El acopio

domingo 09 de enero de 2022 | 6:00hs.
El acopio
El acopio

Estuvimos limpiando el aula desocupada, empujando hacia un rincón bancos y armarios vacíos. Papá nos pagaría cinco pesos a cada uno por el trabajo, o tal vez más, pero a moverse chicos, nada de ponerse a jugar ahora, mañana comenzarán a llegar los carros y hará falta mucho lugar. Las instrucciones eran correr los muebles y limpiar bien el piso puesto que el producto se almacenaría desde abajo hasta el techo. Acopiaremos toda la rapadura de la región, decía como para hacernos partícipes de la empresa. Llegará el momento en que tendrán que venir a comprar aquí, de todas partes, los lugareños no pueden pasarse sin rapadura, es tan imprescindible para ellos como el poroto, la batata o la mandioca. Acopiaremos todo, tengo el dinero suficiente, si pago un poco más que los almaceneros de la zona todos querrán venderme a mí. Controlaremos mazo por mazo la higiene, la prolijidad en la envoltura de la chala, la consistencia.

Todos lo mirábamos pasmados. Era emocionante tener un padre que además de ser “el maestro” de la zona, el director de la escuela, el hombre más respetado del lugar, de pronto acometiera una empresa como ésta, acopiar, acopiar toda la rapadura de los alrededores para provocar el alza en su precio y recién entonces venderla como quien hace un favor, para beneficiar a la comunidad. Porque desprenderse de esa mercadería almacenada supongo que le producirá alguna tristeza, una tristeza por el abandono, como los patriotas en Cancha Rayada, según contaba el maestro el otro día, cuando abandonaron el campamento para salvar parte de la tropa. Porque, la verdad, yo no estoy trabajando por los cinco pesos, sino porque quiero ver aquí apilados cientos de mazos de rapadura, todos idénticos, con su chala blanca y las ataduras morenas de chala más fuerte. Preguntamos a papá si también compraría rapadura con batata o con maní y dijo que no, porque esa se deteriora fácilmente y no tiene tanto valor comercial. No piensa en nosotros, me dije, sólo en su negocio, pero no importa, lo mismo podremos comprar a algún vecino las otras rapaduras, o canjearlas por galleta a sus hijos.

Entre los cuatro baldeamos el piso de madera, pero las mujeres abandonaron pronto, no tienen sentido comercial, como diría papá, ni siquiera les importan demasiado los cinco pesos, si al final cualquier cosa que se les ocurre se la compran en Alem. José tampoco se entusiasma gran cosa, pero por lo menos me ayuda hasta lo último. Este piso nunca se imaginó una limpieza tal. Llegó la noche y yo seguía a la luz de la petromax, dándole trapazos a la pared, porque también allí había niditos de araña y algunas torrecitas de avispas coloradas que aquí llaman marimbondos o qué sé yo. Tenía los nudillos doloridos y las rodillas también, pero el salón comenzó a oler de otro modo. Cuántos viajes de agua en los dos baldes, pobre flaco, dijo papá, éste va a ser mi crédito el día de mañana, un doctor, un ingeniero, un diputado. Me palmeó la espalda y acarició la bocha como diciendo sos el mejor, en vos confío, no lo olvides. Sentí una especie de calor en el pecho y quería seguir para demostrarle que podía confiar en mí ciegamente, cada día más y más. Tuvo que quitarme la lámpara para que abandonara la faena. Tu mamá te preparo el baño, me dijo, y en verdad estaba el agua tibiecita y el jabón preferido de mi madre soltando su olor. Suspiré satisfecho pensando que al día siguiente ultimaría los detalles. Y en efecto, esa madrugada me desperté antes de que empezaran a cantar los gallos. Tenía ganas de abandonar la cama pero me contenía para no enojar a mis padres y así estuve hasta que las gallinas saltaron de los durazneros que hay en el patio, donde se alojan antes de anochecer. Las pollas comenzaron a entonar ese cacareo alegre y entonces pensé bueno ya es suficiente y a seguir hasta que me llamen para el desayuno, me miré las manos y tenía ampollas, qué bueno tener esas cosas de la gente grande, papá no las tiene pero el trabaja con la cabeza y todos vienen a pedirle consejo, qué tipo papá, quiero ser como él. Ya no hacía falta baldear, quedaban algunas basuritas en las tapajuntas de la pared, todo es aquí de madera salvo las torrecitas de las avispas que parecen de terracota y me da pena demoler. Cuando me llamaron para el desayuno había dado el último plumerazo. “Ernesto es mi crédito”, dijo papá mientras mamá llenaba los platitos con miel de abejas y de caña y me acercaba las rodajas del pan casero.

Casi enseguida llegó el primer carro y corrí para ver la carga. Venía haciendo rechinar el tirabuzón del freno en la pendiente que desemboca en la escuela. “Ernesto, cuidado, no te subas, espera que llegue”. Pero ya estaba encaramado y acariciaba las chalas blancas de la envoltura. Esos mazos me gustan más que los libros nuevos o los cuadernos. Contarlos y apilarlos fue fascinante, pocas veces fui tan feliz. Papá se sentía satisfecho y comenzó a delegar en mí esas operaciones a partir del segundo carro. Comenzamos a recibir por lo menos dos carros por día y la montaña de los mazos era cada vez más importante. Llegó el día en que papá tuvo que decir que no a los ofertantes y éstos seguían con sus carros hacia los almacenes de Dos Arroyos y Alem. Ahora sólo restaba cuidar la mercadería almacenada y esperar el momento oportuno para venderla. Todos los días, después que los alumnos del turno de la tarde se marchaban, abríamos con papá las puertas del aula para contemplar el hermoso espectáculo. Corregíamos algunas deficiencias de alineación en las pilas. Es tu obra de arte, parecían decirme los ojos satisfechos de papá, y entonces me estremecía de orgullo. Todos los demás acontecimientos habían pasado a segunda línea, incluso Elena, mi nueva compañera de banco, que me decía hola de una manera tan suave. Por su culpa había comenzado a preocuparme cómo me quedaba el jopo visto de perfil y los granitos y la nariz un poco grande. Pero ahora estas rapaduras se habían transformado en mi preocupación principal, esa lucha interior entre el deseo de conservarlas para siempre, así apiladas y hermosas, y el de verlas alejarse en los carros polacos. vendidas con ventaja por papa.

Una mañana alcancé a ver las primeras hormigas. Desfilaban por los pasillos entre las torres de mazos con apresuramiento indiferente. Por ahora parecían un cuerpo de exploración pero seguían un camino definido como si desde siempre hubiesen sabido lo que iban a hacer. Corrí a buscar la lupa para verlas de cerca. Todavía no llevaban nada pero ya formaban una fila interminable desde el patio hasta el aula. No sabía decir si eran grandes o pequeñas, ni qué color tenían; sólo que nunca las había visto antes. Tuvieron que aparecer, malditas sean, como si hubieran sido creadas especialmente para importunar a nuestras rapaduras. Más tarde observé que la fila tenía doble mano, como en las avenidas de las grandes ciudades, y las que regresaban traían un corpúsculo en el hocico. Una vez papá había dicho: “es un trabajo de hormigas”, y ahora lo estaba viendo. Me invadió el pavor. Devorarían todo el trabajo de los colonos, el dinero de papá y mi propio trabajo. Tal vez se salvaran las chalas, hermosas y blancas, y las cintas más oscuras. Quedarían huecas, sin el rico contenido. Eché a correr y a los pocos minutos papá examinaba la tarea de los bichos. No es nada, apuntó, prepararemos un cerco con polvo hormiguicida y nuestra base será inexpugnable. Sonreimos como quien derrota a un enemigo improvisado y manos a la obra, la lucha no termina nunca, ja, ja, reímos después de espolvorear sobre el menudo ejército y rodearlo con un cordón de gamexane.

Las hormigas volvieron, día a día, asediaban por otros lugares, la pared, los tirantes del techo, las tablas del piso. Nuestro cordón sólo impedía el avance frontal. Después se congregaron los ratones y hasta un lagarto rondaba bajo el piso como aguardando una oportunidad. Con las lluvias, además, y el paso de los días, la chala impecable comenzó a oscurecerse y algo parecido al moho entristecía las pilas. Cada día retirábamos algunos mazos para nuestro consumo pero el salón continuaba tan lleno como antes. Papá se paseaba por la galería con expresión preocupada y cada vez tenía menos deseos de abrir las puertas del salón para ver cómo seguía el acopio. Evitábamos hablar del asunto como de una desgracia familiar, como de los perritos y el avestruz que teníamos enterrados en el patio. Llegó un momento en que apenas nos atreviamos a abrir la puerta por temor a encontrarnos con otra novedad. Por las noches soñaba que las enormes pilas se derretían y esa especie de lava melosa inundaba nuestros dormitorios. La pesadilla se repetía en un escenario fantasmal de hormigas y ratones. No teníamos donde pisar y clamábamos por alguna arca de Noé salvadora. El sol de la mañana alejaba por instantes mi permanente preocupación. El lugar mágico de los primeros días se había transformado en una parte enferma de la casa. Y lo peor era que contaminaba los alrededores, tanto que trasladamos el lugar de nuestros juegos al otro extremo del patio. Para colmo oí que alguien comentaba con papá que los almacenes de la zona estaban abarrotados de rapadura y que los precios habían bajado. Nunca podríamos desembarazarnos de aquella mole siniestra. Ya no deseaba desatar las chalas que tiempo antes tanto me sedujeran con su dulce contenido. En el invierno arreciaron las lluvias y prácticamente ya nadie se aproximaba a aquel lugar. Dejamos de mencionarlo porque además conversábamos menos. Papá y mamá lo hacían a veces en voz baja cambiando seguramente de tema cuando podíamos oírlos. Nunca los vimos tan silenciosos y a papá tan preocupado. Hasta que una mañana de sol aparecieron varios carros haciendo rechinar sus frenos en la pendiente de la escuela. Descendieron de los mismos unos personajes harapientos a quienes papá les señaló las puertas del aula. En pocas horas vaciaron el salón sembrando de chalas y mazos deteriorados la galería. Oí que mi padre decía al último de los personajes algo así como que no se pierda todo, hay que sacar algún precio. Lo vi sonreír como quien se quita un gran peso de encima. Habían desaparecido los fantasmas. Cuando me acarició la cabeza sentí en los labios la sal de una lágrima tonta.

Marcial Toledo

Del libro 10 cuentistas de la Mesopotamia. Toledo fue poeta, periodista, abogado, profesor de Filosofía y Ciencias de la Educación.

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