Santa Ana

domingo 09 de enero de 2022 | 6:00hs.
Santa Ana
Santa Ana

Del ingenio marchamos a Santa Ana. El río empieza a adquirir en partes el aspecto imponente que le es común más al Norte. Ante nuestra vida, desfila el ingenio San Juan que fue propiedad del General R. Roca, y hoy de una compañía francesa, al que visitamos después; luego salpicados aquí y allí, ranchos y rozados aparecen en ambas orillas.

Sobre la costa paraguaya, un arenal destaca su mancha clara de la masa verde del resto: es el Ibicuiñaró o arenal bravo; el agua carga sobre él aumentándolo continuamente, el río se llena de remolinos que el vapor corta con su aguda quilla.

En este trayecto, cada remolino es atropellado y cortado por el medio, camino preferible a dejarlo a un lado; así no se pierde el gobierno.

La caída de agua se nota muy bien entre aquel maremágnum de remolinos que se suceden interminables, haciendo balancear fuertemente al vapor al compás del ruido que producen.

Los remolinos del Ibicuiñaró ocupan una superficie que pronto se salva, continuándose bien la marcha hasta llegar a Santa Ana.

El puerto se halla en un gran remanso de aguas tranquilas cuyas barrancas son bajas como las de Candelaria. Allí nos esperaban don Benito Fernández en cuya casa, situada cerca, a unos doscientos metros, paramos, y el Comisario de la localidad, que había venido con caballos en cumplimiento de las órdenes que recibiera de la Gobernación.

Nos despedimos del capitán y desembarcamos, instalándonos en casa del señor Fernández.

Para no perder tiempo, hicimos ensillar los montados mientras tomamos un mate, bebida impagable en ciertos momentos.

Luego montamos a caballo y nos dirigimos a la plaza del pueblo, situada a unos cuatro kilómetros del puerto.

A poco andar de la costa el terreno se eleva, mostrándose pedregoso y cubierto en su mayor parte de vegetación boscosa.

Antes de entrar a esta región que nos separa del pueblo, se ven varias casas pintorescamente edificadas sobre algunas eminencias, pero pronto desaparecen por las tupidas copas de los árboles que, cubriendo nuestro camino, hacen sombra agradable.

Cuatro kilómetros se recorren desde el puerto de Santa Ana hasta la plaza: distancia relativamente larga, pero que no se siente, si uno se entretiene en observar la serie interminable de paisajes, que de minuto en minuto se presentan.

El terreno es mucho más quebrado que el de Candelaria, se reconoce la proximidad de la sierra, por sus fuertes ondulaciones; en algunos puntos aparecen retazos de campo, pero estos ya en esas alturas son más raros y menos aptos para todo, puesto que la capa vegetal que en ellos se halla es muy pequeña, y sólo en algunos bajos su cantidad es mayor.

Como ya lo observó el doctor Holmberg esas tierras de campo no sirven para nada, pero en cambio, los bosques abundan y en ellos es donde hay que sembrar para conseguir óptimos productos.

Examinando el plano de esta colonia fácilmente puede verse lo que dejo indicado; el terreno sobre el cual está delineada presenta una sucesión de restinga de monte más o menos ancha, que separan retazos de campo, en general pequeños, entre los que se elevan cerrilladas de poca altura, dominadas todas por el magnífico Cerro de Santa Ana cuya masa alargada corta el horizonte de un modo soberbio.

En terreno tan quebrado y boscoso fácil es comprender la existencia de muchos arroyos y eso es precisamente lo que allí sucede; a cada paso un arroyuelo o un manantial de agua cristalina detienen el paso y ofrecen a las fauces sedientas su linfa fresca y pura.

El trote continúa, una que otra parada lo interrumpe, aquí es una flor, más allá una piedra, luego un insecto o una mariposa que hay que recoger; porque las infinitas sorpresas que hallamos nos tientan a cada momento.

El suelo de este trayecto es una mina para los coleccionistas: si es el del bosque, plantas de mil formas, hongos, helechos, insectos, etc. se ofrecen a la codicia insaciable de los tántalos naturalistas; y si es de campo, las piedras y gramíneas no permiten que se las desdeñen.

Las piedras del subsuelo de Santa Ana son roca volcánica en general, la que el doctor Holmberg ha considerado como melafira, hallándose además en algunos puntos mantos de arenisca rojiza (gres) sobre esta, lo que prueba que es más moderna aún.

Cuando pasamos la última restinga de bosque y recibimos de lleno una gran oleada de sol, entramos a un descampado en donde se halla la plaza.

La plaza ocupa una altura con una pendiente rápida a un lado que conduce a un desvío de la misma, en donde se halla la calle principal situada en plano inclinado; allí están los principales edificios, porque en la plaza, sólo hay algunas pocas casas de negocio.

Esta calle principal está relativamente muy poblada, con algunas casas de material y muchos ranchos de estanteo.

Santa Ana como colonia nacional ha tenido que sufrir mucho en su progreso, por las mismas razones que se ha retardado el de Candelaria; ahora habiendo sido incorporada a la Gobernación, es de esperar que con rapidez se desarrolle y pueda gracias a la numerosa inmigración que en estos últimos tiempos ha afluido a ella, ser dentro de poco un centro de población y producción importante de Misiones.

En una casa de negocio nos detuvimos un buen rato, y en ella trabamos pronto relación con muchos vecinos importantes de la localidad, entre ellos, don Reginaldo Krieger, alemán y uno de los fundadores de la moderna Santa Ana, con cuarenta descendientes, de todo tamaño y sexo, que son otros tantos pobladores del punto.

Este patriarca misionero nos acompañó inmediatamente, ofreciéndose para servirnos de guía a fin de que pudiéramos visitar las ruinas de la antigua reducción.

A ellas nos dirigimos. La marcha más o menos fue de mil quinientos metros rumbo sur, en dirección al precioso cerro, el que con el sol de aquel día se presentaba magnífico con sus flancos cubiertos de tupida vegetación, cuyo color verde variaba al infinito desde el intenso y casi negro de su base, hasta el violeta y lila de las partes más altas.

Penetramos en un monte y dejamos los caballos, precediéndonos don Reginaldo como baqueano del lugar.

¡Qué impresión se recibe a la sombra bienhechora de esos bosques enmarañados de Misiones! ¡Qué sensación de fresco tan agradable, y qué quietud tan solemne reina en ellos!

Entre el cortinaje de verdor, sobresaliendo de la semioscuridad de ese ambiente casi misterioso, las ruinas aparecían poco a poco.

Las calles, la plaza, la iglesia y los modestos edificios, uno a uno eran pesquisados por nosotros, que con afán no deseamos perder un solo detalle de todo aquel montón de piedras, que unos hombres amontonaron con trabajos ciclópeos durante años y que otros destruyeron, en parte, ayudados por el tiempo y la naturaleza que fieles a su consigna, ni aún a sus propias obras respetan.

Las grandes piedras cúbicas de las paredes de algunas pocas casas aún en pie se hallan asentadas, sin mezcla alguna, unas sobre otras; la mayor parte de las paredes se ha derrumbado, desplomando sus pesados techos de teja española. En algunas se conservan aún gruesas vigas de madera dura, empotradas en ellas, que sirvieron de marcos de puertas o ventanas.

Entre lo que vale la pena de verse allí, existe una casa cuadrada de altos toda de piedra, cuyo techo ya se ha desplomado, pero con las paredes en perfecto estado de conservación; paralela a esta casa hay otra igual, pero muy destruida; la primera con muy poco costo podría restaurarse fácilmente.

Ambas tenían un corredor exterior sostenido por curiosas columnas de piedra de forma cilíndrica, parecidas a los cañones antiguos de los que aún se pueden ver en algunas partes sirviendo de postes; el doctor Holmberg las describe así: “De 1 12 metros de alto; sobre un cono muy cerrado, casi un cilindro (la columna) se destaca una moldura, como gola, y coronando el todo a manera de capitel, una sección de cono invertido. Debajo de la gola hay una excavación rectangular alargada”.

Estas columnas descansaban sobre un cubo de piedra que representaba su pedestal.

El doctor Holmberg cree que estas columnas han servido para marcos de puerta, pero sobre el terreno acordándome de esa indicación, después de fijarme detenidamente, he visto que no tenían otro objeto sino el de sostener el corredor externo de esas casas.

Fuera de esto, las ruinas de Santa Ana no presentan mayor interés por el momento. Una vez limpias del monte que las cubre, quizá puedan apreciarse mejor si es que duran, porque los vecinos han empezado a llevarse las piedras de los edificios para construir otros más modernos y mejores.

Don Reginaldo nos mostró una pequeña piscina que se alimentaba con el agua que un canal cuadrado, hecho de grandes piedras, traía desde un arroyo cercano.

Según él era donde se bañaban los jesuitas, pero yo creo que ha de haber sido la fuente pública en donde las mujeres del pueblo iban a buscar agua.

De vuelta de las ruinas pasamos por la curtiembre del señor Krieger, donde un monyolo funcionaba con su cachaza habitual, pisando la corteza del Curupaí, que es lo que allí emplean para curtir.

En varias partes se han hecho ensayos con esta corteza sin que dé resultado, debido sólo al no conocer la manipulación que requiere este procedimiento, que es lo más sencillo. El cuero ya preparado para ser curtido se coloca en un baño de agua de corteza de Curupaí muy débil hasta que tome color, luego se va poniendo en baños sucesivamente más fuertes, hasta que quede curtido y de un color blanco.

El tiempo que se emplea en la curtiembre de los cueros depende del destino y calidad que se le quiera dar, así si se quiere obtener una suela para zapateros se necesitará, por lo menos, unos tres meses de trabajo.

La curtiembre del señor Krieger era bastante original: una serie de barriles enterrados en dos líneas hacían el oficio de piletas, cada uno conteniendo un baño distinto, y como se hallaban colocados de un modo progresivo, la operación del curtido se facilitaba inmensamente.

Al lado de estos barriles, corría un arroyo de agua abundante y pura la que aprovechaban para el lavaje de las pieles y para hacer andar el monyolo.

Como cortezas aptas para la curtiembre, no sólo hay en Misiones la del Curupaí (Piptadenia communis Benth) sino también muchas otras, como ser el Angico (Piptadenia rigida Benth), el Incienso o Cabriuba (Myrocarpus fastigiatus Allem), la cañafístola o Ibirá puitá (Peltophorum vogelianum Benth), la Ibirá-piapuña (Apuleia pogomana Tr. All.), el Timbó (Enterolobium timbouva Mart), el Ingá (Inga uruguayensis Hook), el Guayabo (Psidium guayaba raddi), el Arazá (Psidium guayaba vel pyriferum L.), la Capororoca (Myrsine Coriacea R. Br.), la Sangre de Drago (Croton succirubrus Pdi.), la Cancharana (Cabralea cangerana), el Camboatá (Guarea trichilioides L.), etc.

Todas ellas ricas en materias curtientes y que algún día no lejano se exportarán en cantidades, cuando las vías de transporte sean más fáciles y baratas, como sucede hoy con los rollizos de quebracho que se exportan del Chaco y Tucumán.

Después de ver la curtiembre seguimos visitando otros diversos industriales, entre ellos, la talabartería que tiene un hijo de don Reginaldo, en donde se benefician las pieles curtidas por al Curupaí.

En ella se fabrican unos recados especiales llamados sirigotes, de forma brasilera, muy apreciados en Misiones, por las grandes ventajas que ofrecen, no sólo para las cabalgaduras a las que no lastima, sino también por adaptarse al modo de andar en aquel territorio montuoso y quebrado.

En Santa Ana hay también zapaterías, platerías y varias casas de negocio importantes.

Lo que es curioso de ver es el modo de trabajar que tiene nuestro platero criollo.

Ya el general Mansilla, en su tan interesante Excursión a los Indios Ranqueles dio la descripción del indio platero y por ella se puede más o menos hacer una idea del platero criollo, con la diferencia de que el mayor contacto de este con la civilización le ha hecho adoptar algunos instrumentos modernos (no muchos) con los que facilita en gran parte su trabajo.

Pero como quiera que sea, el artífice criollo por aquellas alturas es muy rutinario y muchas veces prefiere, a los nuevos, sus viejos instrumentos, con los cuales se da maña, y así a fuerza de martillo y cincel, repuja el blanco metal, transformándolo en monumentales mates, tremendos estribos, abigarrados cabos y vainas de facón; en los cuales diseña, con paciencia infinita y arte infantil, ejemplares de una fauna y flora desconocida.

La plata es el metal por excelencia que emplean, raras veces trabajan en oro a no ser algunos anillos o aplicaciones sobre los objetos de aquella.

En Misiones, los brasileros son los que más usan adornos de plata en sus recados y aperos de montar, y esto es debido a que en su mayor parte pertenecen a la provincia de Rio Grande del Sur, en donde aún se conserva en toda su plenitud esta pintoresca moda que ya hace tiempo ha empezado a desaparecer de nuestra campaña, quedando relegada a los paisanos viejos.

El platero criollo trabajando con su sencillo arsenal, más de una vez me ha traído a la mente el recuerdo de sus colegas de la Edad Media, que tantas maravillas nos ha dejado, fruto de la inmensa paciencia y de la herencia que de generación en generación se transmitían, en medio de aquella larga noche de barbarie y de fanatismo.

Juan Bautista Ambrosetti

Del libro Tercer viaje a Misiones 1896. Ambrosetti fue uno de los primeros en recorrer esta región y dejar testimonio de lo que vio, escuchó y pudo experimentar. Autor de innumerables trabajos, folklorólogo, historiador, etnólogo, dedicado a la arqueología y antropología del Alto Paraná

¿Que opinión tenés sobre esta nota?