El pozo

domingo 09 de enero de 2022 | 6:00hs.
El pozo
El pozo

El sol estaba partido en dos. De un lado era gris y del otro rojo. Mientras amanecía en una ciudad del planeta, en la otra, la noche, con una luna paralizada en el cenit, caía de bruces sobre la tierra devastada.

Ninguna estrella permanecía fija en el firmamento. Todas fugaban a cualquier parte y a veces colisionaban entre sí, porque quedaba establecido un pacto abrupto de suicidio.

Sin embargo, era durante la noche cuando los restos de una naturaleza en extinción bregaban por su supervivencia. El viento, la lluvia fuera de órbita, los últimos pájaros e insectos fosforescentes desarrollaban sus actividades.

Habían sido acorralados y condenados a las sombras.

El hombre pudo, finalmente, destartalar su entorno cósmico.

El cauce de los ríos estaban seco y una interminable sucesión de esqueletos de peces evolucionaba hacia la petrificación.

A lo lejos, en la cúspide de una sierra se levantaba el último ejemplar de un árbol, cuyos ancestros habían surgido de las entrañas del planeta al tercer día del comienzo de los tiempos.

Era una inmensa araucaria, con una edad desmedida que permaneció de pie en aquel sitio y servía de guía a los escasos habitantes de la tierra. Era casi imposible acercarse al tronco del pino con la intención de cercenarlo, debido a que a su alrededor estaban ubicados una docena de grandes y profundos pozos.

En el fondo de esos agujeros se refugiaban los últimos grandes ríos, que hartos de padecer contaminación y de ser represados, optaron por salirse de su curso horizontal, y se enterraron. Toda vez que alguien amenazaba con aproximarse a la araucaria, los ríos salían desde sus escondites elevándose con una fuerza y violencia extraordinaria, en defensa del pino Paraná.

A pesar de ello, los hombres, mujeres y niños fijaron de repente sus miradas en el tronco. Un propósito unánime surcó por la mente de todos: derrumbar al árbol para apoderarse de las semillas.

Afilaron las hojas de acero, verificaron el estado de los explosivos, eligieron los venenos más letales y seleccionaron los cables de mayor soporte. Al mediodía emprendieron la marcha hacia su objetivo, concientes de que durante el trayecto afrontarían una serie de riesgos mortales.

No solo debían luchar contra los espíritus de pájaros y animales que rondaban con su pena por un territorio árido, sin poder hallar una vía de acceso hacia otros cielos. También estaban obligados a soportar sonidos, tan estridentes como desgarradores, que eran emitidos por entes que actuaban en representación del Hacedor. Estos seres adoptaban diversas y fantásticas formas, hasta que en su embestid final se convertían en una suerte de machetes de fuego que atravesaban a una velocidad increíble todas las cosas, despedazándolas.

Caballos verdes con cabezas de peces, tigres con cuerpos de jabalíes, luciérnagas que derramaban lava, golondrinas desnudas con rostros de víboras, ojos de pumas fuera de sus cuencas, mariposas dementes con garras y monos con pezuñas, constituían graves amenazas de muerte para los caminantes.

Del centenar de hombres que emprendieron la marcha, solo diez habían llegado a aproximarse a la araucaria. Las mujeres y los niños desaparecieron durante la brutal trayectoria.

Los últimos escollos antes de alcanzar el tronco para cercenarlo eran los pozos donde estaban escondidos los ríos. De pronto la gente percibió que de uno de los hoyos el agua no salía con la misma potencia que lo hacía de los otros. Entonces concluyeron que, por ahí, tenían la única posibilidad de llegar al pino para ejecutarlo.

En ese agujero estaba refugiado el río Paraná y era evidente que sufría alguna enfermedad. Agonizaba. Aprovechando esta circunstancia, los hombres comenzaron a lanzar explosivos en la cavidad para quebrar –de una vez por todas- la vida del río. Después, arrojaron veneno en cantidades impresionante.

Al otro día, al amanecer, el Paraná estaba muerto. Una antigua canción en guaraní se enredó con el viento. Por la mejilla del lado gris del sol, cayó una lágrima ensangrentada.

Con las herramientas al hombro y los cables de acero, los seres humanos avanzaron hasta el pie del tronco. Al fin, llegaron a la meta.

Pero cuando uno de ellos rasgó la corteza, el viejo planeta tembló porque fue como si hubiera lastimado una pierna de Dios.

De pronto, la araucaria comenzó a hundirse, tragándose violentamente cuanto había sobre la superficie terrestre.

Finalmente, el mundo cayó en aquel pozo y se perdió para siempre.

…Todo fue consumado.

Thay Morgenstern

De: “Rastro colorado”. El autor publicó “Punto de Bruma” (1890) y “Los Habitantes” (1985). Obtuvo varios premios y distinciones.

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