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El vals de Doña Nina

domingo 02 de enero de 2022 | 6:00hs.
El vals de Doña Nina

Los días sin agua eran ya casi veinte y a Doña Nina se le caía la cara de vergüenza de tanto pedirle a Dora, la única vecina del barrio de arriba que no la miraba con desprecio, que le cargue uno o dos baldes. Por eso dejó a Raúl acostado sobre el sillón de mimbre del comedor con la pierna enyesada arriba de un viejo banco y la radio a mano para escuchar si esta vez sí les tocaba ganar la quiniela, cerró sin llave la puerta del frente y emprendió camino, lentamente, porque los años no vinieron solos, mientras canturreaba por lo bajo para repasar esos versos que de cualquier manera nunca podría olvidar.

 

“Está triste la tarde y el cielo

sólo piensa en largarse a llorar,

tu recuerdo se aferra a mi pecho,

cómo duele tanta soledad”.

 

Más abajo, donde perdían la batalla con el monte los senderos de los pocos pescadores que todavía creían en sacar algo del arroyito cada vez más seco y contaminado, había un atajo para llegar más rápido a la fábrica, aunque a su edad no sabía Doña Nina si todavía podría recorrerlo. No les tenía miedo a las víboras ni a los bichos, menos a los ladrones: ya ni ellos se habían quedado en el pueblo desde que el nuevo trazado de la ruta provincial lo dejó totalmente fuera del mapa. El problema era que si se doblaba otra vez el tobillo, bien podía morir ahí, tirada, sin que nadie escuche sus gritos.

Pero no era llegar antes a la fábrica lo que la hacía tomar ese atajo, sino asegurarse de que todavía estaba ahí ese acople en el caño de agua que va a la garita del guardia, ese que ella y Antonio hicieron cuando recién empezaban a conocerse, para no tener que ir hasta el arroyo, como hacían todas las familias a las que no les había llegado la red de agua corriente. Antonio no era del pueblo, pero Dios quiso que consiguiera trabajo en la fábrica y se instalara en un cuartito de alquiler al lado de la casa de Nina -que todavía no era Doña, sino una jovencita (esa categoría en la que ponen a las chicas pobres que ya dejaron la escuela primaria y todavía no se casaron; esas que nunca serán adolescentes como las del barrio de arriba)-, que ayudaba a mamá (viuda como sería ella veinte años después) a cocinar el almuerzo que luego se repartía a los obreros de la fábrica. Nina, ya Doña, continuó con las viandas hasta que la fábrica cambió de dueños, automatizó el proceso y echó a más de la mitad del personal.

 

“Una brisa me trae el perfume

de la flor que me diste al partir.

Cuando cierro los ojos te siento,

siempre he amado verte sonreír”.

 

Si ese acople todavía estaba ahí, ella podía ponerle una canilla y cargar agua. Un balde por día, para que no sospechen, pero también porque más que eso no podía cargar. Raúl no podía ayudarla esta vez, y después del accidente, quién sabe cómo le quedaría la pierna. Igual estaba contenta de que se hubiera ido a vivir con ella cuando él se separó. Era el único nieto que le quedaba en el pueblo, es más, el único pariente desde que Tito, el hijo menor, entendió por fin que no había futuro allí y se fue a buscar trabajo como cosechero de naranjas. Si ella conseguía el agua, Raulito se iba a recuperar más rápido, pensaba mientras se acercaba al alambrado frente al que tantas veces esperó a Antonio, que en medio del turno laboral de doce horas se escapaba del depósito para darle los pocos pesos que conseguía prestados, que recibía un sándwich para soportar el resto del día o que simplemente pasaba un rato más con su esposa.

Claro que ese alambrado era protegido por los perros dobermann, la raza favorita de los primeros dueños y de las pocas cosas que los nuevos propietarios mantuvieron a lo largo del tiempo. En cualquier caso, era una idea desesperada y peligrosa: el caño estaba del lado de adentro del alambrado, para llegar a él tenía que meter las manos y dejarlas a alcance de esas poderosas mandíbulas.

 

“Hoy resuena la voz que en el viento

me recuerda que ya no estás más.

La esperanza es cosa del pasado,

nadie puede ocupar tu lugar”.

 

Los dobermann, que eran dos, dormitaban en la sombra y ella empezó a entonar la canción que Antonio tanto le gustaba (en ocasiones, ella lo veía lagrimear, pero no le decía nada; los hombres no podían llorar). Los perros se despertaron, sacudieron la cabeza y se miraron sorprendidos. Hicieron ademán de empezar a ladrarle, entonces Nina, para tranquilizarlos, levantó un poco la voz (sólo un poco, apenas lo necesario) y cuando los tuvo como quería, metió las manos para llegar al caño, cubierto por la maleza.

Esa extraña mujer los dejaba embelesados, pero lo que hacía estaba mal. También la mente de los perros tiene que enfrentarse a contradicciones. Uno de ellos se enderezó y empezó a caminar hacia Nina, que tenía el acople del caño en sus manos, ya lo había destapado y sólo le quedaba poner la canilla. Soltarlo ahora sería arruinar la última posibilidad, pero si la mordían, era el final. Sólo podía acudir a un último recurso, a las estrofas que no cantaba desde hace tanto tiempo.

 

“No he olvidado aquellas palabras...”

 

Dos gruesas lágrimas empezaron a caer de los cansados ojos de Doña Nina.

 

“... que dijiste esa tarde de abril...”

 

El dobermann seguía avanzando y Nina tuvo que ahogar la tos que empezaba a subir por su garganta.

 

“Prometiste que siempre estarías....”

 

La canilla estaba casi lista, pero el perro no se detenía.

 

“...no era cierto: hoy no estás aquí”.

 

Nina apenas veía por las lágrimas y el llanto competía con el vals por el escaso aire que los deteriorados pulmones recibían y entregaban.

 

“Y a pesar de que pasen los años...”

 

Cuando Claudia se enfermó, Nina le pidió a la Virgencita que no permita que se lleven a su hija y prometió no volver a llorar si se curaba. Por eso había dejado de cantar, porque el recuerdo de Antonio era lindo y luminoso, pero venía con lágrimas.

 

“... siento en mi alma agitarse el dolor...”

 

La Virgencita entendería que rompiera la promesa para cuidar bien de Raulito. Y, además, llorar cada tanto hace bien.

 

“Conocer a otros hombres no quiero....”

 

Un poco de llanto aunque sea.

 

“... sólo a ti te dedico mi amor”.

 

La canilla perdía pero funcionaba. Doña Nina se secó las lágrimas y vio al dobermann otrora intrépido mansamente recostado lamiendo las gotas que caían sobre los yuyos. Un trozo de manguera llevaba algo de agua al balde del otro lado del alambrado y con paciencia lo llenaría. La mujer continuó tarareando el vals para no distraer al perro.

Cerró el grifo al terminar, levantó con esfuerzo el pesado balde y emprendió camino de regreso. Llegó casi al anochecer a su casa. Raúl esperaba preocupado. La quiniela otra vez les fue esquiva. Esa noche tomaron sopa y se durmieron escuchando música en la radio. Estaba muy oscuro para saber si alguno de los dos lloró.

Inédito. El autor es periodista y reside en Posadas.

Mariano Bachiller

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