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El Bairuzú

domingo 09 de enero de 2022 | 6:00hs.
El Bairuzú

«Y ahora, ¡a la selva! ¡y tigre para siempre!”
Horacio Quiroga: “Juan Darien”.

Alto Paraná. Al norte, donde el río colosal angosta su ancho, a la altura de la población argentina de Caraguatay; con un fondo ahuecado conformado casi en su totalidad de basalto, la piedra más dura que existe, se forma una corriente de agua lisa y bruñida como la cubierta pulida de una mesa de billar. Allí, se encuentra la isla, situada en la mitad del cauce; a la altura del pueblo.

La isla de forma oval se inserta en la superficie acuática a semejanza de una semilla que se imbrica en el tallo de los citrus cuando se hacen injertos. Presenta un follaje de tipo abigarrado, un atractivo a transitar para los pescadores del lugar. Su circunferencia, en el lado septentrional, exhibe una lengua de arena que festonea la masa pétrea, allí se encuentra esta rareza en la corriente del agua, famosa en la mente de los lugareños que habitan en la zona y quienes la denominaron con el nombre guaranítico de: “El Bairuzú”. Se trata de un fenómeno del agua, que puede observarse a una distancia prudencial de la orilla de arena, siempre situándose en la costa este de la isla. Esta peculiaridad para los navegantes de embarcaciones de la zona, se presenta por causas inexplicables, donde la profundidad se hace bruscamente mayor, y los pescadores a veces miden una profundidad de treinta metros. En el lugar, probablemente por el aumento súbito de la profundidad, se da un movimiento brusco de las aguas; que por momentos tomaba cierta forma de un remolino y borbollones, haciendo a las aguas sumamente turbulentas en un corto tramo de distancia, a la vez famoso por el pique de enormes peces: dorados, surubíes o manguruyúes, estos últimos en todos los casos, ejemplares superiores a los treinta kilos. Los pescadores, entre gritos de aliento extraen su pieza desplegando todo su arte.

Los dorados peces musculosos dotados de una gran cabeza y fauces de importante tamaño son todos de un carácter combativo, de fortaleza y audacia por lo que se los conoce como: “el tigre del Paraná”. Tiene una forma de picar que arremete y lleva la carnada con gran vigor, una vez que se engancha el pez con el anzuelo objeto de una lucha desesperada, produce un salto que es de una vista hermosísima, dado que sus escamas son todas de un color dorado intenso y la maestría del pescador consiste en sujetarlo de modo tal que no corte la línea con su potente dentadura.

Al acceder al lugar, la embarcación se tambalea de un lado al otro, lo que llega en coincidencia con los piques de dichos peces y hacen formar la creencia de que basta pasar por el lugar en actitud de pesca, para enganchar enormes ejemplares, lo que asociado con el tirón desesperado de los peces pone a prueba la maestría del que conduce la embarcación.

Es muy curioso recorrer la isla de ambos lados y observar su conformación. Prácticamente toda la isla está conformada por un solo peñón de piedra basáltica donde se ha formado de una manera misteriosa, algo sumamente atrapante para los visitantes, una vegetación inexplicable en su origen. Un clima extraño rodea el misterioso lugar. Un silencio reina, solo interrumpido por el murmullo del agua, y por extraños sonidos a manera de silbido que produce el viento al pasar por entre el follaje. El viento que hace menearse a las ramas de los altos árboles con una mágica cadencia, da la sensación de que los árboles bailan una danza misteriosa.

Situémonos en otro momento del relato: una mañana de otoño, un mañana fresca, bien temprano; apenas amanecido. La hora apropiada para la pesca, la embarcación en la punta de la isla otra vez con las cañas enhiestas con la anguila enganchada en sus líneas. Un concierto de gritos se escuchaba, expresando la felicidad de aquellas personas que se sentían a pleno en el paisaje agreste. Una bruma cubría el horizonte del paisaje en la mañana húmeda. De pronto la embarcación comenzó a moverse a impulso de la corriente del agua. Lentamente fueron llegando al lugar de El Bairuzú.

Al llegar al lugar, se cumplió la leyenda. Al pasar por allí coincidentemente picaron todas las cañas juntas y se estiraron las líneas con enorme fuerza, de tal forma que, al conjuro del movimiento de las aguas, la embarcación se tambaleó y las cañas se veían dobladas producto de la fuerza de los peces. Quien pudiera saber de qué tamaño serían. Se escucharon gritos de triunfo de los pescadores y en un movimiento del agua, la embarcación se tumbó hacia el costado haciendo caer a quienes venían en ella. El silencio se quebró con los gritos de los pescadores con pedidos de auxilio entremezclados, todo sucedía con naturalidad como suceden los hechos de la naturaleza salvaje. Por un momento se sintieron los gritos entrelazados. Un momento después, los mismos gritos desesperados ya dieron a entender que se despedían de familiares queridos, hasta ir apagándose paulatinamente.

Así encontraban el fin de sus existencias esas personas mimetizadas con la naturaleza indómita. Todos en una soledad de la más cruel e inflexible, sin que nadie estuviera al lado suyo para acompañarlos en el fatal momento. Sin responso de quienes pudieran elevar algunas plegarias por aquellos seres vencidos, sin nadie que les acompañara en el final cortejo. Óbito que sucedió lentamente en el vegetal velorio, el silencio del lugar se iba imponiendo. El silbar del follaje y la cadencia de la vegetación continuaron con su danza en este caso, macabra. Y de esta forma, todo se fue restableciendo hasta recuperar el cotidiano ambiente del lugar. Una lóbrega oquedad imponiéndose a expensas del silencio reinante. En todas partes un silencio natural. Un silencio sobrecogedor. Un silencio… de Muerte.

Rodolfo Aníbal Panza

El relato es parte del libro Se hundió El Marfisa y otros cuentos del río Paraná. Panza es abogado y reside en Posadas.

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