La puñalada

domingo 16 de enero de 2022 | 6:00hs.
La puñalada
La puñalada

Romero se revolvió en el lecho. Un camión pasó frente a la ventana de su dormitorio y una sucesión de explosiones lo arrancaron del sueño, haciéndolo maldecir. Recordó cuando en esa misma habitación, siendo niño, podía dormir hasta tarde porque la vida era sencilla como la de una aldea y nadie transitaba por las calles, sino de tarde en tarde. Ahora en cambio la ciudad había crecido, pavimentando sus calles y arbolándolas, arreglando las viejas avenidas, que vieron transformarse sus montañas de tierra y sus pozos en tersas superficies, con cuidados jardines en el centro... Todo estaba bien, pero pareciera que ello hubiera sido la señal para que una avalancha de aventureros removiera los cimientos de la sociedad, que estaba ahora hundida entre ese montón de negocios de los nuevos ricos. Muchos de los que antes lo saludaran respetuosamente, se habían tomado con él familiaridades que le desagradaban...

Miró hacia el alto techo, cruzado por vigas que sostenían las chapas de zinc. La casa, como todas las construcciones antiguas del pueblo, carecía de cielorraso y el mismo color de cal de las paredes, pintaba el interior del techo. Dos amplias ventanas muy altas, con rejas de hierro, dejaban pasar la luz de media mañana. Desde donde estaba colocado alcanzaba a divisar las copas de los árboles de la plaza San Martín, sobre la que daba el frente... Haciendo un esfuerzo se arrojó de la cama y media hora más tarde, bien vestido y cuidadosamente rasurado, salió a la calle. Parados frente a la casa había unos grandes camiones de transporte. La visión le desagradó y escupió en el suelo. Dobló hacia la izquierda por la calle Ayacucho y caminó por Bolívar, mirando distraídamente las vidrieras de los negocios. Alguien le tiró de la manga y oyó que le decían:

-¿Ché Romero, te interesa el comercio?

Mazzanedo con los brazos en jarras, sonriente, estaba al lado suyo con su deplorable físico y su cara de judío de revista antisemita. Le gustaba este amigo por su cinismo y porque era una porquería:

-Vení. Vamos a tomar algo.

-No puedo, tengo que ir a ver a mi viejo que anda comprando fruta de Montecarlo o de Eldorado. Cada tanto hago como que lo ayudo. Creo que mañana o pasado se va y después, puedo hacer lo que me dé la gana...

-Chau entonces. Andá, que se lo merece por haberte traído al mundo.

Siguió caminando en dirección al Tokio. Cuando entró en el amplio salón del café, vio la mayoría de las mesas ocupadas por los que allí hacían sus negocios honestos o turbios. Los mozos paraguayos se movían perezosamente entre la clientela y pareciera como si tuvieran conmiseración y desdén por todos esos extranjeros, que corrían afanosamente detrás del dinero y gritaban ostentado su prosperidad y que, como las inmensas mangas de langostas, cambiarían con la dirección del viento de los negocios...

Se sentó en una mesa, solo, como si estuviera en tierra extraña, rodeado de gentes que no tenían nada en común ni con él, ni con nadie que hubiera nacido acá...

Vio pasar a Alava y lo llamó con un gesto. El gordo entró satisfecho, moviéndose como un pato, en un balanceo de vientre y posaderas. Se sentó a su lado:

-¿Qué decís Romero?

-Nada. Sentate. Por lo menos que seamos dos. Entre tanto gringo me siento nacionalista...

-¿Y qué querés? Ellos son los que trabajan y se lo llevarán todo. Por mí que se lo lleven. Al fin de cuentas nuestros viejos también eran gringos.

-Yo soy criollo y mi padre era más criollo que el caracú. Siempre hemos trabajado, pero no en forma tan sucia ni con tanta angurria como esta gente. Antes valía la palabra; pero qué puede valer éso con todos estos...

-No hay nada qué hacer -suspiró el gordo-. ¡A ver mozo, dos ginebras!

Romero hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y bebieron en silencio mientras fumaban. En la mesa de al lado seis o siete hombres hablaban. Entre ellos un hombrecillo pequeño, de cara ascética y calvo, despotricaba contra todo con fuerte acento español. Su mirada parecía la de uno de los cetrinos castellanos retratados por el Greco.

De pronto levantó su mano y sentenció despectivamente, dando a entender que con ello terminaba la cuestión:

-Los turcos, señores, no son árabes. Los turcos descienden de los eunucos...

Ante tan extraordinaria revelación, Romero y Alava tuvieron ganas de lanzar una carcajada, pero se contentaron con sonreir:

-¿Qué te parece?

-¡Fenómeno!

Fumaron en silencio y de pronto preguntó Alava:

-¿Che y la negra? ¿Cómo anda ese asunto?

-¿Qué negra?

-No te hagas el zonzo. La mujer de ese indio de comparsa.

-Qué sé yo. A veces me gusta y a veces maldigo la hora en que me metí con ella... De todos modos vos sabés que dentro de diez días volvemos a la Facultad y si te he visto no me acuerdo...

-¿Y el marido? Por las dudas debes tener cuidado.

-Lo malo es que no lo conozco. Parece que no era malo, pero está echado a perder. Se la pasa borracho y la mujer tiene miedo de que la mate algún día.

-Lo mejor que podrías hacer es largar el asunto. Te puede traer algún dolor de cabeza.

-Ya casi me lo trajo -sonrió Romero- El otro día cuando salía del rancho, más o menos a la una de la madrugada, tropecé con un tipo que debía ser él. Tuve que sacar el revólver para mantenerlo alejado. Podés creer que casi lo quemo -terminó mientras daba una nerviosa pitada al cigarrillo...

Bebieron otra copa. Alrededor de las once empezaron a caer los contertulios. El primero que llegó, Jacinto Solari, era empleado de una repartición nacional, pero nunca faltaba una hora por día al café. De mediana estatura y edad, tenía como característica saliente, una mirada apagada con grandes párpados semi cerrados, que le daban en todo momento, el aspecto de estar por desconectarse de la vida real y sumergirse en el sueño. Hablaba poco y sólo habría la boca para difamar o maldecir a alguien.

Pisando los talones a Solari, llegó Epifanio Montes, el mayor de los contertulios de esta mesa de amigos y correligionarios. Más bien bajo, ágil y movedizo, lucía una melena canosa de la que se enorgullecía por no ser una cualidad muy común entre los mestizos. Presumía de hombre inteligente y contaba chascarrillos que era el primero en festejar, con una carcajada espasmódica, que casi siempre salpicaba de saliva los copetines de los demás. Los otros lo halagaban por temor a su lengua viperina. Al acercarse a la mesa hizo un saludo con la mano abierta:

-Salud, jóvenes y distinguidos amigos.

-Hola — dijo sepulcralmente Solari.

-Salú - dijo Romero displicentemente, mientras Alava con su cordialidad excesiva se movía para dar lugar y arrimaba sillas.

-¿Qué decís Montes, cómo andan las cosas? — interrogó Romero.

-Y cómo quiere que anden, mi distinguido amigo; este pueblo está lleno de crápulas y nuestros mismos partidarios no sé qué piensan. Ganamos las elecciones, una y otra vez y al final todo se va al diablo, por no tener la suficiente inteligencia para designar a los candidatos que llevamos a la comuna!...

-Hay también en el partido gente que vale - arguyó Romero, que tenía un hermano que había sido candidato a concejal en la anterior elección.

-Siempre hay excepciones, pero sostengo que no son los hombres que están los que deberían estar. Yo que tengo más de veinte años de conocimiento del manejo de la política en el Territorio, dije lo que debía, pero ahora vienen los jóvenes que se han diplomado afuera; y saben más que nadie. No escuchan la voz de la experiencia o, simplemente, quieren colmar sus ambiciones, desplazando a los viejos.

-La juventud debe tener su lugar- apuntó tímidamente Alava.

-Efectivamente, y nadie lo niega. De todos modos alguna vez tendrán que quedar solos y dar paso a su vez a los que vengan, pero todo eso no justifica que no se guarden un poco las formas.

-Hay unos cuantos retardados, más tarados que la madre que los parió! - dijo Solari con los ojos casi cerrados.

-Ustedes dan más importancia al asunto de la que tiene -retruco Romero-. Porque unos cuantos muchachos hicieran un poco de escándalo, no es para tanto.

-Pero mi distinguido amigo, usted que es un hombre culto e inteligente, -Romero se sonrojó de placer- no puede decir que ciertos desmanes no nos perjudican. Estoy de acuerdo en que la juventud sea fogosa y rebelde, pero de ahí a que en un asado en que se festejaba el triunfo en las elecciones, a un correligionario le restrieguen por la frente y la nariz una buena porción de chinchulines...

-Ese tipo no es correlí. Es un falluto...

-Bueno, en realidad eso no importa, pero la cordialidad siguió en aumento y al final la cosa era tan amable, que varios debieron salir disparando.

-Sos un exagerado.

-No exagero, puedo asegurar señores...

Romero no lo oía. Era cierto lo que Alava le dijera momentos antes... No debía descuidarse. Todos estos indios se parecen y si uno no los conoce bien, es difícil distinguirlos...

--...Nuestro partido debe velar por la integridad moral y por el respeto de la ciudadanía...

Debía andar con cuidado... Para un tape el pegar una puñalada a traición, significaba muy poca cosa... Estaría bue no que por una hembra así, se lo cargaran!... Pero a él no se lo cargaba nadie así nomás; al primer intento le desparramaba los sesos al que se le pusiera delante...

--...Por eso todos nosotros debemos ser unos. Mejor dicho, uno...

-¡Pero qué mierda va a hacer ese infeliz! — dijo Romero siguiendo sus pensamientos.

Los demás lo miraron sorprendidos y Montes quiso ofenderse:

-¡Discúlpenme, estaba distraído!

-Yo sé lo que le pasa – afirmó Alava, ahuyentando con ello toda sospecha de un exabrupto. Todos rieron la coincidencia.

El café estaba desierto. Sólo un viejo judío vendedor de lotería, sorbía despaciosamente un café negro, con su boca desdentada, mientras sus ojos azules de niño, buscaban el azul intenso del cielo, donde su raza sufrida encontró la fuerza para seguir adelante.

-Bueno señores -dijo Montes levantándose-. Muchas gracias y hasta la vista. Estaba serio y se alejó con la cabeza levantada.

Romero pagó la mesa. Se despidió del gordo Alava y del soñoliento Solari, que seguía mirando sus propios párpados, y con las manos en los bolsillos y un cigarrillo en los labios, con el sombrero en la nuca, se encaminó hacia su casa para almorzar con su madre...

***

Alava caminaba despreocupadamente por la calle Colón, en dirección a la plaza. Al pasar por el Automóvil Club, había visto una camioneta rural, con la carrocería cubierta de inscripciones de localidades de toda América. Al lado un pequeño mapa pintado y las banderas de las naciones que los raidistas se proponían recorrer. Como su gordura lo hacía naturalmente perezoso, miró a los dos hombres que cumplían la hazaña con cierta conmiseración. Eran altos, flacos y parsimoniosos y pensó que debían estar huecos como las cañas de tacuara, para ir por todo el mundo sin otro objeto que el de recorrer distancias y rozar pueblos. ¿Acaso la vida no debe ser saboreada como un vino bueno? ¿Qué era eso de andar y andar y nada más? ¡Bah, cosas de gringos!

Empezó a mirar los jacarandás en flor. Sin duda eran delicadas las pequeñas flores azules, tan frágiles que una leve brisa, las hacía caer graciosamente... Bueno, pensando con mentalidad de hombre de ciencia -que para eso iba- ello era un verdadero derroche de la Naturaleza; fabricar flores tan bellas y tan delicadas, para que duren dos o tres días y se pudran en el fango de la calle...

Le pareció que lo llamaban, pero no hizo caso. Unos pasos apresurados, casi de carrera golpeaban atrás suyo. Oyó in distintamente:

-Che gordo, pará!

Se dio vuelta. Por la esquina, presuroso, se dirigía hacia él Mazzanedo. El rostro demudado y pálido hacía resaltar su tupida barba, como una mancha azul. Llegó agitado, moviendo los brazos flacos, con grandes aspavientos:

-;A Romero lo cagaron anoche! -¿Qué decís? — gritó Alava agarrándolo de la solapa.

-Anoche... Che, largame la solapa y no me jodás! Una puñalada en el pecho. Quién sabe si se salva. Yo voy para allá.

-¿Pero cómo, si yo estuve hasta la nueve de la noche con él?

-Y, se la habrán pegado más tarde. Recién me encontré con García que me contó. Casi le pego un bife. Dice que no quiere ir porqué está ofendido con el otro. ¿Venis?

-Vamos.

Caminaron en silencio y lo más rápidamente posible. Alava resoplaba como un fuelle y seguía trabajosamente a Mazzanedo que parecía cortar el aire con la ganchuda proa de su nariz. Cuando por fin llegaron a la casa quedaron en la puerta, frente al ancho zaguán, irresolutos. La casa se les aparecía envuelta en el silencio. Por fin golpearon y la sirvienta, con cara asustada, los hizo pasar a la sala.

Los muebles habían sido renovados y su modernidad chocaba violentamente con la vieja habitación que servía de sala y con la araña que colgaba del alto techo, donde se formaban telarañas. Como en el dormitorio de Romero, que quedaba al otro lado del zaguán, dos grandes ventanas se abrían sobre la plaza San Martín, alegrando la vista con el espléndido follaje de los árboles.

Silenciosamente, en el marco de la puerta, apareció doña Ángela Castellanos. Era una mujer alta, vestida de negro, de una expresión noble y triste. Pálida por la reciente desgracia, sólo una leve acentuación de las arrugas que cercaban sus labios, mostraban su dolor dignamente contenido. Los saludó con una inclinación de cabeza y los amigos se levantaron con timidez y quedaron con los ojos bajos, como si fueran culpables de algo.

-¿Cómo está Mario, señora? – preguntó quedamente Alava.

--Recién se despertó. Si quieren pasar a verlo un momento, traten de no preocuparlo. El médico dice que está grave. Sólo Dios sabe en qué parará esto – dijo mientras sus ojos se empañaban de lágrimas.

Entraron. Delante Mazzanedo, con sus ojillos de hurón, olfateando el olor a remedios con su gran nariz. Detrás Alava, que aparentaba jovialidad, aunque su palidez lo denunciara.

Tendido sobre una cama grande, de colcha de un blancor inmaculado, aparecía el rostro de Romero doblado sobre el hombro y descansando en la almohada. Tenía el pecho desnudo y fuertemente vendado. El brazo robusto estaba así mismo sujeto por las vendas, para impedirle cualquier movimiento. Con el brazo izquierdo, hizo un ademán para saludar a sus amigos. Respiraba con dificultad y cada tanto tosía con una tosecilla seca y aguda. El rostro pálido y un poco aceitunado, estaba perlado de sudor.

-¿Cómo te va Alava?, ¿qué decís Mazzanedo? -articuló trabajosamente. Le producía fatiga el hablar.

Alava le sonrió, mientras pensaba en el extraño parecido de la cara de su amigo con los enfermos graves, atacados de enfermedades pulmonares que había visto en sus visitas a los hospitales, acompañando en grupo al profesor. La misma fatiga, la misma palidez y el color levemente azulado de los labios y alrededor de la boca. Sentía una gran curiosidad por este nuevo aspecto de Romero, a quien siempre viera rebosante de salud y de violencia. Bromeó dirigiéndose al enfermo:

-Ésta es visita de médico, pero de médico amigo, así es que no tenés que preocuparte por la cuenta. Además puedes estar seguro de que, como no podré cobrarte nada, te levantaré en dos o tres días...

-Hum... -gruñó Mazzanedo, puede ser que sea así, pero si resulta cierto, será la única acción altruista de la vida de este chancho. Formará parte del anecdotario familiar y muchas generaciones recordarán orgullosamente este acto de desinterés, único de los Alava...

-Hablaste como un verdulero.

-Es que la fruta aclara la inteligencia. Romero sonreía. Las bromas de sus amigos lo enternecían. Veía claramente el esfuerzo que hacían para distraerlo y hacerle olvidar su estado. Como le costaba trabajo el hablar, por la fatiga que le apretaba la garganta como una garra, se limitaba a sonreirles y a festejar con la mirada todas las agudezas que intentaban decir. Alava prosiguió:

-Parece ser que Montes tuvo un incidente. ¿Te acordás de que en el café andaba despotricando contra los muchachos, por las macanas del banquete? Naturalmente ello llegó a los oídos de los otros y hoy me contaron, que en el boliche de Martínez, entre dos o tres, le encajaron una puteada flor. Se armó un escándalo y tuvo que intervenir el vigilante...

-Lo que aprovecharon algunos terció Mazzanedo- para irse sin pagar.

-¿Y vos pagaste? – preguntó Alava.

Una mueca significativa fue la respuesta. Ante ese gesto Romero se rió francamente y ello le provocó un acceso de tos. Entre los golpes secos de esa tos, se mezclaban los silbidos que la dificultosa respiración producía, al querer introducir en los pulmones el aire. Se enrojeció un poco y después empezó a tomar su rostro un tinte azulenco negruzco. Como la tos no cesaba, los amigos se inquietaron y Alava se levantó y acercándose a la puerta llamó:

-¡Doña Ángela, venga por favor!

La madre, con la angustia pintada en el semblante entró rápidamente en la pieza y con fuerzas que no condecían con su aspecto, levantó al enfermo pasándole la mano por la espalda. Sin mirarlos se dirigió a los amigos y les ordenó imperiosamente:

-Pronto, la salivadera.

Mazzanedo se la alcanzó. Romero tosió todavía dos o tres veces y esputó una espuma rosada, que le llenaba la boca. Poco a poco se calmó, aunque el pecho subía y bajaba angustiosamente. La madre, con gran cuidado y como si fuera un niño, lo fue acostando lentamente. El muchacho quedó con la cabeza tirada un poco hacia atrás con los ojos cerrados. La sangre empezaba a retirársele del rostro, que ahora aparecía surcado de ramalazos rojos y blancuzcos.

Doña Ángela les hizo una seña y ambos salieron silenciosamente detrás suyo. Se dirigieron a la puerta. Allí los miró con los ojos llenos de lágrimas y les dijo:

-Ya ven ustedes como está. En realidad, creo que no debieron haber entrado...

-Usted sabe señora cómo queremos a Mario -dijo Mazzanedo a quien la emoción ennobleció el villano rostro-, siempre que no fuera una molestia, quisiéramos saber constantemente como sigue. Aunque no entráramos a verlo.

Alava con el rostro compungido asentía. Doña Ángela apretaba las manos y los labios, tratando de contener el llanto que pugnaba por salir. Les hizo dos o tres movimientos afirmativos con la cabeza y se dio vuelta rápidamente, hacia el interior de la casa.

Los dos amigos caminaron despaciosamente, con desgano, en dirección al centro. La escena los había impresionado fuertemente y sentían una inquietud y un desasosiego inexplicables. Tenían ganas de gritar o de insultar y un apretón en la garganta les oprimía con angustia. El primero que habló fue Alava:

-¿Viste cómo está? Yo no sé nada de medicina, pero lo que he visto adentro, es muy parecido a lo que he visto en las camas de los hospitales. Pero cuando allá ves a alguno así, te importa un carajo que el tipo se muera o no.

-¿Está tan grave?

-Ojalá me equivoque, pero por lo que escupió, la puñalada le ha interesado el pulmón. Es muy difícil que no le sobrevenga una bronconeumonia y si eso pasa...

-Che, vamos, no seas fúnebre.

-¡Si vos te vieras la cara! Al final pensás como yo.

Un ómnibus estaba parado en la esquina. Alava se dirigió a él, diciendo a Mazzanedo:

-Chau viejo, me voy para casa. -¿No querés que tomemos algo?

-No. Tengo una pelota en el estómago que no me dejaría pasar nada.

-Bueno – dijo el otro, mientras miraba sin verlo, al viejo ómnibus que partía en dirección a la avenida Mitre.

Juan Manuel Areu Crespo

Del libro Bajada Vieja, capítulos XII y XIII. Areu Crespo fue pintor, grabador, escritor y escribano. Nació el 20 de mayo de 1909 en Totana, Murcia, España y falleció en Buenos Aires el 2 de febrero de 1989.

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