MAR

domingo 06 de febrero de 2022 | 6:00hs.
MAR
MAR

Las campanadas marcaron melancólicamente las siete de la tarde. El hombre giró la cabeza hacia la ventana y, sobre la noche invernal, que crecía, sólo distinguió la línea blanca de las olas disolviéndose en la arena. De la cocina llegaba un fuerte olor a pescado y ajos fritos. Las persianas crujían al ritmo del último viento de la tarde. Cuando la noche estuviera totalmente cerrada renacería la calma, salvo que llegara la tormenta anunciada desde varios días atrás. De todas formas, como todas las noches, cenaría con su mujer en silencio y luego se marcharía al bar a beber hasta el amanecer. Así serían los últimos años de su vida. Ya no quedaban alternativas.

Hasta hacía poco tiempo todavía pensaba que podía perdonar a su hijo y regresar a la ciudad. Pero todos sus esfuerzos habían sido inútiles. No podía borrar de la memoria las horas atroces de la cárcel que tuvo que soportar por culpa de aquel, el que había dejado un paquete con supuestos documentos, pero que en realidad contenía sobres con droga. A veces se arrepentía, incluso, de no haberlo denunciado. Sobre todo cuando veía a su mujer semiparalítica, arrumbada en un sillón, siempre de espaldas a la ventana, tejiendo y tejiendo escuchando la radio encendida con un volumen inaudible.

Algunos días, el hombre caminaba por la playa varios kilómetros, pero sus piernas no eran las de antes; debía detenerse cada tanto, sentarse en las rocas y recobrar el aire hasta que desaparecía aquel temblor en el pecho.

El mar era el único espectáculo que nunca lo había aburrido o defraudado. Tenía con él una relación personal -como le ocurre a la mayoría de las personas- y podía contemplarlo indefinida mente. Le gustaba recoger almejas y cangrejos y luego cocinarlos con mucho picante. En verano, las ballenas llegaban hasta la costa y los delfines galopaban sobre las olas anunciando las lluvias. Cuando veía gaviotas o albatros muertos los enterraba en la arena.

En la aldea sólo había dos bares. Uno en la costa junto al muelle y otro en el centro, más retirado. Sus clientes jamás se mezclaban. El viejo era parroquiano del primero, el más destartalado.

Esa noche, como todas las otras, salió después de cenar y cruzó los dos médanos gigantescos que separaban su casa de la costanera empedrada. Al cabo de unos minutos entró en el local que ya tenía un ambiente muy caldeado. Un grupo de borrachos inofensivos parecía un racimo colgando del mostrador de madera patinada por los años. Caminó hasta una mesa vacía junto a una ventana y se sentó. Inmediatamente se acercó un hombre y depositó en la mesa una botella de aguardiente y un vaso, sin que mediaran saludos ni palabras.

Nadie parecía hablar con nadie y, sin embargo, un intenso rumor colmaba el ámbito del salón. Había un televisor en un ángulo lejano del recinto que nadie miraba y cuyas imágenes parecían vistas a través de una rejilla.

Un hombre que surgió del conjunto se sentó junto al viejo:

—¿Cómo está don Félix?

-Una tormenta está llegando, la vi cuando venía. Quizá en una hora va a estar por acá.

-¿Hay gente pescando?

--Sí, están los barcos de Roque que salieron ayer, pero van a volver a tiempo.

-¿Cómo está su mujer?

-Como siempre, Aníbal, se quedó tejiendo y así va a pasar toda la noche. No sé cuándo duerme.

-Ustedes tendrían que irse de acá.

Y así, ese diálogo se repetía noche tras noche. Luego permanecían en silencio mirando el mar tras los cristales engrasados hasta que la borrachera se instalaba en sus mentes y aparecían los diálogos inesperados.

-¿Ve aquella mujer que está hablando con Miguel en la mesa del fondo, don Félix?

—Sí, ahora está viniendo seguido, es la nueva empleada del mercado del alto.

-Es idéntica a una mujer que tuve en la época en que estaba embarcado. Pero mi mujer tenía las caderas más chicas y los huesos de esta parte parecían espadas -dijo tocándose la pelvis.

-¿Y qué pasó con esa mujer?

-Me dejó. Chocamos con el barco en Sudáfrica y tardamos dos meses en repararlo. Cuando volví ya no estaba. Nunca supe nada más de ella.

-Es raro.

-No para gente como yo.

-Me refiero a que no la haya buscado.

-Creo que tuve un poco de miedo... me gustaba más de la cuenta.

-¿Fue hace mucho?

-Diez años.

-Lo cuenta como si hubiera sido hace poco.

-Todas las cosas importantes nos pasaron hace poco.

-¡Es cierto! -se entusiasmó don Félix, y bebió un largo trago—. Recuerdo como si fuera hoy cuando gané el campeonato de box de los petroleros. Puedo sentir el calor de las toallas calentadas en la estufa; el gusto de la sangre en la boca; cada detalle... pero, en cambio, mis treinta años de mecánico me parecen un solo día igual a todos los demás.

Ella tenía las caderas más chicas y las nalgas bien levantadas -insistió Aníbal-, no era como esta.

-Para Miguel está bastante bien- se atrevió el viejo.

-Usted qué sabe de estas cosas —dijo sorpresivamente el otro. Se incorporó y de dos zancadas se reunió con el grupo del mostrador.

-Qué boludo -dijo don Félix en voz alta.

-Sí, es un flor de pelotudo-dijo alguien a sus espaldas.

Era un hombre inmenso de larga barba rojiza que vestía una casaca de pana brillosa. Era el médico del pueblo, especialista en todo incluyendo la extracción de muelas.

-¿Cómo le va Doctor?, hace mucho que no lo veo y eso que no pasa desapercibido.

-¿Cuánto hace que no viene a controlarse?

-Cuanto menos voy mejor me siento.

-No joda que el cuerpo se gasta y al suyo ya le sacó bastante punta. No pude evitar escuchar la conversación. Vea, todo el mundo sabe dónde está Analía, la ex mujer de Aníbal; todos menos él.

—¿Y dónde está?

-En el quilombo de las Margaritas. Yo hago ahí el control médico. Es una mujer totalmente arruinada.

¿Y por qué nadie se lo dice?

-Porque cuando alguien saca el tema él se va. Cada mujer que ve le parece la otra y esa que está hoy con Miguel en aquella mesa se parece a la otra como un suspiro a un bostezo.

-Mire quién acaba de entrar -dijo el viejo señalando la puerta.

Junto a la puerta estaba un joven parado, algo desconcertado, con la ropa chorreando agua. Tiritaba.

-Gustavo -dijo el médico- venga acá hijo, antes de morirse.

-Si no tomo algo fuerte ahora mismo estoy perdido —dijo el joven, y bebió de un sorbo un vaso de aguardiente.

-¿Se puede saber de dónde viene en este estado? —inquirió el médico.

-Me quedé con el auto enterrado en la arena y cuando quise sacarlo se largó una lluvia terrible y, para colmo, helada. Y ustedes, ¿de qué estaban hablando?

-De la estupidez humana -dijo el médico y en especial de la de Aníbal.

-Sin embargo, hace un rato dijo algo muy ingenioso, muy inteligente- intervino el viejo.

-¿Qué dijo?-preguntó Gustavo.

-Bueno, dijo que las cosas pasadas, cuando se viven muy intensamente siempre parecen recientes, como si hubieran ocurrido hace poco — explicó don Félix.

-No entiendo -dijo el joven frunciendo sus pobladas cejas.

-Cómo no va a entender esa tontería -se enojó el médico- eso quiere decir, ni más ni menos, que cuando a usted le pasa algo muy importante ese recuerdo deja una huella más profunda, es más fácil de recordar, es más nítido, más claro, y parece más reciente que otros a pesar del tiempo transcurrido.

-Bueno, ahora sí, está bien-dijo el joven.

En ese momento la mujer y Miguel se levantaron y comenzaron a recorrer el salón hacia la puerta. Las voces se apagaron por un momento. Al abrirse la puerta, una ráfaga helada inundó el salón y luego de unos instantes los ruidos y las voces recobraron su volumen. Desde el grupo del mostrador, Aníbal caminó lentamente hasta la salida y contempló tras el cristal la oscuridad de la noche. Después se levantó las solapas de su abrigo y salió sin llamar la atención.

Esa noche la tormenta arrasó buena parte de la costa.

Los barcos de Roque regresaron sin novedad.

La mujer del viejo tejió y tejió hasta que se cortó la luz.

Los borrachos del bar salieron y se dispersaron cantando con el sol en el horizonte.

Don Félix regresó cruzando los médanos, descansando a cada rato, mientras el viento le castigaba la cara.

El médico asistió a un parto.

Gustavo fue a buscar el auto enterrado y encontró a Félix completamente borracho durmiendo sobre la arena.

Cuando las campanas marcaron las seis de la mañana, un olor a pan tostado reconfortó al viejo que abría la puerta rechinante de su casa silenciosa. El mar y su rumor quedaron atrás.


El relato pertenece al libro Esquirlas y Perdigones, Editorial Universitaria. Abinzano es docente emérito de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Unam

Roberto Abinzano

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