verano impidió que esas vacaciones las pasaran en su casa de la playa en Torres, Brasil, como era costumbre, pero…! qué importaba ante esa nueva vida que ampliaba el futuro familiar!

 

El día no fue rutinario, Agustina salió muy temprano para que Sofía recibiera la nueva vacuna contra la poliomielitis, a Darío se la aplicaron en la escuela. De regreso, observó que el almacén ya estaba abierto; en la puerta de la casa de familia, Tobías, encargado general del negocio, hablaba con Viviana, la doméstica. Al ver a Agustina, el hombre comentó que justo preguntaba sobre Héctor, necesitaba su firma para un pedido que debía salir temprano, quedaron así con el patrón y todavía no se presentaba, parecía extraño. La interpelada, movida por un súbito presentimiento, opinó lo mismo; corrió hacia el dormitorio dejando a Sofía en brazos de Viviana. Héctor dormía, pero su respiración se oía dificultosa, sonora, pausada, no estaba bien; Agustina intentó despertarlo, sin éxito. Pronto llegó a la casa el médico del pueblo, después de examinar al paciente, suministró una inyección sin lograr la reacción que esperaba; indicó que Héctor sufría un accidente cerebro vascular grave, debía ser trasladado a Posadas con urgencia. El enfermo fue acomodado en el asiento trasero, con la cabeza en el regazo de Agustina, el V8 volaba por los caminos de tierra colorada, pero al llegar al pedregal de San José, sufrió una pinchadura de goma, que debió ser reemplazada. Al llegar a la guardia del sanatorio del centro, se comprobó que Héctor no tenía vida, falleció sobre la falda de Agustina,

A la heredera del “Almacén Popular” no le resultaron fáciles las cosas. Agustina se topó con la acendrada concepción machista de la sociedad de mediados del siglo XX, no estaba preparada para enfrentar y derribar prejuicios. De pronto se juntaron las fechas de pago a los proveedores, que no otorgaron los diferimientos que obtenía Héctor, tampoco el banco renovaba el crédito, no creían que una mujer sola pudiera llevar adelante el negocio; algunos empleados del sector ferretería, rubro desconocido para la propietaria, comenzaron un robo hormiga de artículos al que no se hubieran atrevido en épocas de Héctor. La decadencia del “Almacén Popular” fue lenta pero continua, Agustina consiguió mantener el giro habitual del comercio por cierto tiempo, gracias a la venta de la casa de la playa en Brasil y de terrenos en el pueblo, pero no fue suficiente. Por consejo de Tobías despidió empleados, entre ellos a los ladrones, eliminó la ferretería, luego el sector de productos para el campo, la marroquinería, la librería y así hasta que el “Almacén Popular” se vio reducido a despensa de barrio, atendida por Agustina y la fiel Viviana, también Tobías se marchó por la falta de perspectivas; en el interín se vendieron las dos chatitas de reparto y el Ford V8. A lo largo de este proceso desde la muerte del padre, Darío logró avanzar hasta el último grado de la primaria sin mayores sobresaltos en los estudios, sin embargo, a sus doce años, el futuro se le presentaba muy diferente; no solo ni pensar en el soñado colegio privado en Buenos Aires, tampoco resultaba posible la secundaria en una escuela pública de Posadas, Agustina requería que colabore con los ingresos familiares trabajando en algo. Ocurrió que la viuda, si bien conocía de alimentos y productos para el hogar, carecía de habilidad y picardía para lidiar con la inflación, no remarcaba precios a tiempo, ni tampoco por el monto conveniente, a la hora de reponer se encontraba con la realidad de comprar menor cantidad de mercadería; avizoró que pronto se vería obligada a cerrar e inclusive tendrían problemas para comer. Desesperada, cayó en manos de Guillermo, el usurero del pueblo, que gustaba de ella; obtuvo dinero para estirar la agonía. En el pueblo se asistía con frialdad al drama de Agustina y familia, los menos se regocijaban con la caída de los poderosos, otros sentían compasión por la viuda, a los más resultaba indiferente. Darío terminó la primaria, consiguió trabajo como cadete en el almacén de ramos generales que fue competencia del de su padre. Mantener abierto el comercio se hizo insostenible para Agustina, con mucha pena despidió a la querida Viviana y alquiló el salón. Los inquilinos no trajeron mejor suerte, duraban poco, no pagaban, ponían negocios de dudosa rentabilidad, hasta una funeraria se instaló, para angustia de Darío, que veía los cajones para muertos en el lugar donde él disfrutaba la apertura de los cajones de productos. Los pagos al prestamista comenzaron a ser otra pesadilla.

Cierta tarde, mientras Agustina alternaba entre enseñar el abecedario a Sofía y coser ropa para terceros, se presentó una señora joven que vivía en la sierra, deseaba hablar con ella. Comentó que gracias a Héctor el hijo de ella salvó la vida, fue mordido por una yarará, en el dispensario no había suero, la pantorrilla derecha presentaba una hinchazón negra y horrible, apenas podía moverse y veía borroso; muy angustiada, fue al almacén en busca de ayuda, la atendió Héctor, el chofer estaba de reparto, subieron al V8, buscaron al mordido y viajaron a Posadas a lo que daban auto y camino, en el hospital le aplicaron las dosis de suero necesarias, recuperándose el muchacho. Por eso, enterada de las penurias que sufría Agustina, quería que escuche una historia que su bisabuela de cien años le relató, relacionada con la casa de Agustina, tal vez la ayudaría. El domingo temprano, como acordaron, la joven señora, de sobrenombre Poli, fue a buscar a Agustina con el sulky. Al cabo de una hora, estaban frente a Andrea, la centenaria, que pisaba maíz en el mortero; tenía la cara tallada por los años, las hizo pasar y comenzó a hablar, en tono bajo, firme y claro:

-              Dijo mi bisnieta que su marido salvó la vida de mi tataranieto, que usted mora en la casa que fue del finado Astrogildo. Fui muy amiga de ese morocho, buena persona, la gente le tenía miedo porque era grandote, hablaba poco con voz bien gruesa y le gustaba la soledad, pero tenía buen corazón. Una nochecita llegó muy alterado a casa, enojado, se ve que quería desahogarse. Comentó que dos hombres que él autorizó a beber caña en el mostrador tomaron de más y comenzaron a hablar pavadas. Lo acusaron de que era un negro caradura, que usaba el almacén como pantalla, que estaba podrido de rico gracias a lo que robaron los brasileños a las familias paraguayas cuando ocuparon Asunción, que era un ladrón. Astrogildo los echó, diciendo que no discutía con borrachos, pero quedó mortificado, me pareció que él también había bebido un poco, aunque no se notara; reconoció que era muy rico sí, pero que el oro que tenía en la casa nada tenía que ver con los paraguayos, que él durante la guerra estuvo con el brigadier Gomes Portinho cerca de un fuerte que hoy es Posadas, no combatieron y cuando al final Gomes Portinho cruzó al Paraguay, Astrogildo quedó con el regimiento a custodiar el fuerte, jamás pisó Asunción, jamás pisó Paraguay. Entonces pregunté de dónde provenía el oro que tenía en la casa. El morocho me miró con ojos grandes, desconfiado, se calló por un rato, pero estaba sacado, terminó por contarme que de muy joven fue marinero en un barco inglés en el Caribe, el Capitán sabía de un tesoro escondido en una remota isla de ese mar, había que preparar una expedición para llegar al lugar. El Capitán organizó el viaje por su cuenta y cargo, eligió una tripulación mínima indispensable, hombres de confianza entre los cuales estaba Astrogildo; encontraron un gran cofre lleno de soberanos británicos y doblones españoles de oro enterrado al pie de un {árbol enorme, se repartieron las monedas entre todos, el Capitán llevó la mayor cantidad, pero cada uno tuvo lo suyo, de esa aventura venía el oro. Unos días después, Astrogildo volvió a visitarme, me pidió que no haga caso de su relato sobre el oro, no poseía riqueza alguna, vivía del almacén, había estado muy enojado por la acusación que le hicieron los dos hombres, también tomó demás, que me olvidara del asunto. Lo quería mucho, jamás comenté esto, ni a mis hijos ni a mis nietos, pero pasaron tantos años ya que terminé por contarlo a esta mi bisnieta, es la que más me rodea. Igual la gente siempre intuyó que en la casa hay algo escondido, como no conoce detalles, inventa. La verdad es que tampoco estoy segura de que el relato de Astrogildo sea verdadero, tengo la impresión que es real, a lo mejor si usted hace una búsqueda profunda en la casa, tenga suerte y alivie su situación.

-              Qué interesante historia -respondió Agustina- oí lo del tesoro escondido en la casa como esas cosas que entran por una oreja y salen por la otra, pero así tiene otro color. ¿Qué pasó con Astrogildo?

-              Quería volver al Brasil, a Salvador de Bahía, de donde era, allá en el Norte, vendió la propiedad a un señor de Apóstoles, con la condición de desocuparla en noventa días. A la semana de la venta, el muchacho que solía dar una mano en el almacén, lo encontró muerto en la cama, parece que de un infarto.

-              Muy agradecida doña Andrea, voy a tener en cuenta su relato- se despidió Agustina.

Esa misma tarde, Agustina fue a la central de teléfonos a llamar a Rodolfo, su hermano menor, empleado del Correo en Posadas y práctico en cuestiones de carpintería y albañilería, lo necesitaba urgente, que pidiera licencia si fuera necesario. De este modo, Agustina, Rodolfo y Darío comenzaron una minuciosa inspección de la casa. El hermoso piso de incienso fue removido tabla por tabla, el delicado cielorraso de cañafístula también, las paredes fueron auscultadas con martillo, donde sonaba algo hueco, se rompía el empapelado y picaba el revoque. No fue dejado lugar, artefacto de baño, placar empotrado sin revisar. Se excavaron los alrededores hasta el cimiento donde se veían las viejas piedras jesuíticas, el galponcito; la vereda fue levantada, aplicaron golpes de pico y pala en distintos puntos del jardín para ver si tocaban algo duro o extraño, pero el famoso tesoro de Astrogildo no apareció. Rodolfo y Darío hicieron lo que pudieron para reponer las cosas en su lugar, no obstante, la casa ya no fue la misma, quedó deteriorada. En el pueblo, la mayoría pronto sentenció que eso del tesoro de verdad se trataba de una leyenda urbana, no existía, hasta la viejita Andrea se entristeció, en el fondo estaba convencida que la confesión de Astrogildo se basaba en la realidad, por la confianza que tenía en ella.

Agustina se sumió en depresión, la última esperanza se desvaneció. Ahora venía la deuda con el prestamista Guillermo, hacía tres meses que no pagaba las cuotas, se trataba de una suma muy importante utilizada para pagar deudas con proveedores y continuar con el almacén mientras fue posible, para peor Guillermo se ponía cada vez más baboso cuando reclamaba el pago, Agustina no quería saber de hombres y menos de Guillermo, casado con hijos. La casa estaba a nombre de ella, así lo quiso Héctor haciendo constar en la escritura que se la adquiría con fondos provenientes de la venta de bienes propios de Agustina, tales como el fondo de comercio del hotel y un terreno en el pueblo. No había remedio, decidió venderla y mudarse a la ciudad de Buenos Aires, donde la familia tendría más opciones de vida que en Posadas o cualquier otra ciudad chica. Guillermo ofreció perdonar la deuda a cambio de que Agustina se convierta en su amante, propuesta rechazada con indignación por parte de  la viuda, mujer todavía en la plenitud de sus encantos. Blas, el patrón de Darío, compró la propiedad, deseaba expandir el comercio.

Agustina pagó la deuda con Guillermo, incluyendo los usurarios intereses punitorios que le cargó, lamentando el prestamista que la viuda no haya aceptado el “negocio”. El poco dinero que sobró fue destinado a la gran mudanza.

Agustina, Darío y Sofía se despidieron con mucha pena del pueblo, su patria chica. Al final, incluso los indiferentes se acercaron a saludarlos, habían formado parte importante de la vida social de la localidad. Rodolfo los esperó en la terminal de ómnibus de Posadas para subirlos al tren que los llevaría a la gran capital.

Transcurrieron años y décadas, los tres vivieron primero en un inquilinato de la Boca, para ahorrar, luego pasaron a una gran pieza en un hotel de tercera en la calle Gallo, cerca de avenida Córdoba, para más tarde comprar un modesto departamento en el barrio de Flores. Darío consiguió trabajo en una cadena de supermercados, donde hizo carrera; Sofía se recibió y ejerció como maestra, Agustina se acomodó como una de las cocineras en un restaurante del centro de la ciudad. Avanzando el tiempo, Darío adquirió un pequeño departamento con un préstamo hipotecario, se casó con Silvia, una tucumana que le dio dos hijos, varón y mujer; Sofía se unió con un comisario de la Federal que la maltrataba, terminó divorciándose, sin hijos, yendo a vivir con Agustina hasta el fallecimiento de esta. Para jubilarse como gerente de una sucursal, Darío terminó el secundario en dos años en una escuela nocturna, rindiendo libre varias materias. Fue un camino duro, llevaron el desarraigo como un dolor de fondo que jamás superaron. De sus sueños de ingeniero, Darío tomó la afición a los trenes eléctricos, armaba maquetas espectaculares para sus recorridos con puentes, caminos, vías. De vez en cuando recordaba el cuento del tesoro de Astrogildo, el esfuerzo que hicieron para encontrarlo. De haber sido cierto, quien sabe qué rumbo habría tomado la vida de la familia, aunque no se quejaba de la que obtuvieron por propio mérito. 

Al cumplir setenta años, Darío, con la esposa, volvió a su pueblo pasados cincuenta y cinco años de la partida. No lo encontró tan diferente. Calles asfaltadas y empedradas, alumbrado público, un par de barrios de viviendas, nuevos comercios, pero en lo esencial, seguía siendo el pueblo de la infancia. Para su deleite, frente a la plaza permanecía la vieja casona. Ya no era un almacén, pese a que se mantenía el nombre “Almacén Popular” en la mampostería; ciertas aberturas se habían tapiado y otras abierto, cambios muy menores en el exterior. Tocó el timbre, al rato, para su gran sorpresa, reconoció a un envejecido don Blas que abrió la puerta, andaría ya con más de noventa y cinco años. Al explicar quién lo visitaba, se fundieron en un abrazo, cómo olvidar a la familia que le vendió la casa. Darío recorrió la propiedad a sus anchas, cuántos recuerdos. Notó que el piso fue reconstruido con mosaicos comunes y el cielorraso con machimbre de pino, las paredes sin papel, pintadas; claro, no pudieron remendar el desastre que dejaron tras la búsqueda del tesoro. Blas comentó que solo por algunos años tuvo su segundo local allí, no resultó rentable, cerró y vino a vivir con la familia; quedó viudo, vivía solo en el caserón, los hijos se hallaban lejos. Se despidieron con emoción, sabían que no se volverían a ver. Darío también se reencontró con Manuel, amigo y compañero de la primaria, el que lo defendía cuando los envidiosos lo atacaban. Quedaron en comunicarse con regularidad vía email.

Transcurrieron otros diez años. Cada tanto, Manuel le comentaba noticias de Misiones y del pueblo. Blas falleció dos años después de la visita de Darío. Ahora, el amigo comunicaba que una empresa constructora adquirió la vieja casona a los hijos de Blas, sería demolida para la construcción de un barrio privado de viviendas, los compradores ya disponían de la otra mitad de la manzana.  Darío no sintió demasiado la novedad, estaba hecho con la visita realizada la década anterior, el progreso tenía sus costos sentimentales también; además pasó una vida desde la época de la casona, ya tenía ochenta años, las emociones se amortiguaban. Al mes, Manuel envió otro email, en el que de manera escueta refería que adjuntaba el archivo PDF de un artículo aparecido en el semanario local tres días antes, quería que Darío lo lea en directo. El archivo decía así:

“El pasado lunes, en la obra de demolición de un antiguo caserón ubicado en calles San Martín y Belgrano, frente a la plaza 25 de Mayo, que lleva adelante la constructora Correderas del Uruguay S.A. para erigir un barrio de viviendas, se produjo un curioso y valioso hallazgo. Uno de los obreros que procedía a la destrucción del brocal de un pozo que se encontraba seco, observó al vertical sol del mediodía, que el cilíndrico revestimiento de ladrillos presentaba una abertura rectangular hacia la base, una zona que, por lo general, suele estar cubierta por agua. Intrigado, el obrero de nombre Luis, descendió al fondo para ver de qué se trataba, encontrando dentro de la cavidad, también revestida de ladrillos, una caja de metal de considerable tamaño, recubierta y sellada con plomo. Fue necesario extraerla con cuerdas y poleas, debido al peso, luego se la abrió mediante sopletes, que fueron utilizados con cuidado, porque ya se sospechaba que se trataba del famoso tesoro de Astrogildo, el primer propietario del caserón. En efecto, al levantarse la tapa, centenares de soberanos británicos y doblones españoles del oro más puro, refulgieron a los rayos del sol, encegueciendo a los presentes. Entre las monedas, se hallaba un papel plegado, que en letra manuscrita decía: “Si encuentras este tesoro intacto, es porque he muerto antes de disponer de él. Agradece a Astrogildo Coimbra, que lo ha guardado para ti. Gózalo tranquilo, es riqueza conseguida en buena ley por la expedición de John Samuelson, Capitán del navío New Zealand durante el año del Señor de 1856, de la que participé contando 16 años de edad.”

Directivos de la empresa propietaria del terreno y ahora del tesoro, han dicho que es muy pronto para calcular el valor del hallazgo, pero rondaría en torno a centenares de miles de la moneda estadounidense. Aseguraron que, una vez realizado el oro, será invertido en nuevos proyectos inmobiliarios para la región; recalcando además que el tesoro corresponde en parte al dependiente que lo descubrió, según las normas vigentes. A su vez, el historiador local Facundo Méndez, señaló que con el descubrimiento del tesoro de Astrogildo, se ponía fin a un siglo de especulación y controversia sobre si existía de verdad o se trataba de una leyenda urbana más. (N. de la R: En la próxima edición, una entrevista exclusiva con el obrero Luis, afortunado descubridor del tesoro de Astrogildo )”

Darío leyó y releyó el artículo varias veces. El tesoro estaba en el pozo, quién lo diría… estaban obsesionados con la casa, lo decía la gente, inclusive doña Andrea que habló con Astrogildo lo dijo. A veces lo miraba, gustaba del estilo del brocal, siempre estaba lleno de agua porque no se lo usaba, ni siquiera para regar las plantas. Sí, se podía imaginar un tesoro escondido en un pozo de agua como posibilidad abstracta, pero la mente debía estar abierta para pensar en ello o contar con el dato preciso. El hallazgo fue fortuito, una casualidad, la vertiente se habría agotado o la suciedad que se fue acumulando impedía que fluya, por eso lo encontraron. Recordó  a su madre, cuán distinta pudieron ser las cosas si hubieran hallado el tesoro. Más tarde llamaría a Sofía para comentar la novedad. Sonrió, meneando la cabeza, tan cerca y tan lejos de la riqueza…carecía de sentido el lamento, elucubrar sobre lo que pudo ser y no fue servía como entretenimiento mental, el derrotero de cada uno en la vida ya estaba establecido por el destino.

(N.d.A: Ficción inspirada en hechos reales)
Inédito. Freaza tiene publicados los libros Rotación de los Vientos, El amigo jesuita (novela) seleccionado para la Feria Internacional del Libro 2018

Carlos Manuel Freaza

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