Un paso atrás

domingo 23 de enero de 2022 | 6:00hs.
Un paso atrás
Un paso atrás

Entonces, ella se colocó detrás del escritor.

Había escuchado su voz por los altoparlantes y quiso verlo después de tanto tiempo.

Ubicó el lugar. Se hizo un sitio entre el gentío que quería llegar hasta él, y avanzó. La ayudaron a encontrar el stand su voz agrietada y silabeante —que la guiaba entre la multitud—, y el haber ingresado al recinto por la parte contraria en la que él se hallaba. El escritor elevaba en ese momento hacia el público la vista y el micrófono. Sería mejor inspeccionar un poco el clima, oler el aire y observar los gestos antes de decidirse a levantar la mano, la ceja, abrir los labios para decir hola cómo estás, es una alegría verte otra vez.

Él seguía explicando la necesidad de realizar cada año la Feria del Libro, que de ninguna manera era eso una feria de vanidades para tipos como él, y qué mejor para la gente que los libros y no ir a ver vacas a la Rural y gallinas que cagaban en el lugar menos indicado o ver puestos de loza importada en este país de pobres.

Ella pensó que ya conocía esas palabras, que le sonaban antiguas, y quiso abstraerse de escucharlas. Descendió sus ojos hacia los brazos fuertes y venosos y pensó en los abrazos.

Recorrió la mano firme de dedos largos y de uñas cuidadas, casi de músico, que sostenían el micrófono. El escritor no era bohemio, sólo parecía. Pensó en las caricias; fueron pocas, era avaro de caricias. La irremediable memoria aún fabricaba duendes, duendes tramposos que se comían el alma a pedacitos.

No veía su rostro, pero lo imaginaba tal cual lo había recorrido una y otra vez con ansiedad y ternura y, a través de los anteojos de él, de sus cristales claros, se reflejaba la parte del público a la que miraba. No le hacían falta, pero quedaba bien usarlos: marcos de carey con patillas doradas; la barbita rala en las mejillas, puntiaguda en el mentón como chivita, algunas canas sobre el pelo negro. Como un intelectual de fin de siglo.

El escritor es el centro del mundo, pensó, el ombligo de este sitio. Observó los jeans gastados y los zapatones y se acordó de su negativa. A ella le gustaban otros menos montañeses, más delicados y de cuero blando, sugirió, abrevió diciendo te quedarán bien y él, aquellos, los de la suela ancha. Ni siquiera la escuchó. Ahora rescataba desde el fondo la forma que el escritor quería darse a sí mismo, algo muy cuidado pero que pareciese un atuendo sin importancia.

Las piernas breves y el caminar desgarbado, la campera de paño caída sobre un hombro. Quiso saber si sus labios aún lo extrañaban y en la confusión no pudo responderse. Él seguía hablando y la multitud lo escuchaba en silencio con respeto, con admiración. Pensó en su pecho, en los carozos chatos que asomaban con asombro sobre la piel blanca y sin vello, en su lengua y en una tarde de río y de pájaros en que ella lo miraba caminar hacia la orilla y él cifraba sus pensamientos en enigma.

Pensó en su vergüenza, cuando pronunció mal el nombre de un filósofo francés, en los colores que le subían hasta la frente, en que él le decía, lectura nena, más lectura, en su frustrado intento de poema que asomaba por la punta del cuaderno. ¿Lo leerías? Cuando corrijas, quizá. Puente, río, camino, mi casa, mi cama, mi olor, mi abrazo solito y mío de mí y para mí y las lágrimas que no deben caerse en este preciso momento delante de él, no.

Después fueron las llamadas y el contestador automático, ¿para qué tantos mensajes, nena? Abruman. Luego la distancia y él riéndose, un paso atrás nena, como las mujeres chinas.

El escritor seguía hablando de que todos debían tener cabida en este oficio, el de escribir, desde los aprendices hasta los consagrados, que el bueno publica y el que se queja es mediocre; y que lo más original y lo más nuevo pasaba hoy con certeza por lo que escribían las mujeres.

Antes, fue el principio en una mesita pequeña junto a un piano, en un bar con luna llena haciendo guiños en la ventana. Su boca caliente y sus ojos dilatados detrás de los anteojos, detrás de sus cristales sin aumento, vos debiste nacer para mí, nena, únicamente para mí, aunque no te llames Irina. Y ella que claro, que para eso había nacido. Te tomo para olvidar a Irina. Todas sus mujeres se habían llamado así. No se sabe dónde las encontraría con ese nombre tan difícil. Después de ella también fue Irina. Quizá los que escribieran sus memorias dirán qué rasgo curioso el de este hombre, qué cosa que sus compañeras se llamen igual (menos ella, pero qué importaba si su relación tan breve no sería mencionada en las memorias).

Luego fueron los dibujitos en las cartas, las mariposas volando con mensajes, los sueños desvelados. Y el escritor enumerando colegas y cómo desplazar al que se cruce, nena, y no te olvides que aquel escribe tan mal, malísimo, y aquel otro tan ridículo con sus ínfulas de intelectual; de las colegas ni hablemos, lo menos que se merecen es dos fregaderos con cien mil platos. El escritor que hablaba de su novela de próxima aparición que ella vería recién cuando estuviera impresa, ¿qué méritos había hecho para leerla inédita? Y ella ¡que le faltaba tanto por aprender! y él que conmigo, todo: instrucción y amores.

El río, el fuego, la salamandra, los almohadones, la sopa de arroz preparada con la receta de la abuela: dos hojitas de albahaca, un poco de tomillo; acomodar sus camisas, poner en orden pulóveres y zoquetes; nunca, como hizo al comienzo, regalarle un suéter amarillo, porque para él era un insulto, el color de la mala suerte.

El escritor seguía hablando de la Feria del Libro en la Feria del Libro, y que todos deberían prestar atención a las manifestaciones espontáneas del público, de lo que significaba la comunicación, el contacto, el respeto por el trabajo del otro, la libertad y la palabra.

Su cabello estaba recortado y pulcro. La colita atada en la nuca había pasado de moda. A veces, cuando hablaba con tanta pasión, salpicaba a los que estaban cerca; tenía una lengua grande y pastosa que solía mirar frente al espejo para constatar que no hubiese pólipos u otra enfermedad incurable.

Últimamente, lo había visto hablar por televisión en el programa de ese conductor que ponía en vilo a la audiencia con sus juicios tajantes y sensacionalistas. Le llamó la atención que se tuteasen. Él siempre había despreciado al conductor. Ahora decía que ya basta de cansarlos a todos con la charla, que debían ser ellos, el público, el que hablase, que vamos, animarse, y empezó a levantar el micrófono y a girar la espalda hacia el costado. Ella pidió permiso a la señora de sombrero que le obstruía el paso.

Salió.

Afuera había viento, aire para su ahogo y un poco de noche y de silencio, un poco de amor escondido en alguna parte y un poco de olvido, también, quizá.

Patricia Severín

El relato es parte del libro Mamá quiere ver las rosas y otros cuentos, editorial Contexto. Severín tiene publicado además Helada Negra (2016), Muda (2018), La Tigra (2018), entre otros.

¿Que opinión tenés sobre esta nota?